Una lectura de la poesía boliviana
Por: Adolfo Cáceres Romero
Mónica Velásquez Guzmán, doctora en Literatura Latinoamericana, comienza su estudio señalando: “La insularidad que marca nuestro panorama poético(,) carente de tendencias, agrupaciones(,) o parricidios devastadores que giren el horizonte hacia zonas insospechadas del lenguaje o grandes renovaciones de los temas(,) ya ha sido señalada por la crítica” (Antezana, Mitre, Velásquez).
Con las comas que le puse entre paréntesis, podemos entender que se refiere a la insularidad “que ya ha sido señalada por la crítica”.
Sin las comas, poniendo el relativo “que”, después de temas, también podría decir: “de los temas que han sido señalados por la crítica”.
¿Es esto o lo otro que quiso decir? Optamos por la insularidad, porque Mónica considera que se ajusta al espíritu de su estudio. Sin embargo, no creo que tanto ella, como los críticos que menciona, estén plenamente convencidos con esa “marca”. Primero —dado los tiempos en que vivimos—, ningún país, por mediterráneo que sea, se constituye en una ínsula aislada del resto del mundo. ¿Cómo pensar que, en Bolivia, los poetas y narradores no saben lo que ocurre en otros ámbitos culturales si casi todos tienen correo electrónico, trabajan con el Internet y algunos se conectan por Facebook?
¿Luego, cómo imaginar siquiera que esos poetas se hallan carentes de tendencias, si forman parte de un proceso que aún no ha concluido? ¿A qué poetas se refiere Mónica? ¿Llama poetas a los versificadores que abundan como hormigas, sin tendencias ni modelos? No creo que tanto Eduardo Mitre como Mónica Velásquez se consideren insulares. Mitre, que reside en los EEUU, ya tenía una base (en sus lecturas y estudios) cuando salió del país. Empezó, como la mayoría de los jóvenes poetas de su tiempo, marcado por Neruda y Vallejo. El resultado está en “Elegía a una muchacha” (1965), que cautivó a Jaime Sáenz, que le pidió que lo visitara en su casa, en La Paz, donde Mitre, que vivía en Cochabamba, se quedó varios días. Luego Mitre continuó su camino, con los versos de Huidobro y Mallarmé, para brindarnos “Morada” (1975), “Ferviente humo” (1976) y “Mirabilia” (1979).
A partir del programa “Semillas de estrella pura”, que mantuvimos por varios meses en radio San Rafael de Cochabamba, con Renato Prada y Mitre, éste jamás dejó de estudiar a los clásicos del Siglo de Oro español, especialmente a Lope de Vega y Quevedo, como lo podemos apreciar en “Pastor de una ausencia”, poema nunca publicado, pero sí escenificado en 1968, en el teatro Adela Zamudio de Cochabamba.
La insurgencia estudiantil de Francia, el 68, hizo que Mitre volviera al país, cuando estudiaba Literatura en la Universidad de Niza.
Entonces fue que emigró a los EEUU y, con los ojos siempre en nuestra América, en México se contactó con Octavio Paz, quien dijo de “Morada”: “Es un libro precioso, hecho de aire y luz, hecho de palabras que no pesan como el aire y que brillan como la luz. Un libro casi perfecto”.
Ahí supo más de José Juan Tablada, poeta al que admiraba, mientras los haikus ya formaban parte de su poesía, hasta el punto de ampliar su estro poético, para darnos lo que ahora apreciamos, al amparo de los elogiosos comentarios de sus críticos, especialmente Guillermo Sucre y Antonio Muñoz Molina, que prologó sus últimos libros, hasta “Obra poética (1965-1998)” (2012) que reúne siete de sus poemarios, publicado por la prestigiosa editorial española Pre-Textos. No en vano Blanca Varela lo eligió para su antología, como uno de los poetas más representativos de Hispanoamérica.
Asimismo, Julio Cortázar, luego de leer “Ferviente humo” (1976), le escribió: “La lectura de ‘Ferviente humo’ ha sido para mí un bella experiencia de poesía”. Es curioso que Mónica Velásquez sólo lo use por sus estudios de la poesía boliviana y lo ignore como poeta; además, por si no se ha dado cuenta, el ritmo, la cadencia y las imágenes verbales que usa en su “Hija de Medea” (2008), le deben bastante a Mitre. Además, ese su poema épico-lírico, de algún modo se inserta en la línea modernista de Ricardo Jaimes Freyre y Franz Tamayo, tal como lo hace Blanca Wiethüchter con “Ítaca” (2000). Sería bueno que releyera, aparte de “Razón ardiente”, “El Peregrino y la ausencia” (1988), “La luz del regreso” (1990) y “Carta a la inolvidable” (1996).
Desde luego que lo importante es que Mónica considera fundadoras las obras de Sáenz, Cerruto y Camargo, de quienes se desprenden lo que ella llama “temas recurrentes (ciudad, relación yo-tú, la muerte convocada y hasta deseada, el oprobio, la tarea poética en medio de un contexto hostil, el erotismo) y la búsqueda en el lenguaje (solemnidad o coloquialismo, hermetismo e intertextualidad, alto uso metafórico, barroquismo o síntesis extrema)”.
Buena síntesis y caracterización. Pero, ¿por qué no estudia con más precisión la incidencia de la obra de estos poetas en el momento actual, si las considera: “fundadoras de la poesía boliviana contemporánea”?
De modo general, en este equipo de la UMSA, he notado una actitud excluyente para con los escritores bolivianos que están fuera del país. Así, ignoran a los poetas bolivianos que trabajan en Suecia; lo mismo que a Nora Zapata, que se halla en Suiza; tampoco conocen la antología de Víctor Montoya: “Poesía boliviana en Suecia” (2005). Tampoco saben que Renato Prada escribió dos poemarios: “Palabras Iniciales” (2006) y “Ritual” (2007), que fueron distribuidos en Bolivia por Plural Editores; que Antonio Terán Cabero también ganó el Premio Nacional de Poesía Yolanda Bedregal, con “Boca abajo y murciélago” (2003).
De todos modos, es un valioso aporte el que Mónica Velásquez Guzmán nos ofrece en este su estudio, con varios poetas poco conocidos en nuestro medio, destacando la vena comprometida con la realidad, en Blanca Wiethüchter, poniéndolos a nuestro alcance para seguir sus huellas. Este volumen concluye con un estudio de Mary Carmen Molina Ergueta, estudiante de la Carrera de Literatura de la UMSA.
Mary Carmen nos ofrece un interesante panorama, con detalles estadísticos, que nos permiten cerrar este estudio con las siguientes palabras del crítico francés Georges Mounin: “La buena salud de la poesía se basa, ciertamente, en dos o tres preceptos ignorados por los sanos, violentamente negados por los enfermos, y de cuya crítica —que en este caso podría implicar, sin embargo, la curación— parecería que se hubiese resuelto no hablar por lo mismo que no se menciona la cuerda en casa del ahorcado. Uno de tales desagradables preceptos sostiene que sólo quedan de cada generación apenas dos o tres auténticos poetas; es decir, unos 10 por siglo en el mejor de los casos históricos. Otro de tales preceptos afirma que cada verdadero poeta sólo llega a serlo en algunas docenas de poemas”. (“Poesía y Sociedad” – 1974).
Fuente: Lecturas