06/27/2013 por Marcelo Paz Soldan
El pasado en el presente: Metaficción historiográfica en “El Señor Don Rómulo”, de Claudio Ferrufino-Coqueugniot y “Las andariegas”, de Albalucía Ángel

El pasado en el presente: Metaficción historiográfica en “El Señor Don Rómulo”, de Claudio Ferrufino-Coqueugniot y “Las andariegas”, de Albalucía Ángel

El señor don Rómulo

El pasado en el presente: Metaficción historiográfica en “El Señor Don Rómulo”, de Claudio Ferrufino-Coqueugniot y “Las andariegas”, de Albalucía Ángel
Por: Elena Ferrufino-Coqueugniot

La temática que nos convoca en el espacio reducido de este curso tiene que ver con algunas de las maneras, razones y estrategias mediante las cuales se hermanan historia y literatura. Y, al hacerlo, resulta esencial una vasta reflexión –casi melancólica, en términos de Luckács- sobre una serie de preocupaciones que se entretejen alrededor de una relación tan fructífera y tan apasionante.
Podríamos detenernos a observar lo que sucede cuando se entrecruzan el espacio de la historia y el espacio del discurso. Pues, como lo considera Seymour Chatman, así como la dimensión de los sucesos de la historia es el tiempo, la de la existencia de la historia es el espacio. Y así como distinguimos el tiempo de la historia del tiempo del discurso, tendríamos que distinguir el espacio de la historia del espacio del discurso.
Quizá resultaría interesante detenernos, entonces, a analizar el discurso de la historia que, como lo considera Barthes (1983), constituye una forma de retórica, un lenguaje particular que nos invita a preguntarnos si la narración de acontecimientos pasados, sometida a la sanción de la “ciencia” histórica, bajo la imperiosa garantía de la “realidad”, difiere realmente, “por alguna indudable pertinencia”, de la narración imaginaria tal como la podemos encontrar, por ejemplo, en la novela.
Hayden White (1987), por su parte, nos propone la consideración del texto histórico como artefacto literario, bajo la premisa de que las obras de historia, al ceñirse a la forma narrativa, no son más que ficciones verbales, cuyo contenido es inventado, tanto como descubierto. O considerar, con Borges, que toda obra de arte, toda creación literaria consiste en transformar en símbolos la “realidad”, de manera que éstos puedan perdurar en la memoria de los hombres.
En todo caso, resulta evidente que podríamos discurrir por la teoría, a lo largo de infinitas opciones, todas ellas igualmente apasionantes, que nos llevarían a derivar sobre tópicos de identidad textual, producción simbólica, agencia y estructura. Se hace importante, sin embargo, antes de sumergirnos en la perspectiva particular que hemos seleccionado para este curso breve, posicionarnos en un espacio donde confluyen historia y forma y, desde esa dialéctica, cuestionarnos sobre sus posibles conexiones, subjetividad y objetividad, ficción y realidad… ¿Será que la historia está trabajando a través de nosotros –así como de los autores que invitamos en nuestro recorrido? ¿Seremos nosotros, en este curso, los que estamos haciendo la historia? ¿O será que son los textos que nos han convocado a lo largo de los diferentes módulos, los que nos escriben, en tanto que lectores y observadores de la historia y la literatura?
Pues, debe quedar claro que cuando decidimos trabajar con un texto, necesitamos tener certeza de lo que queremos saber. Debemos tomar conciencia de que se trata, en este específico caso, de un problema subjetivo, auto reflexivo, traducido en el cuestionamiento de las condiciones del discurso –sea éste histórico o literario-, a través de la producción simbólica; de las posibilidades y las formas de la realidad y sus representaciones (o de la realidad como representación); de la propia existencia de los textos y discursos; de las condiciones de su estudio –en tanto objeto- y de que, al penetrar en sus laberintos, nos estamos observando, cuestionando a nosotros mismos.
En este vasto escenario, y por razones más bien pragmáticas, hemos decidido detenernos en un espacio particular de la historia; de la historia literaria; de la crítica literaria: la postmodernidad. Y, en ese marco, hemos considerado pertinente hacer un alto en un tema: el pasado en el presente y en dos novelas que, fácilmente, podrían ser “catalogadas” dentro de la concepción de la literatura postmoderna: El Señor don Rómulo (2003), de Claudio Ferrufino-Coqueugniot y Las andariegas (1984), de Albalucía Ángel.
