02/06/2013 por Marcelo Paz Soldan
La prohibición y la transparencia

La prohibición y la transparencia

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La prohibición y la transparencia
Por: Sebastian Antezana

Hay algo nuevo en el panorama. Se llama La región prohibida y es el primer libro de la escritora cochabambina, que hace unos años reside en España, Fabiola Morales (1978). La también cochabambina editorial Nuevo Milenio fue la encargada de publicar esta colección de relatos en mayo de 2012 y, tras su lectura, puedo decir que la decisión de incluir a Morales en su catálogo es acertada. La región prohibida es un buen conjunto de relatos y el debut promisorio de una autora que muestra en ellos una forma particular de acercarse al hecho narrativo, una lógica ficcional que a momentos llega a ser verdaderamente envolvente.
Los ocho relatos que componen la colección conforman quebradizos retratos de familia, instantáneas algo borrosas de trayectorias individuales, lejanas historias de amistad, instancias de exilio y extranjería, formas en que las personas llegan a extraviarse. Estas son historias a veces dolorosas, a veces rezumantes de calidez, a veces impregnadas de olvido en estado líquido, pese al filtro de la memoria que trata de contenerlo. El gesto común que las identifica es, quizás, la presencia pasado que determina el presente de los personajes. Y aunque este gesto en sí mismo no es necesariamente original, hay algo en estos cuentos, sobre todo en su estructura, que nos hace parar la oreja.
Morales parece intuir que la experiencia del placer implica necesariamente la experiencia de la pérdida, y que la narración de la pérdida es una importante categoría estética, por lo que propone historias en las que el extravío, el desconocimiento y la desconexión funcionan como mecanismos productores de belleza. Por La región prohibida pululan personajes como una madre que se arranca el pelo a mechones para luego comérselo; un chico hipocondríaco, hijo de un médico que lo ha abandonado, incapaz de relacionarse físicamente con el mundo; una pareja de personas mayores que mueren arrolladas por un ebrio; una mendiga alcohólica que, para pasar el tiempo, inventa historia tras historia sobre la muerte de su padre. La narración es más bien despojada, aunque no carente de ciertos coloquialismos y referencias que le dan un cariz menos desnudo, y muestra dos fijaciones evidentes: una recurrencia de la figura de los padres –y su inevitable cercanía con el trauma– y otra de la figura de la enfermedad, el desorden mental. En los ocho cuentos del libro ambas tienen un papel preponderante y se ciernen sobre los personajes con la gravitación de la Luna sobre la Tierra. Sobre algunos de estos personajes, siempre al límite de sus vidas, al borde de abandonar las páginas del libro, podría decirse lo que se dice sobre Manuel Díaz, la figura central de “Me harás una calaca”: “Hay algo en su forma de ser que me está gritando que pronto se irá, no sé cuándo, ni con quién, pero sé que sucederá”.
Los personajes de Morales dibujan claramente su postura frente a situaciones como la determinación geográfica y el hecho latinoamericano (“Vivíamos en un país mediocre, incluso para hacer revoluciones”), o el paso del tiempo y la pérdida de lo conocido (“Ya no se puede volver atrás. Gracias a Dios, ya nunca se puede volver atrás”). Estos personajes invocan “un código de honor que impide invadir ciertos espacios, denominados terreno enemigo. El área del otro. La región que nos está prohibido traspasar”. Pero, pese a la invocación, la frontera es traspasada continuamente, el territorio vedado es sistemáticamente ocupado y de esa ocupación nace el asunto de los cuentos, su particularidad. Aunque no todos los lectores opinamos igual. En su reseña a La región prohibida, el escritor Homero Carvalho indica que: “los cuentos de Fabiola son una sucesión de instantáneas de ciertas regiones que nos está prohibido traspasar porque no queremos ver ni sentir el dolor, ni la soledad de otros ni muchos menos nuestro dolor, ni nuestra soledad”. Me permito estar en desacuerdo. Creo que, en realidad, la propuesta de Morales tiene que ver con ingresar continuamente a la región prohibida y narrárnosla desde allí. Si no lo hiciera, si los cuentos se atuvieran a la norma, serían meros simulacros, ejercicios de escritura (hay que tener en cuenta que el pacto de lo literario pasa por, precisamente, atreverse a cruzar esas fronteras impuestas por la experiencia y experimentar de la forma más plena posible el dolor, la soledad y el resto del espectro emocional. La raíz de la pasión lectora se encuentra allí, en la capacidad que tiene la ficción de transformar lo sensible).
