Valorando el libro impreso Permanencia
Por: Claudio Ferrufino-Coqueuniot
(El sociólogo Claudio Ferrufino-Coqueugniot reivindica el valor del soporte impreso en las obras literarias y en todo trabajo que merezca estar encuadernado. El autor del artículo asegura que un libro lleva en sí un halo que excede las abstractas líneas de la pantalla de la computadora, así se trate del mismo tema).
Tamerlane and Other Poems, firmado por ‘a Bostonian’, seudónimo que ocultaba a Edgar Allan Poe, folleto con poemas primerizos del autor, es una pieza literaria rarísima. Creo que se conoce la existencia de 12 copias, cada una de las cuales alcanza un precio entre 800.000 y un millón de dólares.
Y así se teje una historia de textos, por lo general primeras ediciones o autógrafos, con un amplio mercado y mayor reverencia. Leer Tamerlane hoy en una publicación en línea no tendría el efecto de aquellas amarillentas páginas de 1827. No es que el fetiche sustituya al arte, pero el libro impreso, como un palacio, un cuadro, un edificio, una mesa o un par de zapatos, es obra humana con volumen y superficie.
Sugieren que no pesa deshacerse de los libros, que las bibliotecas -asumo- son como mujeres pasajeras que dejan memoria de aroma y nada más. No estoy de acuerdo. He abandonado también bibliotecas por doquier, pero cada vez que puedo, en esos largos viajes que semejan cada uno ser último, abro las cajas donde duermen las páginas del ayer, y acaricio los lomos que a pesar de estar encerrados se empolvaron. Hurgar entre estas hileras de pasado tiene algo de rito. Soplar el polvo de las hendiduras, abrir la primera página, leer los nombres y las fechas que se anotaron allí: Cochabamba, Córdoba, Buenos Aires, Lima, Arequipa, Montreal, La Baie, París, Lodève, Castellón de la Plana, Valencia, Madrid, Washington D.C., New York, Los Ángeles, San Francisco, Denver, Aurora, Puebla, Ciudad de México… cada instersticio donde se ha puesto no sólo el pie sino el alma. El rey de la máscara de oro, de Marcel Schwob, en Valencia, a orillas del Mediterráneo, cuando los pescadores de la Federación Anarquista Ibérica nos llenan bolsas con sardinas; Champavert-Cuentos inmorales, de Petrus Borel, robado en una librería de viejo en Buenos Aires; caminábamos, Juan Pablo Amusquívar y yo, por Constitución, entre apuestos muchachos gay; El Concilio de amor, de Oskar Panizza, que obtuve de los estantes de la Fédération Anarchiste Française, en París, cerca de la Place de la Republique, mientras Leo Ferré escurría su testa canosa entre los libros y conversaba con los activistas de entonces. Era el tiempo de la Internacional y París se llenó de solidaridad y belleza. El libro de Panizza vino conmigo hasta Nanteuil, donde Francesca (de la universidad de Brescia) se hundió en el Metro para no regresar jamás.
Esa fraternidad de la que hablo, de hombre y libro acompañados en un tiempo y un espacio precisos, contando uno con otro, no se reemplaza por las letras que carga una máquina maravillosa, con fotografías y textos. Una laptop con su magia -no soy ludita- permitirá el acceso a un gran espacio de conocimiento y necesidad de forma rápida, pero jamás podrá hacerme sentir, como en La Paz -hacía frío en La Paz de 1980-, el peso en el bolsillo de la chamarra de El club de los suicidas -Robert Louis Stevenson- y leerlo en el interminable viaje de Patacamaya a Tambo Quemado, hacia Chile, junto a Omar, mientras en la capital de Bolivia los puercos se refocilaban en el palacio presidencial, y mis amigos sufrían tortura con mangueras de agua helada en algún lugar del centro.
El libro impreso, incluso aquél copiado en impresora desde el computador, y luego encuadernado, lleva en sí un halo que excede las abstractas líneas de la pantalla, así se trate del mismo tema. No es lo mismo la carne y el hueso, el vello y el sudor de una amante en vivo que deleitarse con las hermosas reinas del porno, Janine Lindemulder de las de ayer, Austin Kincaid de hoy, Linda Lovelace de la prehistoria, en planas superficies, inodoras, imposibles, de un ecran de quince pulgadas. Porque un libro es como un sexo, o más aún como una relación que proviene de la intimidad de secretos. Víctor Hugo para mí, Los Miserables de manera particular, significan, aparte de la literatura, el sol de la tarde en Cochabamba; yo tirado sobre la cama de mi hermano Armando siguiendo ávido las desventuras del convicto de Tolón. Ciudad tomada, de Víctor Serge, me trae mi casa de Brandywine St., en Tenleytown cubierta de hojas rojas y amarillas. Los jinetes bashkires de Serge, hasta el maniático Trotski, tienen en mi recuerdo sabor de leche de chocolate, entre añejos arces y patio cubierto de maleza… un pato mallard, de cabeza verde, nadaba ajeno a la intemperancia.
Cuando entro a casa, hay tres mil historias esperándome. Libros en la cocina y el comedor, entre los discos y alguna alargada escultura indonesia. Las cartas de Van Gogh; Arthur Koestler en la repisa del baño.
¿Solo yo en medio de ellos? Si de pronto, ya que nieva, alterno con los piratas de Defoe, en medio de asoleadas arenas y sangre hervida.
¿Olvidado? No menos que el poeta Jaime Gil de Biedma, que Leopoldo María Panero. Deambulo por los extremos de mi biblioteca, de mi librería debiera decir. Recuerdo los libros que no están: El mundo de ayer, de Stefan Zweig, Trilce de Vallejo. Vago por los senderos de lo conocido y lo por ver.
Las paredes de estos pasadizos son sólidas, palpables; si me choco me raspo la piel. Nunca tecnología alguna podrá borrar la adustez del libro de Merejkovski sobre Leonardo, edición del cuarentaitantos, ni ninguna mostrarme el descascaramiento paulatino de mi primera edición de In Darkest Africa (Henry Morton Stanley, 1881). En la cama le leía, a cierta mujer que en España hubo sus raíces, pasajes de Cendrars, hundidos ambos bajo una piel de oso negro, el aire irisado de sexo mientras por la ventana la Cruz del Sur hablaba de gauchos escribientes, de luces malas y cangrejales.
Fuente. El Deber. Brújula.