El vértigo de lo desconocido
Por: Rodrigo Urquiola Flores
(Una lectura de La caja mecánica, de Miguel Ángel Gálvez, una novela premiada hace ya algo más de una década.)
La caja mecánica (Nuevo Milenio, 2001) es una novela escrita por el sucrense Miguel Ángel Gálvez. En 2000 ganó, junto a Mundo negro de Wilmer Urrelo, el Premio Nacional de Primera Novela convocado por la editorial Nuevo Milenio de Cochabamba.
A la manera de un diario, la obra va revelándonos, poco a poco, con la inquietante lentitud de los días que van sucediéndose unos a otros, cómo funciona una primera caja mecánica, que nunca se nombra de esa manera a lo largo de la novela y que, sin embargo, no es menos importante que la otra caja mecánica: la mente de Arturo.
El paso de los días -el inexorable tiempo- hace que ambas cajas, hasta antes de un suceso en apariencia insignificante, se vean reflejadas entre sí, tanto que una -la segunda- inevitablemente llega a tomar el lugar de la otra.
El suceso -disfrazado bajo el afán de una reconstrucción cualquiera: la ampliación de un departamento- es la aparición de un primer misterio que terminará revelándonos la aparición de un segundo.
El primer misterio es la extraña caja, una caja mecánica que un albañil llegó a encontrar cuando se derrumbaba una pared. El albañil, en muy extrañas circunstancias, es hallado muerto. Arturo se lleva, entonces, la caja mecánica a su dormitorio y es allí donde el misterio se agiganta: una melodía hipnotizadora emana de ese curioso objeto.
El hipnotismo que provoca la caja mecánica es inevitable e inexpugnable. Detrás de su presencia, de una manera inexplicable, impregnada del furor de alguna magia negra, acontece la desgracia. Y la desgracia no es otra cosa que la muerte. La muerte sangrienta.
El núcleo familiar, hasta antes de la aparición de la misteriosa caja mecánica, era lo más importante para Arturo. La muerte de su madre es un anuncio de la debacle, la última premonición de la tragedia.
El hipnotismo, sin embargo, hace que para Arturo el hecho de la familia vaya desvaneciéndose hasta convertirse en nada: lo único que de verdad importa es esa deidad hambrienta e implacable, la caja mecánica.
La melodía que emana de la caja desemboca en la personificación de lo desconocido, aquello que está -y siempre estará- más allá del precario entendimiento humano. Y ésta es una melodía extraña, son casi palabras, son los movimientos de una bestia gigante en aparente inmovilidad absoluta.
G’kt-drn-stsrk se le ocurre decir a la caja o bien tnk’l-drn-tqtkr o tal vez bk’t-drn-tskr y es eso lo único importante que hay que saber para comprenderlo todo.
Y una vez que se ha comprendido aquello que llamamos todo, acontece el descenso -¿o más bien será un ascenso?- a los terrenos de una locura que parece no querer expresarse a sí misma como tal, una locura disfrazada bajo las palabras y el orden de una razón que imperan desde el centro mismo de la caja mecánica.
Y la caja mecánica -ahora- no es otra cosa que la mente de Arturo, esa mente tan desconocida, ese segundo misterio para sí mismo y ante el que él, como persona, no significa nada.
Es fácil intentar acomodar a La caja mecánica en el género de terror, pero esta novela es más que eso, va más allá del simple terror y, como si no quisiera hacerlo, se propone indagar en los misterios que esconde cualquier mente humana. La caja mecánica es un intento muy bien logrado de la fotografía imposible del vértigo de lo desconocido en el preciso momento de la caída.
Fuente: Pagina Siete