El concepto de metaficción historiográfica nos servirá de herramienta para desentrañar, en el primer caso, algunas de las estrategias mediante las cuales Ferrufino-Coqueugniot reescribe el pasado y propone la novela como espacio de mediación entre el mundo oculto de una etapa de la historia de Bolivia y el reino de la existencia del presente, en términos estéticos y discursivos. En el caso de Ángel, la perspectiva metaficcional hará posible nuestro transcurso por un texto caracterizado, entre otras cosas, por su carácter conspirativo en contra de la historia oficial establecida como única “verdad”.
De manera casi sintomática, y perfectamente acorde con el título de este artículo, la Bienal de Viena, de 1980 que, entre otras cosas, introdujo el concepto de postmodernidad en el ámbito de la arquitectura, tuvo el acierto de denominarse: “El presente del pasado”. Bajo esta sugestiva convocatoria, se presentaron objetos de arte diversos, que utilizaron ese espacio como una ventana hacia la historia y la leyeron e interpretaron de manera anacrónica, a la vez que sugestiva y revolucionaria.
Si bien la fuerza de esta representación se hace dramática, en el caso de la pintura, la fotografía y la arquitectura, no es menos conmovedora la presencia del hoy en el ayer, cuando se trata de literatura y, de manera más específica, de la novela. Para los estudiosos de la literatura, los críticos literarios, resulta obvio que el término de postmodernidad describe –entre otras cosas- la ficción que es, a la vez, metaficcional e histórica, puesto que está constituida por los ecos de otros textos y contextos que provienen del pasado. A partir de la exposición de Viena, Linda Hutcheon (1988) utiliza el término de “metaficción historiográfica” para describir esta suerte de constructo paradójico, y distinguirlo de la ficción histórica tradicional.
Grandes novelas como El nombre de la Rosa, Cien años de soledad, El tambor de hojalata o Los hijos de la medianoche, por ejemplo, podrían formar parte de este universo, cuyos elementos esenciales son la intertextualidad y una fuerte dosis de auto reflexión metaficcional, elementos que cuestionan y problematizan la veracidad de la historia, entre otras cosas. El Señor Don Rómulo y Las andariegas, por su parte, pueden leerse bajo esta perspectiva también como novelas postmodernas, pues nos permiten explorar algunas de las maneras en que la ficción se abre hacia la historia, en términos de lo que Edward Said (1980) llamaría el “mundo”.
Esta apertura, sin embargo, no se logra a través de la experiencia inocente de la literatura. No es posible hablar de una referencia directa e ingenua a la historia. La relación entre historia y ficción, en términos postmodernos, es compleja y se fundamenta en la interacción y la implicación mutuas. Como lo asegura Hutcheon, la metaficción historiográfica intenta situarse dentro del discurso histórico sin, por ello, renunciar a su propia autonomía, como ficción. De este modo, los intertextos que conforman tanto la historia como la ficción adquieren un estatus paralelo (aunque no similar) en la reconstrucción del pasado textual, tanto del “mundo” como de la literatura. La incorporación textual de los pasados intertextuales, como elementos constitutivos estructurales de la ficción postmoderna, funciona como una marca formal de la historicidad, tanto de la literatura, como de la historia. No olvidemos que, si bien Borges aseguraba que tanto la historia como la literatura constituyen realidades ficticias, ya Hegel y Nietszche ponían de relieve el problema de la realidad como representación. Pues no conocemos la historia directamente, sino a través de su representación.
Hutcheon nos recuerda, a su vez, que ese tipo de novelas “postmodernas” nos invita a considerar que tanto historia como ficción son términos históricos y que sus definiciones e interrelaciones se encuentran históricamente determinadas y varían con el tiempo. Ambas proponen la persistente relevancia de tal oposición –entre literatura y realidad- y ambas instalan y luego empañan la línea divisoria entre historia y ficción (Hutcheon, 1988).
El Señor don Rómulo (2003), de Claudio Ferrufino-Coqueugniot podría definirse, en el contexto de este curso, como una novela que pone de manifiesto algunas de las preocupaciones más evidentes sobre la interacción entre la historiografía y la ficción, la naturaleza de la identidad y la subjetividad, el cuestionamiento a las referencias y la representación, la naturaleza intertextual e ideológica, tanto del pasado como del discurso literario.
