Artes y artilugios de un mediador
Por: Andres Laguna
¿Cómo se determina la grandeza de un escritor? ¿Por la calidad técnica de su obra? ¿Por su influencia? ¿Por su grado de innovación? ¿Por su originalidad? ¿Por los reconocimientos que ha recibido? ¿Por la envergadura de su proyecto artístico? Más o menos cualquier persona enterada de la literatura boliviana podía afirmar que Jesús Urzagasti era nuestro escritor vivo más grande e importante. Lo lamentable es que estaba lejos de ser uno de los más leídos. Las razones para ello son varias. Hasta hace relativamente poco tiempo era muy difícil encontrar sus libros, felizmente comenzaron a reeditarse bajo sellos editoriales con buena distribución. Además, creo que su obra no es muy fácil, ni la poética ni la narrativa se ajustan a lo que se nos tiene acostumbrados, no seguían los códigos ni las normas de las corrientes más en boga. Urzagasti era un narrador extraño y un poeta profundo, dudo que haya alguien capaz de hacer un buen resumen de cualquiera de sus novelas o que pueda hacer un análisis formal de sus poemas. Su literatura está llena de misterio, ese que deslumbra, que seduce, que abre caminos. Sus obras le exigen ciertos compromisos y riesgos al lector. En ellas siempre había mucho más de lo aparente.
Autor de algunos de los mejores títulos de la literatura latinoamericana, el escritor chaqueño formó un corpus literario de una asombrosa unidad estética y temática, que tiene un universo propio, en el que los límites que separan a lo rural de lo urbano, a la vida de la muerte, al pasado del presente, a la vigilia del sueño, se diluyen a través de la belleza y particularidad de su lenguaje.
Su primera novela, Tirinea, originalmente publicada en 1969, hace parte de ese pequeño canon de las “novelas fundamentales”, pero a diferencia de gran parte de libros que componen esa lista, está por méritos literarios y no por una coyuntura histórica precisa, por cuestiones extraliterarias (que también pueden ser válidas a la hora de valorar una obra). De lejos, es la que mejor ha envejecido, es la que sigue siendo más vigente, la que atraviesa el tiempo. En un texto de Urzagasti que publicamos en la desaparecida Ramona mensual, escribía: “(…) Tirinea, cuyos originales no sobrepasaron las sesenta páginas, me deparó sorpresas muy agradables con los lectores, pues sin saberlo había provocado rupturas en la narrativa de mi país, al menos eso es lo que dicen algunos críticos. Tirinea aparentemente es una voz guaraní, pero en verdad llegó en las alas de un sueño: en ese sueño los pobladores de mi aldea reciben la orden de abandonarla para buscar la tierra de promisión: Tirinea; luego de largas y fatigosas jornadas en el desierto, esos pobladores llegan a Tirinea, que no es otra cosa que la aldea que dejaron atrás con tanto fervor. Según la mitología del pueblo guaraní, Candire es la tierra sin mal; y según mi propia mitología Tirinea viene a ser una suerte de paraíso verbal; ignoro si el resultado, la obra en sí, avala esa esperanza personal” (Urzagasti 2008: 28).
Aunque no sea el autor más leído de Bolivia, siempre deja marca en los que lo experimentan, no es posible sobrevivir a su obra sin convertirse en otro, sin dejar enterrado el cadáver del que fuimos en algún lugar de esa vasta llanura, que por cuestiones prácticas, me atrevo a llamar Tirinea. Siempre se vuelve de su literatura siendo uno nuevo. Tal vez la capacidad para trasformar al lector atento es la verdadera medida de la grandeza de un autor.
Una frase de De la ventana al parque creo que es contundente a la hora de entender a Urzagasti: “La gente se ha muerto sin conocerse, y yo estoy en calidad de mediador, ya no entre ciudadanos y campesinos, sino entre muertos y vivos, ligeramente encorvado por el peso de la memoria, haciendo lo imposible por rememorar aquellas fiestas verbales que carecen de sentido en nuestros días” (URZAGASTI 1992: 86). Exactamente eso era: un mediador. Al revisar Tirinea, al leer las frases que se le atribuyen al viejo, uno de sus personajes principales, se intuye que Urzagasti fue el mediador entre el pasado, el presente y el futuro. Por esa condición conocía su destino. Su literatura tiene un poder creador tan intenso que terminó forjándolo, lo hizo ser lo que fue.
