Recuerdo… (a la manera de Brainard y Perec)
Por: Sebastian Antezana
Recuerdo un pequeño auto color vino tinto, una peta, estacionada en medio de una larga hilera de coches, parqueados todos a la derecha de una calle estrecha, de una sola vía y empedrada, en el D.F., cuando tenía tres años.
Recuerdo que cuando llegué de México a vivir a Bolivia nos quedamos una temporada en la casa de mi abuela. Ella tejía manteles y alfombras en largos telares de madera y yo andaba en cuatro patas, husmeando los muebles, los cuadros, los adornos y las esculturas en esa casa extraña y con olor a panadería.
Recuerdo que cuando era muy chico me trepaba a un árbol de la guardería para chupar las flores rojas de las que estaba cargado, que para mí entonces eran la cosa más dulce del mundo.
Recuerdo que ser niño significaba usar tirantes.
Recuerdo que una mañana, mientras manejaba bicicleta de bajada en la plaza Abaroa, el manubrio se separó y se salió del resto de la bicicleta y me estrellé contra un niño pequeño y rubio que patinaba cerca de mío. Recuerdo también que su papá me insultó.
Recuerdo que cuando mi hermano y yo éramos chicos mi mamá nos leía poemas y mi papá nos leía novelas. Entonces las dos eran cosas muy parecidas.
Recuerdo que un carnaval, jugando en la puerta de la que entonces era mi casa, lancé un globo a lo que pensaba que era una camioneta blanca y en realidad resultó ser una camioneta blanca llena de policías. Instantáneamente se bajaron, me obligaron a sacarme la camisa, a ponerme de espaldas contra la pared y me lanzaron con violencia todos los globos que me sobraban. Yo lloraba en silencio y desde entonces nunca más lancé un globo de agua.
Recuerdo que Guillermo Bedregal murió en un accidente automovilístico a los veinte años, tres meses después de haberse casado con Corina Barrero y sin haber visto publicados sus tres hermosos libros de poemas.
Recuerdo cuando el cólera llegó desde Perú y se expandió rápidamente por todas partes. Mucha gente moría, especialmente los pobres, y a los chicos nos obligaban a lavarnos muy bien las manos cada que volvíamos de la calle a la casa o al colegio.
Recuerdo que cuando era pequeño encontraba un placer perverso en hacerle daño a niños menores que yo. Recuerdo que pegaba y apretaba y disfrutaba todo excepto cuando el niño de turno, invariablemente, se ponía a llorar.
Recuerdo que Juan Pablo II vino a Bolivia circa 1990, besó el piso de El Alto y se alojó a pocos metros del edificio donde entonces yo vivía.
Recuerdo que en ese mismo edificio, que se llama Hermes y está al principio de la avenida Arce, yo vivía en el piso 13. En el piso 14 vivía una familia con hijos jóvenes. Uno de esos hijos era Marcelo Claure.
Recuerdo que en los libros de ciencias sociales que usábamos en colegio se nos explicaba que el camba es alegre y entrador, y el paceño callado y solemne.
Recuerdo las eliminatorias para el mundial Estados Unidos 1994. Mi papá compró abonos en Preferencia y él, mi hermano y yo fuimos a ver todos los partidos de la selección en el Hernando Siles. Pocas veces estuve tan emocionado, tan abandonado a la corriente, tan feliz.
Recuerdo que cuando tenía nueve o diez años estar resfriado significaba quedarse en cama, leyendo horas de horas libros de aventuras y de fantasía.
Recuerdo que mi primer perro, un fox terrier blanco y café llamado Nico, murió envenenado y me rompió el corazón.
Recuerdo las revistas Reader’s Digest, en especial una, que leí muy agitado, en la que alguien había escrito la crónica de un accidente: un avión comercial repleto de pasajeros se estrellaba en un campo de Italia. Minutos antes del impacto, una enorme bola de fuego invadía la cabina de pasajeros, carbonizando a todos los que estaban sentados al lado del pasillo.
Recuerdo que en 1989 ADN y el MIR firmaron el Acuerdo Patriótico, que consagraba a Jaime Paz, el tercer candidato más votado, como presidente del país.
Recuerdo que fumé mi primer cigarrillo a los catorce años. Era un cilindro largo y delgado de marca Capri, que entonces se comercializaba especialmente para las mujeres. Lo fumé junto a dos amigos, en un extremo de mi colegio, escondidos a la vera de un pequeño bosquecillo de eucaliptos, en el barrio de Seguencoma.
Recuerdo que durante una de mis primeras borracheras, en una fiesta, a los quince años, pasé buena parte de la noche intoxicado de ron y hablándole a una pila de agua.
Recuerdo que Walter cubre a Jeff Lebowski con las cenizas de Donny en una ceremonia disparatada en una montaña, y que la escena es ridícula, hermosa y triste.
Recuerdo que uno de mis primeros amores fue una chica que se fue a vivir a los Estados Unidos después de un mes de que empezáramos nuestra relación. Tras un tiempo ella regresó a la ciudad y volvimos a frecuentarnos y, eventualmente, en el penúltimo año de colegio, retomamos nuestra relación. Pero un mes después ella volvió a irse a vivir a Estados Unidos.
Recuerdo el entierro multitudinario de Carlos Palenque, lo más cercano al sepelio de un santo que haya visto en la vida.
Recuerdo que la única vez en mi vida que estuve en una pelea -intencionalmente- fue encima de una pasarela, sobre el tráfico vertiginoso de la avenida Costanera. Recuerdo también que perdí esa pelea muy rápidamente.