El argumento y la forma narrativa se conciben en términos de una saga familiar matizada por la presencia escurridiza de la historia boliviana, transcurrida entre 1882 y 1951, fechas que encuadran el nacimiento y la muerte de Rómulo, personaje principal de la novela. De allí se diseminan lugares y acontecimientos en anacrónico estallido metaficcional, donde los tiempos cambian y se sobreponen, según convenga a la estructura narrativa y a la fuerza del relato. Del siglo XVI europeo, donde el narrador escarba los orígenes del protagonista, hasta inicios de la década del 2000, enraizada en las tonalidades de Colorado, Estados Unidos, la novela cuestiona abiertamente la cronología de la historia y traza la misma con un personalísimo punto de vista que representa su propia mirada hacia el pasado, como una suerte de narrativa codificada que tenemos todos que descifrar.
Munido de certeras técnicas narrativas que lo acercan de lenguajes cinematográficos y pictóricos, el autor nos obliga a ejercitar miradas transversales sobre la historia, mientras nos hace conscientes de la auto-representación formal del texto novelado y de los contextos históricos que lo tejen, a partir de espacios y voces dialécticas que terminan por echar luces sobre lo que, inicialmente, podría parecer una contradicción irresoluble. Desde Tiraque, Tarata o Cliza, sea en 1920, 1879 o 1999, el texto emprende un juego anacrónico propicio para la ubicuidad de tiempos, espacios y narrativas por las que el lector trasciende en magnífica controversia entre lo objetivo y lo subjetivo, lo singular y lo plural, lo relativo frente a la universalidad del discurso, la verdad y la historia. El lenguaje con que Ferrufino-Coqueugniot entrecruza los planos está en constante proceso de transformación, reflejando y mutando realidad y ficción mientras cuestiona los sistemas lingüísticos establecidos, mediante un discurso innovador y ameno que seduce la memoria y las posibilidades de lo estético.
Uno de los elementos esenciales que articula el texto con la metaficción historiográfica, es el magistral manejo de la voz, las voces narrativas. Si el narrador se constituye en la instancia productora del discurso narrativo, la novela hace gala de una gran polifonía que no solo transforma en problemática la veracidad de la historia, sino que cuestiona las estructuras tradicionales del discurso de la historia. Así pues, la relación que establece el narrador con el lector es irónica y profundamente autoconsciente. En ese sentido, el texto deja de ser una entidad individual para transformarse en una compilación de textualidades y voces que nos posicionan frente a la literatura como sitio privilegiado de producción semiótica.
La novela estructura un vasto diálogo entre literaturas e historias que, a tiempo de hacerlas posibles, irónicamente, las horada. Asistimos, así, a la historia boliviana de finales del siglo XIX y principios del XX, la historia contemporánea a la escritura de la novela, en Bolivia y Estados Unidos, principalmente. Siglos anteriores nos presentan personajes, tramas y escenarios diversos, aunque no dispersos. Pues la gama de voces narrativas dan cuenta de la irreductible pluralidad de los textos dentro y detrás de un texto particular. Al mismo tiempo, el juego narrativo nos seduce y nos obliga a participar de un escenario polifónico y dialógico, para utilizar términos de Julia Kristeva (1993), releyendo a Bakhtin.
Esas (inter) textualidades se funden en puntos de vista disímiles, a la vez que análogos y adquieren corporalidad a través de la figura del protagonista-narrador-escritor que juega a establecer relaciones contestatarias y de tensión entre el texto –espacio de resistencia- y sus lectores. En este proceso, el discurso narrativo consigue poner en evidencia que, tanto historia como literatura, no son más que constructos humanos, construidos a través del lenguaje y la representación de los hechos del pasado. Los intertextos de la historia y la ficción adquieren, en ese proceso, estatus paralelos en la reformulación del pasado textual del “mundo” y la literatura.
Cuando los personajes centrales de la trama –todos ellos masculinos- incorporan esos pasados intertextuales en el fluir del relato, nos encontramos ante Rómulo que observa los hechos de su entorno y, al mismo tiempo, ante Claudio que reformula los mismos eventos desde su mirada fresca, más de un siglo posterior a la del protagonista. Se elabora así un relato donde el pasado; los pasados constituyen un elemento estructural no solo de la ficción postmoderna, sino de un esfuerzo narrativo por rehacer la historicidad tanto literaria, como “mundanal.”