En un pasaje, el mencionado viejo dice del otro personaje de la novela: “(…) Fielkho con su relato nada enseñará a nadie por la sencilla razón de que como humano es el ser menos avanzado; ni siquiera sabe mascar bien una papa, valga como ejemplo y no como burla la acotación. Y si nada puede enseñar a sus congéneres, su manuscrito se transforma en un testimonio de su estancia en el mundo” (URZAGASTI 1969: 127). Tal vez esa es la única frase en la que no acierta del todo, pues si bien toda su obra fue un testimonio de vida, a los lectores no solamente nos enseñó algo, nos iluminó verdaderamente, nos mostró el camino de la inmortalidad (cuestión que trata puntual y brevemente en El País del Silencio), no sólo de la propia sino de la de todos los seres que hemos llegado a apreciar. Pues la obra de Urzagasti es una trascripción creativa del acto de recordar, de la memoria que tiene el poder de trascender las barreras insuperables de la vida de todo ser humano, el tiempo, el espacio, la muerte o la locura, pueden y son superadas por un escritor chaqueño, dotado de más poderes que cualquier nigromante, que cualquier hechicero. En Tirinea se lee: “(…) Fielkho tiene contacto con la vida únicamente por intermedio de la muerte y como sus ansias de vivir no disminuyen, la comunión con la muerte es parte del mecanismo que le permite vivir y se da antes, mucho antes de que lo decida el mismo Fielkho (…)” (URZAGASTI 1969: 99). Un poco más adelante: “(…) cada día que pasa en este mundo tiene certeza que él es la muerte, él y nadie más”. (URZAGASTI 1969: 99). Entonces, si es cierto eso que dicen, que Urzagasti murió el fin de semana pasado, también debe ser cierto que está tan vivo como siempre, pues, como él lo anunció: “(…) He comenzado siendo el testimonio de la vida; ahora soy su secreto, porque vivo en manos de la muerte.” (URZAGASTI 1969: 29). Es que como anota en De la ventana al parque, así como: “La muerte no había podido desvanecer ni al Tuerto Aguilera ni a Santarra. No pudo con nadie” (URZAGASTI 1992: 100). Mucho menos podrá con Jesús Urzagasti.
Su literatura tiene mucho de inquietante y misterioso, pues a pesar de ser diáfana, esconde algo que se intuye y que no se revela del todo, como en un texto místico. En algún pasaje de De la ventana al parque afirma: “Perdí todo por recordar a los muertos. Y no me arrepiento para nada” (URZAGASTI 1992: 89). Su proyecto vital fue un proyecto literario. Y viceversa. Y son tan pocos autores los que tienen una vida que está a la altura de su obra. Son tan pocos los autores que tienen una vida que trasciende la mera cotidianidad, pues la de Urzagasti transitaba diferentes terrenos que habitaban en su memoria, en su gesto literario, territorios en los que oficiaba de mediador. En el texto que publicamos, mencionado antes, escribió: “Tardé una eternidad en darme cuenta de que lo que se escribe se queda en la memoria, y lo que no, va a parar sabe Dios dónde” (URZAGASTI 2008: 9). Lo que él escribió se quedará siempre y para siempre en nuestros recuerdos. En su fundamental libro, De la Gramatologie, Jacques Derrida escribe: “La muerte por la escritura también inaugura la vida” (Derrida 1967: 183). Creo que ese gesto puede describir mucho de lo que es Urzagasti.
Como otros que han escrito textos de homenaje a Jesús, también tuve el placer de conocerlo, tengo caros recuerdos de él. Pero hoy prefiero guardarlos en la intimidad, en mi propia memoria, ser celoso de ellos, pues creo que hoy es preferible limitarse a recordar a uno de los pocos autores bolivianos que tiene una obra que trasciende cualquier contexto, que es verdaderamente universal, que nos habla del mundo, que nos propone una forma de relacionarnos con lo que está acá, pero también con lo que no está. A ese mediador, a ese hombre que estuvo parado en las fronteras de la memoria. Su obra es mayúscula, trascendental, una verdadera propuesta para pensar el existir y el ser. En Tirinea escribió: “Vivo en Bolivia, país con siete universidades, lleno de montañas y llanuras, valles y aldeas hundidas misteriosamente en lo más profundo del recuerdo. Y más seguro no puedo estar de que moriré en el continente de la Esperanza” (URZAGASTI 1969: 43). Efectivamente, lo hizo. Así como también sigue viviendo ahí. Y es allí, a la Esperanza, donde siempre nos guía.
Bibliografía
Derrida, Jacques
1967 De la Grammatologie. Les Editions de Minuit, París
URZAGASTI, Jesús
1969 Tirinea. Edición del autor, La Paz, 1996
1987 En el país del silencio. Hisbol, La Paz
1992 De la ventana al parque. Edición del autor, La Paz
2008 “Urzagasti x Urzagasti (primera parte)”. En Ramona, Cochabamba, 03/08, pp. 9-12
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Fuente: La Ramona