Indagando en La máquina de Aqueronte
Por: Darwin Pinto Cascán
Antes que nada quiero dejar en claro que esto es sólo ficción. La Máquina de Aqueronte es una máquina construida para la venganza, para el oprobio y la destrucción absoluta de una poderosa y desgraciada estirpe, de una familia de la que el creador de tan formidable aparato forma parte. O tal vez no.
Aqueronte tiene la misma deformidad en el físico, que la que llegan a tener los Drake en el alma. Y es tan feo, proscrito, bastardo, ex caníbal y noble, que llegado el momento, no le alcanza el corazón para echar a andar su venganza. Pero no basta solo una simple voluntad para detener lo que está escrito. Y en alguna parte en el fondo de la tierra o en la cúpula celeste del cielo, está escrito que la máquina debe marchar y estragar el tiempo y acabar con los Drake y con Sabayón para siempre.
Sabayón es un caserío, es un pueblo y una ciudad, es una llanura tapiada con concreto para borrar hasta el menor de sus recuerdos, es una selva que crece delante de los ojos de la única sobreviviente de su holocausto particular. Y es una metrópoli moderna, de edificios de vidrio y discotecas y semáforos que aún alcanzan a ver los anacrónicos fantasmas de Bayard Drake y John Hart antes de desaparecer para siempre. El uno con su uniforme confederado y el otro con su vestuario de pirata, ya no pertenecen a este tiempo de teléfonos celulares y vidrieras iluminadas de neón con bikinis de muchachas en oferta. Deben irse.
Sabayón es Santa Rosa del Sara, el pueblo del norte cruceño en el que crecí jugando pelota descalzo sobre los caminos de tierra por donde pasaban los camiones que venían de monte adentro cargados de petróleo y de madera. Es el lugar en donde salía a vender empanadas y tenía que esconderme de puro cojudo detrás de árboles o postes de electricidad para que las chicas que me gustaban, no me vean. No sé ni para qué me escondía si total, jamás me veían. Un pueblo en el que la santa patrona tenía la fama de ser vengativa. Si, por ejemplo, un hacendado no permitía a los peones ir a su fiesta patronal cada 30 de agosto… Y era cosa de temer la virgen: tenía fama de haber incendiado sembrados, echado a perder cosechas y hasta de haber vuelto esteril a gallinas, vacas y cualquier animal de crianza en represalia contra los hombres de poca fe que habitaban esa república del tamarindo. Hasta se decía que una vez, en viva presencia azotó a un tipo por blasfemo, pero siempre creí (y creo) que ese es apenas un rumor sin mucho fundamento…
Santa Rosa era un pueblo en el que por las noches aparecía un tipo ahorcado, colgado del viejo bibosi a la entrada del cementerio a una cuadra de mi casa; un lugar en el que la viudita sexy y enlutada perdía en el monte a los borrachos más irresponsables y galantes; en el que el duende simbaba las crines de los caballos y de los choclos en los sembrados de maíz y encantaba a los niños y se los llevaba para siempre a la selva si no eran bautizados. Por miedo a ese tipo permití que me bauticen a los 11 años, y no di la primera comunión porque la chica que me gustaba no valía el tener que pasar un mes aprendiendo de memoria todo el catecismo. Tengo una memoria tan inservible que si llego a la vejez, estimo que seré feliz sin recuerdos ni remordimientos.
En Santa Rosa no pasaba nada más. Por eso tuve que, primero, consolarme por las noches con la música que llegaba en onda corta a mi radio a pilas desde la antena remota de Radio Francia Internacional, o desde la Deutsche Welle, La voz de Alemania… y luego debí abrazarme a la literatura para que el aburrimiento y la soledad no me consumieran la vida.
A los demás de mi generación, aquello, el miedo a la soledad y el hastío, no les importaba, por eso creo que eran felices. Ahora, según lo poco que sé de mis amigos de entonces, de mis compañeros de escuela y de los partidos de fútbol en la calle donde aún retumban los putazos de doña Olimpia: unos están en España y otros, presos. Incluso hubo uno que se mató de un tiro en la plaza Blacutt de Santa Cruz. Tipos intensos todos estos santarroseños, siempre viviendo al filo de algo desconocido pero definitivo.
Tan no pasaba nada, que una noche que escuché por la radio una entrevista a Augusto Roa Bastos, entonces reciente premio Cervantes de Literatura y catedrático en Toulouse, me largué a llorar porque me daba cuenta que, como dice mi amigo Claudio Ferrufino Couquegniot, yo me encontraba en un obligado culo del mundo. 11 años después me tocó entrevistarlo a Roa Bastos en su casa de Asunción, y el hombre que vi entonces no era aquel que yo había oído por la radio algunos años atrás desde mi casa de tablas en Santa Rosa. Aquella vez él era un hombre en la cúspide de su fama viviendo en Francia y yo un muchacho anónimo habitando un pueblito de 3.000 habitantes. Pero cuando lo vi en su casa, yo de 21 años, con el hambre necesaria como para creer que podía comerme el mundo, mientras él, de 83 años, caminaba lento, con la camisa abierta a la altura del vientre abultado y hablaba como si estuviera pidiendo permiso… Entonces fue la primera vez que tuve la certeza de que el tiempo podía ser demasiado terrible. Por eso se me ocurrió la idea de darle a Aqueronte el deforme noble, una maquinita que descarrile al tiempo. Por eso escribí este libro. Por la misma razón no he vuelto a Santa Rosa. La última vez que fui, ya no era la que yo recordaba. La máquina que fabrica el tiempo le había caído encima y la había despedazado. Ya tenía losetas y la lluvia había perdido su poder de levantar desde la tierra el olor feliz de los tamarindos.
Sabayón es hijo del desamor. Es hijo de Antanas Drake, El Viejo, pobre hombre de corazón roto que de día fue el dueño del mundo y de noche apenas un pobre diablo que lloraba hasta el amanecer por la mujer que le puso los cuernos con otro. Y ese otro no era cualquier otro, cuando lean el libro, sabrán quién es. Sus hijos, los de Antanas, los legítimos, los bastardos y los sobrenaturales, son la sangre, la daga y el agua que hace crecer a Sabañón. Son los que la destruyen y la vuelven a construir. Casi todos ellos tendrán vidas intensas, pero el corazón vacío, habitado en el peor de los casos por un alacrán negro. El precio por haber nacido en un hogar sin amor, será el vivir sin amor, sacrificarlo casi todo por casi nada y en muchos casos, el morir violentamente para ser olvidados al día siguiente. Ser dueños de todo, pero ser nada.
Por eso, para terminar, cuando el lector tenga este libro en las manos y se encuentre con estas historias de traiciones, lealtades fraternas a pruebas de balas, de desamores, de golpes de Estado, de revoluciones y de guerras internacionales, le pido que pare un poco, que respire, que levante los ojos, que deje el libro y salga para buscar el amor, y si ya lo tiene, que lo conserve… No se trata de una moraleja, pero en serio: se pueden pasar muchas vidas sin encontrar a una persona que lo ame en serio aunque sea un ratito.
El orgullo, la búsqueda del poder y del dinero, eso sólo nos llevará a la tumba y es mi deseo que los Drake sólo se queden en este libro, ya que sobre ellos no actuó nunca la mano de Dios, pero sobre todos ustedes, sí.
Fuente: Darwin Pinto