Si el estilo tiene que ver con la estetización del yo, con la sofisticación de la voz autorial, en este conjunto de cuentos parece apenas ser una entidad consciente, como si la transparencia fuera el gesto fundamental de la narrativa, una suerte de grado cero de la injerencia. Al estar exenta de juicios y veredictos, de síntesis e intervenciones, la narración reconoce que hay un área al que no se puede llegar, un espacio vedado incluso al lenguaje, un lugar ocupado por lo no dicho, lo apenas sugerido. Y, tras reconocerlo, tras poner en claro que el mundo está dividido por fronteras en apariencia inexpugnables, se dedica a traspasarlas metódicamente. Para hacerlo, los narradores de los cuentos operan de manera especial. No narran sus historias linealmente, no nos presentan relatos en que los hechos fluyen uno tras otro, sino que los construyen mediante un procedimiento de adición, mediante la suma de pequeñas anécdotas dentro de la historia, piezas de un rompecabezas que adquiere sentido en la visión de conjunto. Así, varios de los cuentos siguen una dinámica particular. Comienzan con un párrafo que anuncia, por ejemplo: “Hace un año tomé un vuelo a Ontario…” y, después, tras concluir ese párrafo, el siguiente no continúa la idea sino que comienza otra que en apariencia no tiene nada que ver con la anterior: “Hace dos años me quedé embarazada…”. No son, entonces, historias lineales las de Morales, sino historias fragmentadas que se componen anécdota a anécdota, pieza a pieza, y terminan siendo más que la suma de sus partes.
Por una necesidad estructural, la mayoría de los cuentos se narran en pasado –el mecanismo de rompecabezas, de armar las historias piezas a pieza, así lo exige– y éste es tal vez un gesto importante en un momento en que buena parte de los cuentos latinoamericanos se narran en presente. En esa línea, “Pájaros que migran hacia el este” es un punto alto del libro. Cuenta la historia de una mujer latinoamericana que vive en Europa y su separación amorosa. Es un muy lindo cuento –la valoración estética permite, creo, este adjetivo–, perfectamente construido como una regresión en el tiempo, pero que sin embargo permite ciertos vistazos del presente, incluso del futuro. Formalmente, y pese a su simpleza, se me figura como uno de los más interesantes cuentos bolivianos que he leído en el último tiempo, precisamente por el mecanismo de construcción pieza a pieza al que me acabo de referir. “Me harás una calaca” es otro buen cuento. Contado a cuatro voces, es la historia de un grupo de chicos que crecen en algún punto de Latinoamérica durante la década de los ochenta. Como en otros relatos, allí también la enfermedad es un fantasma vívido, el vaticinio de una desaparición inevitable que desestabiliza la historia y prolonga el drama, y ante la que ni el nacimiento de hijos ni los viajes a Europa logran concretarse como válvulas de escape. La sofisticación formal aquí es explícita, y las distintas voces narrativas operan en diferentes líneas temporales para contar lo que aparenta ser una sola historia pero terminan siendo cuatro o cinco. El cuento “Imágenes al atardecer” es otro buen momento del libro, es la historia de los fracasos amorosos, sociales, individuales, de una mujer que no puede quitarse de la cabeza la imagen de un hombre que llora bajo la ducha. Me gustaría mencionar especialmente una escena pequeñita pero muy bien escrita de este relato, que quizás no tiene mucho que ver con la trama, pero que es una muestra en pequeñito de lo que Morales puede hacer: la escena en la que dos viejos, el abuelo y la abuela, hablan de amor, de matrimonio y de ilusiones rotas con su nieta pequeña.
Por otra parte, hay algunas instancias de La región prohibida en que los cuentos quieren ser más tradicionales, a la manera del relato finalizado en una vuelta de tuerca o de un thriller psicológico, y estos son momentos en que el libro cojea ligeramente, en que la escritura pierde su carácter transparente, en que, paradójicamente, pese a los efectos que crea, no se atreve a cruzar la línea tras la que empieza la prohibición (pienso en los cuentos “¿Sabes quién soy?” y “A dos pasos del infierno”). Morales es mucho más solvente cuando mantiene esa forma de estructurar y narrar los relatos tan suya (la de la composición pieza a pieza), que en algunas instancias funciona marcadamente bien (pienso en “Pájaros que migran hacia el este”, “Orejas de liebre”, “Avenida Oeste 348”, “Imágenes al atardecer”). Por suerte, entre aceptar la prohibición y la trasparencia, en la mayoría de los cuentos Morales elige la transparencia –que implica el incumplimiento de la prohibición– y por lo tanto el libro convence.
Para terminar una nota aparte. En Bolivia se suele protestar porque no se tiene una oferta literaria variada, porque nuestras novelas y libros de cuento muchas veces son mediocres, inconsistentes o poco rigurosos, pero cuando se tiene a disposición el debut de un autor nuevo –que ciertamente vale la pena– no siempre se acude a él. A esta extraña ceguera selectiva –y al relativamente menor alcance, poca promoción y reducida capacidad de distribución de nuestras editoriales– se debe que libros como La región prohibida no sean más leídos y comentados. Esto hay que cambiarlo. Cuando lo valen, debemos promocionar más y mejor a nuestros escritores. Pero, sobre todo, debemos leerlos.
Fuente: Oxigeno Bolivia