05/08/2012 por Marcelo Paz Soldan
La función del lector

La función del lector


La función del lector
Por: Sebastián Antezana

Si encontráramos una forma de leer en su complejidad la narrativa actual que se produce en el país, si pudiéramos idear un método que logre englobar ese haz de individualidades que son las ficciones de los escritores bolivianos contemporáneos y pudiéramos leerlas de forma conjunta, nos encontraríamos sin duda con un muy extraño aparato. Para responder la temible pregunta –obligada, para todo crítico, ya sea académico, periodístico, bloguero u otro– de cómo leer la actual narrativa nacional, es necesario, primero, definir más o menos qué es la actual narrativa nacional o, por lo menos, por dónde se mueve.
Este gesto, por otra parte, cercano al del historiador y al del bibliotecario, encierra ya una primera trampa. Eso porque ¿hay, acaso, en nuestro horizonte crítico, más allá de dos o tres líneas más o menos establecidas, parámetros claros respecto a la lectura de narrativa boliviana? ¿Existe, en realidad, algo parecido a un horizonte crítico, conformado por el establecimiento de nuestras formas particulares de acercarnos a la narrativa? ¿Existe realmente, y a fin de cuentas, la crítica literaria en nuestro país, como un ejercicio sistemático y riguroso? La respuesta es no y parte del problema, según creo ver, se debe a que dentro del muy reducido círculo de quienes practican la lectura y su puesta en crisis en Bolivia los estudios literarios y la profesionalización, la perspectiva académica en general –pese a estadísticamente haber crecido y a atraer más gente en los últimos años–, parecen estar de capa caída.
Tomemos como ejemplo el caso de la prensa escrita. En los periódicos, revistas digitales y espacios virtuales dedicados al estudio, crítica y promoción de formas como el cine, el arte contemporáneo y la literatura, pese a se encuentran muy honrosas excepciones, cada vez parecería haber menos comentaristas especializados, cada vez parecería ganar terreno una opinión genérica y desapasionada, descriptiva –en el peor estilo– y conformista, que se queda en la superficie de las cosas y comienza a expandirse, como un tibio protoplasma cuya función parecería ser la de uniformizar los matices. Creo que, en estos casos –que muchas veces, es cierto, se deben a las características del formato en que se inscriben–, una dosis de especialización sería lo adecuado. Y con dosis de especialización, me refiero, por supuesto, a una dosis de rigor, a un mínimo de exigencia formal y temática, a cierta complejidad que se asuma como requerimiento básico de las lecturas que se hacen de los distintos discursos artísticos. Es claro, por otra parte, que la academia no tiene todas las respuestas y que no está libre de falta, pero también lo es que para alguien que se dedique a escribir en la prensa y en otros medios sobre temas como el literario, el cinematográfico y otros similares, cierta familiaridad con la historia de esos discursos, la historia de su crítica y de los puentes que establecen entre sí y con otras formas del quehacer artístico, es poco menos que un requisito mínimo. Y, hay que decirlo, quizás esto sea especialmente importante en momentos como éste, en que desde distintos lugares de poder se ha venido cuestionando el valor de ciertos textos literarios considerados canónicos e incluso la validez de los propios estudios académicos.
La especialización y la profesionalización en un área determinada convierten a la persona que se dedica a escribir y reflexionar sobre ella en alguien mucho más capaz de hacerlo, en alguien mucho más hábil e incisivo y, por consiguiente, en un opinador mucho más interesante, en alguien capaz de proponer nuevas formas de ver las cosas, de ofrecer puntos de vista novedosos e informados que colaboren a complejizar la tarea de leer una novela o entender una película o apreciar una obra de arte. Mientras mayor sea el conocimiento y la capacidad de reproducirlo y personalizarlo, mayores serán las ganancias.
Lamentablemente, como dije antes, en la prensa nacional –y también en los medios digitales del país– parece haber una peligrosa tendencia hacia la desprofesionalización, hacia la uniformidad y la tibieza. Así, tenemos periodistas políticos que súbitamente escriben sobre teatro, columnistas deportivos que hacen de críticos de cine y reseñistas de sociales que hacen comentarios literarios. Esto puede verse de dos formas. De acuerdo a la primera, se trata de un gesto notable, de un ademán meritorio de quienes, sin necesidad de hacerlo, se interesan en escribir sobre temas artísticos y culturales por vocación, porque sienten que éstas son áreas dejadas de lado y que merecen no serlo. De acuerdo a esta primera forma de ver la situación, es absolutamente positivo que un especialista en política, por decir algo, se meta de pronto en áreas como la artística, porque aquello muestra un espíritu emprendedor, un afán de pluralismo, un evidente deseo de corregir el desbalance que existe entre una y otra. En esta línea, todo esfuerzo que vaya en pro de la difusión del quehacer cultural es loable y digno de aplauso. Y, en cierto sentido, realmente lo es. Pero, además, es un gesto que cubre una carencia verdaderamente lamentable. De acuerdo a la segunda manera de ver el panorama, el que un comentador de economía se meta sorpresivamente al campo literario, por ejemplo, se debe a un pobre manejo editorial y gerencial de los medios en que trabaja, a la falta de criterios periodísticos coherentes, a la mediocridad generalizada de los formatos escritos y al motivo, llano e indiscutible, de que simplemente no hay gente suficiente que se dedique a esa tarea. Pero también se debe a una segunda razón. No puedo menos que atribuir a un prejuicio generalizado el hecho de que, comúnmente, el difuso campo de las expresiones artísticas y sus productos concretos suelen verse con menos rigor, menos seriedad y más laxitud en Bolivia –y la gran mayoría de los países del mundo– que disciplinas como el ejercicio político –ese deporte nacional por excelencia–, la actividad económica e incluso el deporte y la religión. Por lo general, tenemos la creencia de que, cuando se trata de arte –y quizás más aún cuando se trata de literatura, ese discurso absolutamente menor que no le genera a nadie ningún rédito económico– cualquier aproximación a ella es válida y, por consiguiente, cualquiera que se dedique a hablar de ella, sea quien sea, puede hacerlo sin mayor problema porque, al fin y al cabo, la literatura no es un asunto complejo o de gravedad, es algo menor y a veces incomprensible que está a años luz dela sobredosis de violencia política que se exhibe diariamente en el espectáculo de la prensa nacional.
Al respecto, refiriéndose a la literatura, el crítico y escritor peruano Gustavo Faverón indicaba hace algunas semanas en su blog personal: “Un crítico es un lector especializado. ¿Puede ser su opinión más solvente y acaso también más atendible que la de un lector común? Esa pregunta siempre es difícil de responder, no porque no haya una respuesta evidente, sino porque siempre parece sonar ofensiva para quienes no quieren atender razones. La respuesta es sí. No aceptar que un crítico competente sabe más de literatura que un lector común, es como no aceptar que un buen cirujano sabe más de medicina que sus pacientes legos. El argumento en contra suele resumirse en una sola frase, el lugar común más descabellado de la lengua española: “sobre gustos y colores no han escrito los autores” (…) Esto, claro, no es equivalente a proponer la tiranía del crítico: yo siempre tengo derecho a ir donde un segundo médico y consultar otra vez. La opinión de un segundo experto no puede sino ensanchar mi propia idea sobre un asunto. Y si se trata de literatura, siempre hay un último doctor que consultar: el libro mismo (…) Si, como dije, un crítico es un lector especializado, también es verdad que todo lector puede ser un crítico, si acepta que para hacerlo debe seguir leyendo”.