La historia, en efecto, se hace disponible para los lectores, escritores y/o historiadores contemporáneos, únicamente a través de un sistema de textos anteriores, todos ellos imbuidos de las huellas de autores previos, cargados de sus propias agendas ideológicas, presupuestos y prejuicios. Así, la historia que transcurre a lo largo de la novela existe como una vasta red de voces y textos subjetivos. La nueva narrativa que enarbola la historia, a través de la mirada de Rómulo y de Claudio, se constituye en una pugna renovada del autor y, en este caso, de las voces narrativas que estructuran el relato, por negociar una nueva estrategia a través de un tejido intertextual de formas y representaciones previas.
La construcción del personaje constituye otro de los elementos estratégicos de esta metaficción. Rómulo aparece como mediador entre etapas históricas disímiles pero, sobre todo, se transforma en el instrumento de representación de la historia; se transforma en el lugar (desde) donde acontece la historia. Su presencia en el texto nos permite el recurso permanente a la memoria y al intelecto; su mirada nos abre el mundo más allá de él mismo. Podemos observar, de este modo, las culturas y las historias que pueblan el universo que ha sido (re)construido por el texto. A través de los ojos de Rómulo –aunque con la voz de Claudio- escrutamos una Bolivia racista, injusta, hipócrita, donde indios y mujeres constituyen la marginalidad apaleada y abusada que nos cuesta enfrentar con la mirada inexperta del hoy.
Rómulo representa, asimismo, el movimiento cíclico de la historia; un lugar donde todo es simultáneo; donde todo vuelve una y otra vez en la reiterada alusión a hechos pero, sobre todo, en el casi obsesivo recurso formal del texto, que no tiene capítulos, ni partes, ni estructura alguna que nos permita elaborar un corte. Es como si presente y pasado, Rómulo y Claudio se hubieran hermanado definitivamente en el espacio narrativo, en una suerte de sistema de constante “renacimiento”, que se levanta una y otra vez de sus propias cenizas.
El autor que, en ocasiones es Claudio –alter ego de Rómulo-, adquiere el estatus de artefacto que dispone la estructura narrativa, la forma de la novela. Y, al hacerlo, establece una suerte de autoreflexión sobre los problemas de la representación. De la escritura de la historia, pero también de la construcción de la narrativa. Se alía con el lector y lo hace cómplice consciente de los conflictos de la escritura. La redacción del texto se transforma en un proceso altamente escrupuloso que se constituye en el elemento clave del concilio entre historia y literatura. Pero, también, funciona como instrumento de verosimilitud, antes que de verdad “objetiva” de los hechos del pasado; como constructo lingüístico que rompe, deliberadamente, con las convenciones de la forma tanto de la historia como del discurso y despliega los textos del pasado y del presente, como parte de su propia y compleja textualidad. De este modo, la novela cuestiona la noción integral del “texto” como entidad autónoma, poseedora de significado inmanente.
La metaficción historiográfica demanda del lector no solo el reconocimiento de las huellas textualizadas de la literatura y del pasado histórico, sino también la conciencia sobre lo que ha sido perpetrado, a través de la ironía y la parodia, sobre cada una de esas marcas. En ese contexto, El señor don Rómulo, como novela postmoderna, representa un reto a las formas convencionales de la ficción y la historia a través de la comprensión de su propia imposibilidad de escapar a la condición textual de ambas. Pues, presente y pasado han sido irremediablemente textualizados para nosotros –los lectores- y el juego abiertamente intertextual de la novela sirve como uno de los signos esenciales de este constructo postmoderno.
Esta suerte de subversión generalizada en la novela de Ferrufino-Coqueugniot adquiere tintes igualmente importantes en el caso de otra metaficción historiográfica: Las andariegas, de Albalucía Ángel.
A lo largo de su caracterización sobre la novela postmoderna, Linda Hutcheon afirma que uno de sus elementos más importantes lo constituye la parodia, puesto que abre el texto y cuestiona la particularidad y el centralismo del significado. En ese sentido, la novela de Ángel no pretende destruir el pasado, al ironizar la historia oficial, sino que intenta iluminarlo, mientras lo cuestiona y lo desestabiliza. Como en toda novela postmoderna, las convenciones de la ficción y de la historiografía son simultáneamente utilizadas y abusadas, instaladas y subvertidas, afirmadas y denegadas. Y la doble naturaleza (literaria/histórica) de esta parodia intertextual, constituye uno de los mayores instrumentos a través de los cuales la condición paradójica de la postmodernidad se inscribe textualmente.