Recuerdo que en primaria un compañero me robó una chompa que había dejado olvidada en el curso, que al día siguiente la llevó puesta diciendo que era suya y que yo y mis amigos lo obligamos a devolverla a base de insultos. También recuerdo que nunca dejamos de llamarlo ladrón. Hasta que se cambió de curso.
Recuerdo los martes de churro.
Recuerdo que antes Navidad significaba comprar un pino real y llenarlo de adornos. En una ocasión mi papá decidió comprar un pino aguja en lugar de un pino regular, como era nuestra costumbre, y cuando empezamos a decorarlo nos dimos cuenta de que las ramas escondían centenas de gusanos y orugas.
Recuerdo que cuando tenía trece o catorce años todas las chicas usaban unas cintas abultadas para sujetarse el pelo y todos los chicos se las quitábamos y las usábamos como pulseras.
Recuerdo que cuando era adolescente leía a escondidas, y con una mezcla de excitación y angustia, las revistas pornográficas que guardaba mi abuelo sobre el ropero de su cuarto.
Recuerdo que cuando tenía quince años quería estudiar filosofía. También recuerdo que a los dieciséis abandoné sin empezarla esa carrera.
Recuerdo que una tarde, cuando estaba en secundaria, me puse mentisán bajo los ojos para que me lloraran y que la gente me preguntara qué había pasado, si estaba bien, si necesitaba algo.
Recuerdo que uno de los libros que más veces leí y disfruté en la vida es el Ivanhoe de Sir Walter Scott.
Recuerdo que no supe que electricidad y agua nunca deben mezclarse sino hasta estar en la secundaria.
Recuerdo que la primera vez que publiqué un escrito mío, tres pequeños poemas, lo hice en un suplemento literario del periódico Los Tiempos, de Cochabamba, entre 2000 y 2001.
Recuerdo que uno de esos poemas comenzaba más o menos así: “Al principio, era la silla…”.
Recuerdo que antes tomaba tres cervezas y luego me iba a mi casa.
Recuerdo que cada 17 de julio mi familia almorzaba en la casa de mi abuela, pues se recuerda un año más desde que en 1980 asesinaron a mi abuelo.
Recuerdo que cuando me accidenté durante el último año de colegio, Carlos Mesa me prestó varias películas para que me distrajera durante la convalecencia. Entonces vi por primera vez la trilogía de El padrino, muchas películas de Woody Allen, Taxi Driver, El ladrón de bicicletas y Apocalypse Now.
Recuerdo una cara encantadora que se me acercó hace muchos años un día que yo había perdido un arete y se ofreció a ayudarme a buscarlo. Recuerdo que, posteriormente, esa cara encantadora aceptó que fuéramos novios, mientras veíamos La vida es bella en VHS.
Recuerdo que la primera vez que terminé con la chica de cara encantadora, de la que estaba profundamente enamorado, el papá de un amigo me dijo que escuchara esa canción de los Kjarkas que dice: “No se acaba el mundo, cuando un amor se va, no se acaba el mundo, y no se derrumbará…”.
Recuerdo que antes el mundo estaba dividido en similares y bien.
Recuerdo que una vez vi a un obrero caer desde el techo de una casa de dos pisos a la calle. Cayó de cabeza e instantáneamente en el lugar se comenzó a formar un charco de sangre oscura. Nunca le vi la cara porque cayó de espaldas.
Recuerdo que a principios de la década de 2000 pasé dos años de clases particulares de francés con una señora muy francesa y muy buena que se llamaba Francoise Boss y que tenía un vitíligo que le comenzaba en las manos y le subía irregularmente por los brazos dejándoselos extrañamente moteados. Tras esos dos años, Francoise se fue de Bolivia y durante un tiempo me escribió cartas y me mandó postales y frascos de mermelada de moras y chalotes desde Burdeos. Yo olvidé muy rápidamente casi todo el francés aprendido y nunca le respondí ni una sola misiva.
Recuerdo que unos años después del episodio con Francoise traté de releer Bouvard et Pecuchet en una bonita edición francesa y al poco empezar me di cuenta de que fracasaba catastróficamente.
Recuerdo que Bolivia eligió a Hugo Bánzer para que fuera su presidente constitucional en 1997.
Recuerdo que, tras separarse de mi papá, los domingos en la noche mi mamá nos hacía quesadillas a mi hermano y a mí. Comíamos en la sala de mi departamento, casi a oscuras, escuchando boleros y hablando de esas cosas que los chicos pequeños hablan con sus madres solas.
Recuerdo que de chico leí por lo menos diez veces un librito de cómics de Rius que se titulaba La trukulenta historia del capitalismo.
Recuerdo que en algún momento de 2003 o 2004 Bolívar le ganó 10 a 1 a Blooming. Yo había prometido que si algún día Bolívar le metía 10 goles a algún equipo me comería una patita de chancho del estadio, una cosa fría, mitad gelatinosa y mitad chiclosa, que ofrecen algunos vendedores en la curva norte. Esa tarde, al finalizar el partido, al salir a la tarde fría y gris de domingo, probé mi primer bocado de patita.
Recuerdo que en Llalva/Los gemelos Juan Carlos Orihuela escribe: “Diurno/ apenas sugeridos por/ la sombra de un sueño/ tú y el Altiplano/ son modos de ser”.
Recuerdo ver a mi papá llorando, derrumbado en mis brazos, tras enterarse de que su padre, mi abuelo, había muerto por una insuficiencia pulmonar.
Recuerdo que en 1978 Georges Perec publicó La vida instrucciones de uso, una de mis tres novelas favoritas de todos los tiempos. Recuerdo también que en 1982, el año en que yo nací, Perec moría en París.
Fuente: hayvidaenmarte.wordpress.com/