Memoria de la Luna
Por: Kazumi Nagamoto
Hay algo de extraño cuando lees un buen libro, un libro que te llega. Es como haber hecho el amor, como haber escuchado una buena canción en la radio. El lector –ese ser despreciable que siempre pide más y más– tiene ganas de rezarle a algún dios por haber dado vida a otro dios que a su vez ha creado a otros seres. Ese segundo dios es el escritor.
Digo todo esto solo para introducir un libro que leí de un tirón pero cuyos efectos sé que me durarán años. Hablo de Tan cerca de la luna, de Brayan Mamani Magne, un escritor paceño a quien descubrí con un cuento tristísimo llamado Por el camino del trueno.
Qué gusto fue conocer a Brayan, pero me siento más alegre de haber conocido a Fernando, a Galileo y a ese escritor (el personaje del libro) tan patético, cursi y al mismo tiempo adorable.
Me acuerdo de mis años españoles cuando tenía toda la vida por delante y –aunque no me lo crea– mi cintura era una 58. Conocí a un amigo dibujante que estaba obsesionado con la luna. Me decía que, en cuanto vendiera uno de sus dibujos a algún ricacho, se compraría un boleto para la luna. Era una broma. Pero siempre que me hablaba de la luna lo hacía como un enamorado. Sus bocetos y su novela gráfica (que igual era un boceto) hablaban de eso: luna a medias, luna gorda, luna de queso, luna forever.
Con Tan cerca de la luna sentí eso. Era como si los múltiples narradores del libro fueran el fantasma de ese amigo dibujante. Tan enamorado, tan triste.
En el libro de Brayan Mamani no existen hadas madrinas ni brujas malvadas. Es un libro pa wawas, sí, pero no un libro típico de buenos sentimientos y magia y pura magia. En Tan cerca de la luna hay inocencia, niñerías y todo eso que nos hace niños y felices. Pero lo lindo del cuento es esa tristeza tácita que tiñe cada página. Como si Brayan nos estuviera diciendo que detrás de toda alegría e inocencia hay un dolor que late invisible. Fernando es un niño jodido, amo del barrio, pero no tiene papá y es triste. Galileo tiene la literatura y la luna pero no puede caminar. El escritor está irremediablemente solo pero igual se las apaña. Todos tienen colas que les pisen pero luchan por desprenderse de esa cola.
Hay un fragmento de antología:
Sentí que mi cuerpo se desprendía del mundo y aterrizaba en un lugar lejano, en un satélite blanco, infinito, vacío, desolado, un lugar en el que los dinosaurios jamás dormían y viajaban para siempre (página 174).
La historia está repleta de elementos que la hacen encomiable: lo jodido que es escribir, la música (aquí el autor se revela como un jazzero de cepa), la amistad, las relaciones de poder, el amor, la falta de amor, el deseo de éxito, un montón de temas que harán que el lector (el niño) se cuestione del porqué de ciertos clisés que manejamos, como por ejemplo las ganas innecesarias de llegar a la cima. Y como olvidar del desenlace. Al juicio de una humilde literata el desenlace de Tan cerca de la luna es uno de los mejores que he visto en los últimos tiempos. La parte de la caída (no digo más porque si no arruino el placer al lector) es simplemente sublime. Hubiera ayudado que la diagramación estuviera más pulcra pero eso no le quita lo bello a la parte de la caída. (Es necesario mencionar el esfuerzo del ilustrador por esa potencia en su dibujo a bolígrafo).
Conclusión: para los padres, compren este libro a sus hijos, no por nada ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil el año pasado. Y para los sin hijos: lean el libro, olvídense del sexo sucio de Bukowski por un cacho y báñense de buena inocencia por un fin de semana.
A mí solo me queda pendiente leer la primera novela de este joven autor (apenas tiene 25 años, que en literatura es como ser un sub 17 en fútbol) que ya viene cosechando premios importantes desde hace algunos años.
Reseñar o no reseñar, esa es la cuestión.
Fuente: http://lapalabrasucia.blogspot.com/