Las revoluciones de Carlos Fuentes
Por Edmundo Paz Soldán
Carlos Fuentes, decía José Donoso, “había leído todas las novelas y visto todos los cuadros, todas las películas en todas las capitales del mundo… asumía con desenfado su papel de individuo e intelectual, uniendo lo político con lo social y lo estético”. Todo el enorme capital simbólico del escritor mexicano le serviría para convertirse en pieza fundamental de dos revoluciones literarias en el siglo XX: por un lado, la mexicana, contribuyendo decisivamente, en la década del 50, a que su búsqueda de la esencia de la mexicanidad tuviera un tono más cosmopolita; por otro, la latinoamericana, ayudando a internacionalizarla, gracias a novelas formalmente arriesgadas, de ambiciosa pirotecnia lingüística.
Fuentes encarnó al escritor como conciencia de su país, presencia incansable en la esfera pública. Hacia los 90, ese modelo mostraba su desgaste, y las nuevas generaciones lo rechazaron. En cuanto a su escritura, el lenguaje abarcador de las primeras novelas -el mejor ejemplo es La región más transparente (1958), capaz de capturar los ritmos de la calle, tanto como los de los salones del poder político y económico- se fue haciendo cada vez más retórico: Fuentes buscó instalar el mito en la historia, pero a medida que pasaban los años y aparecían nuevos libros, el mito parecía importar más.
Nos queda el gesto de un escritor que nunca quiso ver a España y América Latina como entidades separadas, que a través del concepto del “territorio de la mancha” buscó articular su espacio compartido. Y sobre todo, nos quedan algunos clásicos de la literatura en castellano del siglo XX: Cantar de ciegos, un libro de cuentos perturbador; Aura, una nouvelle fantástica perfecta; La muerte de Artemio Cruz, una novela capaz de mirar con lucidez un trauma nacional -y a la vez convertirlo en parte amarga de un destino manifiesto. A estos títulos otros podrán añadir Cambio de piel, Terra Nostra o Las buenas conciencias…
Fuente: La Tercera