Es el caso de Albalucía Ángel, escritora colombiana, cuyo proyecto narrativo en su novela Las andariegas representa una suerte de escenario épico desde el cual la narradora reclama la participación de la mujer en el curso de los diferentes episodios de la historia; la mujer que ha sido ignorada o borrada del contexto general de la cultura y la sociedad. El texto recupera los roles de la madre, la hija, la hermana, la amante, la reina, la viuda, la guerrera, la bruja, la partera… Recrea una nueva historia desde la perspectiva de la mujer, asociada a los ciclos de la tierra y la naturaleza. Siguiendo los pasos de las “andariegas”, asistimos a la historia de la humanidad, desde los eventos remotos hasta el futuro, cuando los signos de nuestro presente ya forman parte del pasado.
A lo largo de esta jornada nos convertimos en testigos de la reconstrucción de los hechos desde una perspectiva alternativa, que confronta la visión masculina del “mundo”, impuesta sobre una realidad silenciada. Son las voces femeninas que fundan un espacio donde las imágenes inauguran una memoria colectiva. El objetivo de las viajeras no es recrear un territorio específico, o imponer nuevos límites a la historia, sino reconciliar el diálogo entre las criaturas vivas y las muertas, los hombres y las mujeres, el presente y el futuro, para así destruir las fronteras tradicionales establecidas entre los “territorios” masculino y femenino.
Las andariegas es una novela que desafía los discursos dominantes del establecimiento falocéntrico, cuestionando algunos de sus supuestos fundamentales, como el sujeto, la verdad y la historia, entre otros. En su búsqueda por nuevas formas de legitimación, el texto propone lo femenino como la exploración de un espacio de alteridad cuyo elemento discursivo tiene, necesariamente, que considerar la voz de la mujer.
La empresa de reescribir la historia desde una perspectiva femenina juega alrededor de la revalorización de la categoría “mujer”. Parte de este intento articula una diferencia de la identidad de “hombre” que adquieren los textos hegemónicos y que funciona como el estándar literario e histórico dominante. Al cuestionar los conceptos y estructuras del discurso tradicional masculino, la escritura femenina se presenta como un símbolo, una estrategia de subversión. Necesita, entonces, especificar esta oposición, no solo a nivel temático, sino también en términos del lenguaje y la forma narrativa. Funciona como el único escenario donde, como diría Hélène Cixous (1993), es posible evitar la muerte del Otro. Todo el mundo sabe, explica, que existe un espacio que no está obligado a reproducir el sistema. Y ese espacio es la escritura. Si existe un más allá que puede escapar a la repetición infernal, lo hace por donde se escribe, por donde se sueña, por donde se inventa mundos nuevos.
Los elementos temáticos focales, alrededor de los cuales se ha organizado la novela, son el viaje y la reconstrucción de la historia, en busca de la recuperación de una voz femenina que podría, eventualmente, eliminar otros espacios marginales. El texto funciona como el escenario donde la dialéctica de la libertad y la represión, la historia y la ficción, se traducen en términos de oposición en contra de los patrones de la narrativa tradicional. La puntuación ha sido prácticamente eliminada; las estructuras lineales dan lugar a una narrativa circular, alterada, donde la heterogeneidad formal tiene como objeto reflejar, gráficamente, la fluidez y la incongruencia de la escritura femenina. Al mismo tiempo, la violencia ejercitada en contra de la página y de las estructuras tradicionales, le permite a la autora cuestionar la cronología de la historia oficial y reescribirla, desde estas estrategias de alteridad.
El espacio textual es compartido con una serie de dibujos que representan ciertos “momentos” en el transcurso de las viajeras, lo que parecería corroborar la tesis de Cixous, que afirma que las mujeres tienen que escribir su cuerpo a través de un lenguaje transgresor de las leyes y los códigos; que pase por encima las barreras culturales, las clases sociales y la retórica intelectual. En este sentido, la inclusión de elementos diferentes a los de la narrativa lineal y la transgresión del espacio de la página, a través de caligramas, tipifica el discurso mediante el cual las mujeres subvierten las estructuras monolíticas de la opresión patriarcal, en términos discursivos, ficcionales e históricos, que impone en todas ellas ciertos criterios específicos sobre lo que significa ser mujer, frente a estos discursos. Julia Kristeva ilumina nuestra lectura, cuando designa un modelo donde lo femenino encuentra su lugar en la significación del texto como juego, como trabajo, producción y praxis. Se refiere a la materialización lingüística del proceso de la estructuración de sentidos. Las mujeres y la puesta en práctica de su potencial creativo devienen fuerzas de un mismo proceso de desintegración de los límites de la racionalidad social dominante y su sintaxis represiva. Represora.
