El suplicio del oso bipolar (Mencion de Honor Premio Nacional de cuento Franz Tamayo 2010)
Por: Gabriel Enrique Entwistle
Sus palabras me mastican. Estiro los brazos desahogándome del vesicante velo matinal escarchado de lagañas. Hago lo posible por sentarme en la cama. Desayuno los momentos que me dieron felicidad junto a ella; se arrancan, como nosotros a los niños, sepultados en memorias, jugando a ser cazadores de mariposas, hambreo. “<
En la mesita de la cocina sorbo un café amargo, hirviente. Me retracto. Ilusión óptica: el agua esta tibia. Olvidamos comprar azúcar, no es la primera vez que sucede. No importa. ¿Hace cuanto que no hacemos el amor? El tiempo intercoitico – ¿Existirá ese término? Si no, debo patentarlo – se dilata a medida que nuestra relación [de] crece. Ansío poseer – me gusta como suena – a cada mujer que conozco. En parte es culpa del libro de Bukowski que me regaló para mi cumpleaños la semana pasada.
¿Que pasó con esas tardes cadenciosas, moderadamente dulces, en las que ambos nos tendíamos sobre la cama deshecha, comiendo galletas – desnudos -, a veces soltando un risa graciosamente compartida por la molestia de quitarnos el uno al otro esas migas que migran a lugares insospechados del cuerpo, con la televisión encendida – lo que pasaran era lo de menos – , y nuestros pulmones no se resentían si los cigarrillos habían sido bien conversados? Creo que hemos agotado todos nuestros recursos conversacionales, afectivos, linguisticos, anecdotarios y, también, puntos de vista. Anoche, antes de que fuese a dormir – yo no, últimamente tengo insomnio -, puse un disco y le dije, sin filtrar nimiedades:
– Morrissey es un genio –
Prefirió reservar su opinión o fingió que estaba absorta, redescubriendo algo en esa edición deshecha, leída y releída de la Rolling Stone. Me acerqué a la ventana del living. Solo en esa porción viviseccionada de la tierra, licuadora histórica de pecados coloniales, puede granizar en verano. Esto es por el clima esquizofrenante, de pretensión tropical, que excava el temor a depresiones pluviales, esa soledad micótica: un gato angora anidado en la garganta; granizo que humedece, traza y realza un sendero perfecto hacia la remodelación espiritual en manos de guantes psiquiátricos, agujas hipodérmicas y psicotrópicos cronometrados: ciudad superpoblada de almas prematuramente ancianas que dactilografían con minuciosidad sus dominicales crucigramas con pulso arrítmico, senil, impotente, anacrónico, moribundo.
– Va a llover, comenté.
– No creo.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué qué?
– Nada.
– ¿Cómo anda?
– Nada. No importa.
– Bah.
Resta poco para el amanecer. Ella sigue durmiendo. La bruma y la algidez aún persisten. Acompaño la borra del café con un puñado de analgésicos. “Querida Natalia”, apunto en la libretita de recados, “extrañaré sinceramente inundarme en tu caballo, aquel bosque encantado”, como tantas otras cosas. <<¡Qué insincer[d]o de mierda!>>, exclamarás con justeza al leer esta nota. Remplacé los narcóticos por la sagrada merienda proveniente de tu cráneo abierto, como un asceta Aghori. Casi cesé de mirar pornografía. Ahora, cuando lo hago, me masturbo con rapidez. Dejé de fornicar astralmente con mis antiguas novias. Develaste mi sabiduría de solapas y contratapas. Transformarte este niño de treinta años, en una palabra”.
“Sin embargo”, continúo, “se nos escabullen eternamente caricias y conceptos. Mi boca es un útero desdentado, incapaz de dialogar. Si creyese en alguna deidad, oraría: <<¡Oh, Magnánimo Antropólogo, depila nuestro vocabulario. Tómanos mitografías con tu cámara de gas!>>. Ambos requerimos de Otras voces, otros ámbitos. Nos evitaré complicaciones. Me marcho antes del alba (te enviaré por correo final de este mensaje)”.
“Querida Natalia, corrí en pánico bajo la lluvia, como un ladrón cocainómano siendo perseguido. Te dejé un obsequio sobre la mesa de la cocina. Es un collar Kula confeccionado con mi dentadura. Empléalo como amuleto de fertilidad, para él bebe que deseas. En veinte minutos el auto bus partirá. Tuve que prestarme dinero para el viaje (aquel que guardas en una gaveta de la cocina). Lo devolveré pronto, mediante un giro. ¿Hay algo más ambiguo que el futuro? Eventualmente, quizá, dejaré de ser pedante y aburrido, como las ciencias sociales. Y tú no serás ya celosamente acosadora, como el Santo Oficio. O, lo que es más probable, te sobrepondrás pronto a esta despedida abrupta. En unas semanas te reirás de mis arranques maniaco – depresivos. Seré únicamente un poema escrito por tu pluma, un mito, un frasco añejo encima de una repisa, una palabra, una lectura muerta, una letra. [En ocasiones] tuyo, Roberto.
Sentado, en una banca al interior de la estación, tan fría como intemperie, garabateo – al final de la nota – un oso de peluche inerte, en la horca. Bajo este trazo una fogata, le agrego una lengua sobresalida y algunas gotas de sudor a la altura de la frente. Al pie del dibujo, anoto: El suplicio del oso bipolar. Sintiéndome un poco avergonzado por lo obtuso de la imagen y su leyenda – aunque también por la misiva como tal –, arrugo el papel y lo desecho. Le escribiré después, me digo sin convicción. Al cruzar el portal del andén estiro el boleto al guardia, sin hablarle. Está envuelto en una bufanda. La mitad de un cigarrillo arde entre los dedos de su mano que cuelga flácida, para así espantar el hedor concentrado a orina del andén, imagino. Me retorna el pasaje de inmediato. Ingreso. Soy el único pasajero sin equipaje.
Fuente: “El Germán Beltrán” XXXV Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo. La Paz 2010