El Almacén
Por: Marcelo Nasra
Era un viernes por la tarde en el mes de abril. El viento regaba las veredas con las hojas secas de los árboles y se podía observar la puesta del sol a través de las hendijas que representan las calles laterales a la Avenida Iriarte. En aquella tarde, Pedro había decidido ir a la fiambrería que queda sobre dicha avenida, justo a mitad de cuadra entre Santa Magdalena y Salom.
Cuando estaba cruzando la calle un automovilista imprudente, sin ningún respeto a las canas ni a las leyes de tránsito, pasó a un costado de Pedro a toda velocidad. El viejo alzó su puño y blandiéndolo, maldijo a la madre del conductor y por la vehemencia con que lo hizo, probablemente alcanzó a sacudir a medio árbol genealógico.
Pedro era un viejo vecino del barrio, quien a pesar de su proverbial malhumor, siempre había sido apreciado por sus vecinos hasta que la expansión urbana y la modernización de las costumbres y valores, deshicieron los lazos vecinales, dejando a casi todos en el anonimato. Siempre degustaba toda clase de fiambres y aquella tarde deseaba prepararse unos ricos sandwiches de jamón serrano y queso porque eran una de sus mayores debilidades.
Llegó hasta la fiambrería y notó que estaba atestado de clientes porque era fin de semana; muchos aprovechan el viernes para hacer compras e irse el sábado bien temprano a las afueras de la ciudad, a disfrutar un poco de la naturaleza, para regresar indefectiblemente el domingo por la noche. Resignado, se dispuso a esperar.
—Buenas tardes, señora —dijo el dueño a la mujer que tenía un pulóver lila y había llegado un rato antes.
Luego de esperar un buen rato, no pudo dominar la impaciencia:
—Discúlpeme, ¿tiene jamón serrano?
El vendedor ni siquiera se molestó en responderle y continuó atendiendo a la señora del pulóver lila.
Después de la señora le seguía un pibe de remera rayada y finalmente, le correspondía el turno a él. Pero Pedro era un hombre demasiado temperamental para discernir en un momento como ese qué era lo más conveniente.
Totalmente indignado se fue de la fiambrería sin comprar nada. Salió del negocio fuera de sí y se dirigió hasta la otra esquina determinado a comprar jamón y queso en cualquier otra parte.
—Pedro, Pedro —escuchó el disgustado vecino.
Se dio vuelta y por la calle Santa Magdalena venía el Tano Lombardi.
Pedro se alegró de verlo después de mucho tiempo. Los dos se saludaron y entonces le comentó al Tano lo que le había ocurrido minutos antes en la fiambrería de la Avenida Iriarte.
Lombardi estaba enterado de la mala predisposición que tenía aquel pibe y por eso ya tampoco volvía a aquel lugar:
—Si no saben cuidar a la clientela que se embromen ¿no cierto? —dijo el Tano.
Pedro asintió inmediatamente.
Luego de la aprobación, el Tano le sugirió comprar en el almacén que quedaba a la vuelta de la otra esquina. Era un negocio ubicado justo a lado de la nueva casa de electrodomésticos de la esquina. Cruzando la calle.
Pedro agradeció el consejo del vecino y amigablemente se despidió. Cruzó la calle y se detuvo un momento debajo de la marquesina del flamante negocio. Observó los nuevos equipos musicales, los reproductores de video para los televisores y recordó los momentos de su infancia en la antigua casa paterna, donde se peleaban para ver los pocos canales de televisión en emisiones en blanco y negro. Pensó en pasar al negocio a averiguar por un reproductor portátil de música para su nietito, pero cambió de opinión; volvería a comienzos del mes siguiente, cuando ya hubiese cobrado la jubilación.
Continuó caminado hasta el almacén que le había sugerido Lombardi. Observó con sumo agrado la vidriera lustrosa, cuidadosamente decorada con una sobriedad que denotaba tradicionalismo.
Cuando atravesó el umbral, el aroma inconfundible de los pickles, hizo que respirara profundamente y, entrecerrando los ojos, se sintió profundamente complacido. Tanto que casi ya se había olvidado del disgusto en el otro negocio.
Detrás del mostrador, el almacenero con una sonrisa amable estaba terminando de atender a un señor que había comprado un par de salchichones Primavera y media horma de queso de rallar.
Miró su reloj y eran casi las siete.
—Por suerte, hay un solo cliente —pensó aliviado. Ya estaban por atenderlo.
En la espera, miró las cajas metálicas de galletitas surtidas con el vidrio redondo en el medio. En eso, lo distrajo el aroma penetrante de las aceitunas verdes que el vendedor le estaba entregando al cliente. Pensó en comprar un poco de aceitunas, pero negras; para acompañar el vermouth en la picada del domingo.
—¿Señor? —dijo el dueño con una sonrisa.
Pedro se aproximó al mostrador mientras veía cómo el cliente que lo precedía se retiraba satisfecho.
Entonces cuando observó a los jamones colgados alineados de una viga, le pidió al almacenero que le bajara uno. El aroma le despertó el apetito. Luego le preguntó si tenía aceitunas negras y queso.
—Acá tenemos todo lo que la clientela pide —respondió el simpático vendedor.
Pedro compró aceitunas negras, jamón serrano, queso de máquina y dos botellas de vermouth. Cuando se retiraba satisfecho, sintió necesidad de confesarle que el haber comprado allí no había sido su primera opción:
—¿Sabe qué? —comentó Pedro—. Yo pensaba comprar en la fiambrería de enfrente. Pero el tipo que atiende ahí no sabe cuidar a los clientes. Me despreció y yo eso no lo perdono. Nunca más le piso el boliche.
El dueño del almacén se rió y luego dijo:
—No se haga problema. Acá siempre va a ser bienvenido, señor.
—De ahora en más empiezo a comprar acá. A lo del estúpido aquel, no voy más —continuó el despechado.
—Pero cálmese, amigo —le aconsejó el viejo almacenero—. No sea tan duro con aquel muchacho.
—¿Cómo no voy a ser duro si es un maleducado que les falta el respeto a los clientes? —replicó Pedro, encolerizado.
—Bueno, es que allí sólo atienden a cierto tipo de clientes —explicó el almacenero.
—¿Ah, sí? ¿A cuáles?
—A los vivos.
Fuente: Ecdótica