El ejercicio desplegado por Ángel pone en evidencia, por otro lado, que no existe una sola verdad, sino una serie de verdades. La experiencia postmoderna contribuye a esta práctica, mediante estrategias alternativas que estructuran discursos en los que, para reescribir y representar el pasado -en la ficción y en la historia- hay que abrirlo hacia el presente, para evitar que sea conclusivo. En tanto metaficción historiográfica, la novela confunde deliberadamente la noción de verificación, como problemática esencial de la historia, mientras que la ficción, por sus características más actuales y ampliamente demostrables, resultaría verdadera. Sabemos, después de Barthes y de toda la teoría postestructuralista, que ambos discursos constituyen modos de mediación del mundo con el propósito de introducir significado. Es preciso que nosotros, lectores, logremos acceder y crear las significaciones que la metaficción historiográfica se empeña en revelar, en este caso, a través de las novelas convocadas.
En ese contexto, Las andariegas nos sitúa en un escenario de intensa auto reflexión donde la dimensión consciente de la historia, evidenciada a través de una abierta intertextualidad paródica, organiza todo el texto. La veracidad de la historia se vuelve problemática y la certeza de una referencia directa se desvanece. Los pasados intertextuales, como sucedía en la novela de Ferrufino-Coqueugniot, devienen elementos estructurales de la ficción postmoderna y funcionan como la marca formal de la historicidad, tanto literaria, como del “mundo”. La parodia intertextual ofrece un sentido de presencia del pasado, pero de un pasado que solo puede ser conocido a través de sus textos, de sus huellas precedentes, sean éstas históricas o literarias. La intertextualidad reemplaza la cuestionada relación autor-texto, con un nuevo vínculo que se establece entre el lector y el texto, uno que sitúa el locus del significado textual como parte de la historia y del discurso.
Cuando el pasado se transforma en literatura, como sucede en las dos novelas que hemos revisado, entonces lo que es instalado, así como subvertido, es la noción del trabajo de arte como un constructo cerrado, autosuficiente; como un objeto autónomo que deriva su unidad a partir de las interrelaciones formales de sus partes. En este intento característico por retener una autonomía estética, mientras a la vez retorna el texto al “mundo”, la postmodernidad afirma, así como socava, esta percepción formalista de la historia y la ficción. No hay que olvidar que el “mundo” al que regresa el texto no se refiere a lo que comprendemos como “realidad ordinaria”, sino al mundo del discurso, el mundo de los textos y sus intertextos. Este mundo, como afirma Hutcheon, mantiene vínculos directos con el de la realidad empírica, pero no constituye en sí mismo esa realidad; la representación de lo real no es lo mismo que la realidad. Lo que la ficción historiográfica pone en cuestionamiento es, tanto el concepto ingenuo de la representación, como la igualmente inocente afirmación de que existe una total separación entre arte y mundo. La postmodernidad es arte autoconsciente al interior de lo que Foucault (1984) denomina como “archivo”. Y ese archivo es a la vez histórico y literario.
Lo que nos interesa destacar, una vez más, es que tanto parodia, como intertextualidad son elementos constitutivos de la novela postmoderna y funcionan como estrategias privilegiadas para cuestionar y desequilibrar la noción de un significado único, cerrado y centralizado. Las novelas que hemos visitado a lo largo de este curso constituyen dos de los muchos modelos que pueden ser abordados desde la perspectiva de la metaficción historiográfica. No para dar cuenta de una relación estable entre historia y ficción sino, por el contrario, para socavar y descentralizar toda noción fundamental en términos de lenguaje y textualidad.
El Señor Don Rómulo y Las andariegas, desde sus propias realidades y contextos pueden leerse como instrumentos no solo lingüísticos y textuales, sino sociales y políticos, que nos sirven para revisar algunas de las maneras en que pasado y presente se funden en una suerte de intertextualidad liberadora. Como lectores, ambas novelas nos exigen trascender las Historias –con mayúscula- y los Textos y nos demandan no solo el reconocimiento de las huellas textualizadas del pasado histórico y literario, sino también la responsabilidad de aceptar lo que la ironía y la intertextualidad han logrado hacer con esas huellas.
De ese modo, en tanto lectores, debemos admitir la inevitable textualidad de nuestro propio conocimiento del pasado, así como el valor y la limitación de una forma discursiva inevitable del conocimiento, situada entre presencia y ausencia, presente y pasado, historia y ficción.
Cochabamba, junio 2013
Bibliografía
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