Notas a la poesía de María Virginia Estenssoro
Por: Eduardo Mitre
Autora de Memorias de Villa Rosa (1976), libro de cuentos digno de ser considerado un clásico de la literatura hispanoamericana, María Virginia Estenssoro practicó asimismo la poesía: Ego inútil (1971) recoge selectivamente sus composiciones en un arco cronológico que va de 1921 a 1970. Pese a esa amplitud, el breve libro no alcanza la treintena de poemas, incluidos los dos primeros cuya autoría, según Estenssoro, corresponde a sus hijos Guido e Irene. En la misma nota preliminar que acompaña la selección, la autora manifiesta su desdén por sus propios poemas, calificándolos (o descalificándolos) como “fárrago de absurdos”. La razón de esa autocrítica nos la ofrece pocas líneas después: “Nada vale esta colección, pues el ego de María Virginia Estenssoro fue, hasta los 50 años, egoísta, parasitario, indiferente a los grandes problemas de los humanos, y los resultados no podían ser sino éstos que están a la muestra, limitados y estériles”. Es al margen de esta severa autodenegación que van estas notas sobre un puñado de poemas de un conjunto adscrito en su mayor parte al modernismo decimonónico.
El carácter subjetivo, egotista, por el cual objeta sus poemas (meros “paisajes interiores”, según ella) es desmentido por el primero del libro: “El mirador”, el cual proyecta una mirada al mundo exterior, urbano. En un lenguaje regido por un espíritu lúdico y un tono irónico, a la manera de Hilda Mundy, Estenssoro escribe Desde acá, la ciudad se ve como una ciudad de juguetería, pasa la gente, muñequeríaseda y estopa; hay soldaditos de plomo y marineros turquí que enamoran los Kiss Me. En las calles, coches, coches llevados por los fantoches. Arlequines de monóculos conducen automóviles soberbios que relucen.
Esta acuarela guiñolesca de la ciudad es una excepción en el breve libro. La experiencia predominante de la urbe en Estenssoro se corresponde con la de su modelo más claro: Gregorio Reynolds, a quien dedica un poema en el cual, con maestría, imita el ritmo, las imágenes y otros rasgos como la enumeración de personajes bíblicos y políticos que distinguen al autor de Horas turbias.
“En la telefónica”, otro poema notable en el conjunto, escrito en San Paulo, inscribe los signos de la modernidad como la cabina de teléfono, escenario sonoro y visual de los dramas de las personas que hablan en ella. Así, la poeta pasante no es sólo una voyeuse o fisgona sino una oyente o lissener: En las cabinas de teléfono entran y salen mensajes: Amor, dolor, dinero, viajes. Las casillas de madera son jaulas de palomas mensajeras. Es más: la cabina es un escenario de transfiguraciones de acuerdo al diálogo o las conversaciones sostenidas entre los interlocutores: En la cabina próxima, tras el vidrio indiscreto, una niña con ojos de ángel que tiene boca de tigre, es una figura asiria, mitad monstruo, mitad querubín forjada por el hombre a quien dice ´aló’ En las líneas iniciales del mismo poema alternan los signos tradicionales con los de una modernidad naciente: “Tumulto de la ciudad vertical: / El Cadillac y el caballejo / del lechero viejo; / el pregón de maní / el tranvía que pasa”; instantáneas verbales que nos recuerdan o remiten a la misma convergencia que se da en el poema de Reynolds dedicado a la ciudad de La Paz: “templos, cinemas, ricos automóviles, bestias de carga miserables”. Con todo, el poema más intenso y sombrío de estas estampas urbanas es “Las calles”, en el cual un vocabulario patológico figura la ciudad como un espacio de la alienación y del vicio. Baste una estrofa del poema para ilustrar esta otra afinidad entre la visión de ambos: Sinuosas, serpenteantes, tortuosas como sierpes tornasol van las calles ondulantes hasta el mar. Y se ahogan en la arena, sus pupilas de batracio, sus ojeras de penumbra,y sus muecas de alcohol. La tercera y última parte del poemario es la que, según la autora, expresa su “auténtico sentido vital… Es el sentido humano que me conduce a toda raza, a toda ideología, a todo clamor para ayudarlos a su más libre expresión”. Estas palabras y los títulos de los poemas (“Madame Lumumba”, “Yo también tuve un hijo preso”) explicitan de entrada ese compromiso social de la palabra poética con la historia y la acción política.
Entre esas composiciones, destaco “Confiteor Deo”, mea culpa de la autora, acto de contrición por una doble falta: una, digamos estética, por su ceguera o insensibilidad hacia la belleza dramática del paisaje natal; y la segunda, de orden ético, social, por “haber dormido entre edredones, / sin importarme el desgraciado pongo / acostado a las puertas de la calle”; es decir, por la falta de una solidaridad hacia los oprimidos y por una arrogancia de clase.
Pero, en mi opinión, el aporte mayor y, en verdad, original, de Estenssoro a la poesía boliviana radica en “El occiso”, primer texto del libro homónimo publicado en 1937, el cual comprende otras dos narraciones: “El cascote” y “El hijo que nunca fue”, conformando así un tríptico (1). Similitudes entre los tres textos: los títulos de signo descendente y, sobre todo, una escritura en tercera persona. Diferencias: “El Cascote” y “El hijo que nunca fue” tienen una trama acorde con el cuento, la narrativa, en tanto que “El occiso” (sea prosa poética, poema narrativo o poema en prosa) comporta más bien una trama metafísica, ontológica, por así decirlo. De ahí el vocabulario filosófico, abstracto, que en gran parte lo distingue. Este rasgo y su estructura hecha de líneas o versos cortos y breves, tejida a la manera de los versículos bíblicos, hacen de este texto un preludio o antecedente de la poesía de Jaime Saenz, tanto de la escritura expansiva de El escalpelo como de la concentrada de Recorrer esta distancia.
