Limonada y penitencia
Por: Shariel Baptista
Listón de organza, abalorios azules, uñas postizas, perfume barato. Doña Ricarda Vda. de Páez descansa las rodillas sobre madera puesta frente a ella para ese fin. – Tan sucio esto, ni siquiera respetan por ser la catedral – piensa, pero su cuerpo actúa independientemente, apoya los codos debitando; tantos años de rutina todavía no le regalaron la confianza necesaria; inclina la cabeza sin dejar de escrutar alrededor con la mirada, todos se muestran en la misma posición, sin embargo ella lo sabe, en medio del silencio intimidante puede oír el rumor caliente de los chismes; junta ambas manos y las pone delante de su rostro. El sabor de la galleta siempre es el mismo, aburrido, y una vez más y como siempre, le reseca la garganta. La pesada sortija de la bola de vidrio verde, casi cuelga en su huesudo dedo, lo único que la retiene en su lugar es la rugosa piel y las venas saltonas, ella las contempla. Permanece con los ojos abiertos aún cuando sabe que todos los demás ojos están atentos a su comportamiento, fija la mirada en la persona de adelante, cráneo pelado manchas como escarchas. Se distrae. “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”, apoya firmemente un zapato en el piso para incorporarse; toma otra vez su lugar inicial, las delgadas medias de nylon dejaron marca en su piel, sacude el polvo de sus rodillas y, al tragar saliva, piensa en un vaso de limonada refrescante. Mira el reloj – este padre sí que se extiende –, aprieta los labios, tan delgados que aún pintados de carmesí apenas aparecen por la comisura de su boca. Disimuladamente se acomoda la peluca mientras piensa en las damas laicas de la primera fila, con las que otrora compartiera la banca nueva y Ave Marías con exclusividad y, aunque no se sentaba más con ellas, su actitud seguía siendo la misma, seguía siendo sorprendida, como siempre, con el cántico final, encontrándola absorta en sus propios pensamientos, incapaz desde siempre de citar el mensaje de la prédica del día; no obstante eso nunca la hizo sentir mal, pues sabía que las ataviadas damas junto a ella tampoco eran capaces de nombrar siquiera el sermón dominical, sentadas en primera fila, mirando al padre medio sonrientes y afirmando con la cabeza al cambiar el cruce de piernas de tanto en tanto. Ahora, doña Ricarda se sentaba en la tercera fila, pues le parecía que su pecado no podía ser tan terrible, ya que en la misma fila se sentaba el prefecto de las altas lomas con su camisita roja de los domingos, su alto peinado y su retocada familia, la cual sabía que todo el mundo sabía que así trataban de esconder lo que todo el mundo por demás sabía. La tercera fila no estaba tan mal. Total, ella seguía puntual en todas las misas pertinentes, seguía recibiendo la hostia sagrada y estoicamente cumplía su penitencia cada domingo, aunque después tuviera que soportar la sed cortante que bajo el sol ardiente la arrastraba a casa, caminando por no subir a un bus público, para, al llegar a casa, recibir un vaso de tentadora limonada y tal vez alguna rosa cortada del jardín. Sin quererlo había estado sonriendo más de lo públicamente permitido para la misa de once; avergonzada, aclara la garganta y se endereza en la dura banca de madera. El lugar permanece en silencio, la voz de contrabajo entrenado del padre de turno retumba en las estilizadas paredes y sus pilares. Mira nuevamente el reloj, se arrepiente enseguida al sentir su nada elegante desesperación quedar expuesta y levanta la mirada tan rápidamente que no recuerda la hora que en él había leído.
Justo cuando el estómago le empieza a reclamar por tan deprimente jornada, se oye melodioso el cántico final; aliviada coge su cartera y su saquito antiguo del asiento y se apresta a pararse. Las damas de la primera fila realizan la inspección de ausencias pecaminosas de la semana con una ágil barrida, recorriendo con la vista la iglesia de palmo a palmo; la encuentran, intercambian miradas asesinas mientras, moviendo los dedos con una sonrisa, se saludan. Doña Ricarda, deseosa de salir antes de que la ola de gente termine trayéndole a las pirañas olfateapecados a cuestionarla con la mirada y a llenarla de preguntitas tontas de vieja curiosa, se aventura a la oleada y agolpándose camina junto a la gente que a paso lento se desespera por llegar al refrescante afuera, por quitarse la máscara y dejarla esperando hasta la siguiente misa. – Gracias a Dios – piensa al ver a las encopetadas mujeres a lo lejos perderse en medio de olas coloridas. Sonríe libre, ahora podrá ir a casa a terminar con todo el sufrimiento que un domingo más tuvo que aguantar, desde el día en que su esposo muriera en la clínica del Sagrado y, agraviado desde el día del entierro en que le presentaron a un nieto de él, primogénito de una hija que él no había criado fruto de un anterior matrimonio. Desde ese día, los domingos de once a una son una tortura, que termina apresurando sus pies al saber que al llegar a casa será recibida con un beso refrescante y una limonada aventurera. Casi cincuenta años menor que ella, pero el amor no conoce edades, ni este veinteañero conoció jamás mujer más bella, y así como doña Ricarda no había conocido antes la felicidad, la congregación entera no hubiera nunca podido imaginar pecado más envidiable.
Fuente: BAPTISTA, Shariel “Confesiones de esta vida, la otra y la de más allá” Ed.Gente Común 2009