Creo que la posibilidad de generar verdaderas líneas críticas en la prensa y los medios digitales, y de fomentar la especialización de nuestros lectores y nuestros opinadores es un camino adecuado, perfectamente realizable y capaz de subir los estándares de nuestro consumo de literatura, de otras artes y de nuestras formas de relacionarnos con la historia y la historia crítica de esos discursos. Esta es una forma factible de subir los estándares de nuestros columnistas, de la prensa escrita y los medios electrónicos en general. Cuando el crítico y teorista Terry Eagleton dice que el posmodernismo tiene tanto de radical como de conservador no se equivoca. El inglés afirma que “es un sorprendente rasgo de las sociedades capitalistas avanzadas que sean a la vez libertarias y autoritarias, hedonistas y represivas, múltiples y monolíticas”. ¿Qué hacer, entonces, con este panorama? Creo que la clave está en el lector, es necesario que el lector ejerza la totalidad de sus funciones. Frente a la extendida abulia de nuestros días, ¿qué hacer sino volverse radical? Frente a la línea uniformizante de la prensa respecto al arte y la literatura hay que imponer la marca registrada de la pregunta y las segundas lecturas. Respondamos a los medios, escribámosles, hagámosles saber nuestras opiniones, nuestras ópticas divergentes. Es necesario establecer a la duda como bandera, es necesario cuestionar las concepciones de nuestros medios escritos, de prensa o digitales, es necesario exigirles profundidad y visión histórica en sus análisis, en sus opiniones, es necesario demandar profesionalismo a la hora de encarar la complejísima y polisémica experiencia del arte, para poder así llegar a tener una mejor, más variada y más compleja experiencia lectora. Es necesario cuestionar y llegar más allá porque, sino, ¿quiénes se quedarán como nuestros referentes? Esta es una pregunta que deberíamos hacernos siempre: ¿quiénes son hoy nuestros opinadores sobre literatura, sobre arte? ¿Quiénes son nuestros periodistas, nuestros columnistas, nuestros editores, nuestros líderes de opinión en esos campos? Y, por consiguiente, ¿quiénes son nuestros catedráticos, nuestros rectores universitarios, nuestros directores? ¿Quiénes son nuestros encargados de bibliotecas, de cinematecas, de teatros municipales, de museos nacionales? ¿Quiénes son nuestros ministros de cultura? Esa es la función del lector, la de la exigencia, la de la demanda, la del cuestionamiento y la duda.
El crítico literario inglés James Wood indica que “las novelas tienden a fracasar no cuando los personajes no son lo bastante vivos o profundos, sino cuando la novela no ha conseguido enseñarnos a adaptarnos a sus convenciones, ni ha conseguido despertar un hambre específica por sus propias características, su propio nivel de realidad”. Podríamos pensar otro tanto de los medios escritos que lidian con la literatura y otras formas artísticas. Cuando no logran despertar en su público ese hambre vital para continuar el ejercicio de escritura y lectura, podemos decir de ellos que son un fracaso.
Fuente: Oxígeno Bolivia