Un par de líneas, suerte de oxímoron formidable, cifra el primer movimiento del poema en prosa de Estenssoro: Despertó muerto. Estaba muerto sin voz, sin movimiento, sin vista, sin calor. Terrible amanecer del sujeto a su nuevo estado, en el cual la conciencia angustiosa, hipertrofiada, es cárcel e instrumento de tortura, causando, borgeanamente, un terror a la inmortalidad. Sin embargo, como si el oxímoron rigiera el movimiento del poema, el occiso experimenta un cambio de la inmovilidad inicial al desplazamiento vertiginoso: Galopó sobre el Tiempo y bebió la Distancia.Fue más allá de lo Eterno y Absoluto.Y el pensamiento se le quebró de espanto, se le trizó de miedo.Poco más luego, se ve nuevamente confinado en el ataúd, en el cual vuelve a sentir el terror de estar y verse interminablemente muerto. Y es entonces cuando el suplicio y la agonía se acrecientan en la contemplación indefensa, inmóvil, del implacable y atroz proceso de descomposición del propio cuerpo. La frase “Eran los gusanos” inicia, como una fúnebre letanía, los cuatro versos o versículos siguientes. En ellos, lo abominable y lo macabro se expresan con una crudeza rotunda como posteriormente lo hará la poesía de Edmundo Camargo.
Sin embargo, el poema da una nueva vuelta de tuerca, un cambio radical que va de la desesperación al júbilo, del extremo dolor al intenso placer de la cópula y su culminación: “El último gusano… el último gusano… debía ser de luz, de una luz verde… Y el grito del occiso al terminar fue un grito de espasmo, una convulsión de placer. Fue como la postrera eyaculación”. De este modo, Eros y Thanatos, antes que principios antinómicos, serían complementarios. El final del primer movimiento no podía ser más exultante: “Y el occiso, todo espíritu, se bañaba en luz”. Disolución, pues, o mejor fusión del sujeto en el gran Todo.
Sin embargo, apenas iniciada la segunda parte, otro giro: el retorno del sujeto a los despojos de su cuerpo ya devastado por la labor de los gusanos: “Era un esqueleto pelado, mondo, extendido en la cripta húmeda, sin un rezago de carne”. Desencarnado, el sujeto deviene un espectro, errante, por un espacio ignoto, amenazador, como si asistiera a una visión apocalíptica: “Países de alas de murciélagos donde pájaros de largos picos duros y animales montaraces dormían pesados sueños seculares” Pasaje por un paisaje que bien puede evocarnos ciertos fragmentos de Los cantos de Maldoror de Lautreamont.
A la densidad o pesadez material del pasaje citado, le sigue otro en el que la única realidad es la incorpórea e ingrávida de la música, “una música melódica, con modulaciones de infinita suavidad, una música que no tenía arpegios ni acordes, ni armonía”. Es decir, se trataría, para emplear el oxímoron de San Juan de la Cruz, de una “música callada”, acorde con un movimiento ascendente y místico. Sin embargo, cabe apuntar que tal música proviene justamente de las criaturas monstruosas mencionadas líneas arriba. De modo que ella propiciaría una fusión del todo más allá de las distinciones éticas entre el bien y el mal. Disolución, pues, de la identidad en la materia primigenia, la cual, en el tercer y último movimiento no es sino agua y ruido.
Presente al inicio como en el desarrollo del texto, el oxímoron elabora asimismo el desenlace en el cual el vacío y la plenitud, la nada y el ser, el principio y el fin, se entrelazan: “el vacío no se hinchaba de nociones, de ideas, de conceptos, de retazos de fuerza; sino que estaba combado en una preñez gigante, de siglos de agua y de ruido”. ¿Contienen estas líneas un anuncio de un nuevo Génesis o de un Apocalipsis? Ni lo uno ni lo otro, pues ambos son dialécticamente complementarios.
En esa dimensión cosmogónica, el poema en prosa de Estenssoro tiene su correlato objetivo, o mejor, poético, en De el mar y la ceniza y La danza de Yolanda Bedregal, y en el tríptico sobre los ángeles de Del tiempo de la muerte de Edmundo Camargo. Los tres poetas marcan momentos álgidos de la poesía metafísica en Bolivia.
(1) Para un estudio de la narrativa de María Virginia Estenssoro, y concretamente de los tres relatos de El occiso, ver los ensayos de Alba María Paz Soldán, “La femme fatale: María Virginia Estenssoro”, en Hacia una historia critica de la literatura en Bolivia Tomo II (la Paz: PIEB, 2003). Asimismo, los ensayos de Ana Rebeca Prada “Nuestra caníbal” versión en PDF, y los trabajos anteriores de Cecilia Olivares y de Virginia Aylllón incluidos en Diálogos y escritura de mujeres. Memoria (La Paz: editorial Sierpe, 1999). En el mismo volumen, mi ensayo: “María Virginia Estenssoro: La canción de la distancia”.
Fuente: Tendencias/La Razón