12/26/2007 por Marcelo Paz Soldan
Un relato sobre la vida en Rusia de principios de S. XX

Un relato sobre la vida en Rusia de principios de S. XX

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Moscú y la Revolución
Por Javier Claure C. *

Dicen que siempre me encantaba la música. Cuando tenía dos años, mi padre solía venir a mi cuarto y tocaba su violín para que yo quedase dormida. Me fascinaba mucho las melodías que salían de ese armonioso instrumento. Y me cuentan que solía levantar la cabeza, con los ojos bien abiertos, para escuchar la música. Mi padre estaba convencido de que la música sería mi destino. Pero la música no jugó un papel importante en mi vida. A mí más bien me fascinaba el ballet.
Recuerdo muy bien, que una vez estaba de pie, en mi cama, mirando a la pared del frente, donde se mostraba una escena de mucha gente y unas bellas damas bailando ballet. Me gustó mucho esa película y creo que desde entonces empezó mi interés por el ballet.
De niña era tranquila y no me importaba jugar sola. Dicen que era muy sensible y que me impresionaba mucho el sufrimiento de otras personas. Mis padres solían llevarme a pasear por los bellos bulevares y parques de Moscú. Yo tendría unos nueve años en ese entonces. Un cierto día, por casualidad, entramos a una iglesia y vi un crucifijo con un hombre clavado. Me entró mucha curiosidad y pregunté quién era ese hombre con clavos en los pies y las manos. Una persona que estaba a mi lado me contestó: “Jesús, el hijo de Dios”. Y que lo habían crucificado porque otra gente odiaba lo que él predicaba y, además, no creían que era el hijo de Dios. Todo eso me causó pánico y me puse a llorar. Cuando llegamos a casa, mis padres estaban afligidos porque me sentía muy triste. Me llevaron a la cama y me leían cuentos de hadas. Así quede dormida.
Mi padre era checoslovaco de nacionalidad. Había llegado a Rusia en 1892 y tenía algunas dificultades porque era católico. Se conoció con mi madre, Elena Alexándrovna, y más tarde decidieron casarse. De esa manera obtuvo el permiso de residencia. Mi madre, costurera de profesión, nunca quería hablar de su familia, hasta que un día descubrí que mi abuelo, Michail Alexándrovna, fue echado de su familia porque decidió casarse con mi abuela, una mujer que no pertenecía a la aristocracia. Mi familia me contaba que mi abuelo materno era un gran violinista y pertenecía a la orquesta filarmónica del Teatro de Bolshoi. Murió en 1876 a consecuencia de una pulmonía y después de algunos años mi abuela también murió.
Mi madre se crío, entonces, con una familia de comerciantes ricos. En Rusia era una costumbre que la gente de dinero se hiciese cargo de ciertos niños huérfanos. Se les inculcaba a adquirir una educación decente. A los niños se les enseñaba un oficio y a las mujeres a encontrar un buen marido.
Yo tuve una educación muy estricta. Mi madre siempre insistía que la frase “debo hacer” debería formar parte de mi vida. Por eso aprendí muy temprano a no decir “no puedo”. Estaba convencida de que podía hacer todo lo que me proponía. A veces pienso en el pasado, y me sorprendo enormemente de esa forma de pensar. Cuando me hacía algún daño no lloraba por mí misma. Trataba de no preocupar a nadie y mi frase favorita era: “No es nada. En cualquier caso, todo se pasará cuando me case”.
Ni siquiera lloraba por el dolor físico. Una vez cuando estabamos subiendo una montaña, me tropecé y caí unos dos metros abajo. Me hice una herida en la rodilla y no lloré. Siempre pensé que podía aguantar el dolor físico, pero no así los problemas emocionales y el sufrimiento de otras personas. Lloraba por el dolor ajeno.
Cuando tenía unos diez años, decidí hacer algo para ayudar a mi familia. Junté todos mis juguetes y muñecas en una pequeña maleta vieja; y me marché a uno de los mercados de Moscú. Toda la gente me miraba un poco extraño, creían que estaba jugando porque gritaba ofreciendo mi mercancía. Finalmente, logré vender todas esas cosas y creí que me habían pagado bien, pero cuando llegué a casa, mis padres me dijeron que era poco dinero lo que llevaba. De todas maneras, fue una pequeña ayuda de mi parte.
Uno de mis pasatiempos en esa época era robar manzanas del jardín de un vecino. El señor Sergey Sokolov era rico y se había casado cuatro veces. Dicen que tenía 15 hijos. Su casa era un palacio y su jardín lleno de árboles frutales. Mi amiga, Svetlana, se subía a un árbol de manzanas y desde arriba empezaba a llover manzanas, mientras que yo recibía las frutas haciendo una canasta con mi mandil. Una de esas ocasiones, de pronto apareció un hombre alto con un cinto en la mano. Estaba convencida que nos iba a pegar con ese látigo. Le grité a Svetlana para que corriéramos, pero una fuerza extraña se apoderó de mi y quedé quieta. Ahí estaba yo como una estatua con todas las manzanas en mi mandil. El hombre alto era el portero del señor Sokolov y nos advirtió que no volviéramos a trepar al árbol. Después de unos minutos vino Svetlana para recogerme, pero yo seguía en un estado de shock. Hasta que finalmente me acompañó hasta mi casa. Fue una aventura que siempre me acuerdo.
En 1914 pasamos el verano en un lugar llamado Gilindzik a las afueras del Caucasus. Un cierto día se realizaba un concierto en el parque y ahí me puse a bailar ballet. Mi madre me contó que ese día, mientras yo bailaba, una señora se puso a conversar con ella y le comentaba que tenía mucho talento y que debería ir a una academia. Era la señora Madame Devellieré, célebre bailarina de ballet del teatro de Moscú. Aparentemente, los comentarios de la famosa dama causó mucha impresión a mi madre y, por esa razón, empecé en la academia de ballet.
Con el transcurso del tiempo Moscú se iba convirtiendo en algo insoportable. Las noches eran muy tétricas y siempre me daba miedo.
A mediados del año 1916, existían disturbios violentos contra los extranjeros, y eso era un peligro para mi padre porque era considerado como tal. Tenía el pelo oscuro y fácilmente podían confundirlo como judío.
Tres a cuatro veces por semana venían soldados a inspeccionar nuestra casa. Sospechaban que ocultábamos a personas buscadas. Nunca tocaban el timbre. Golpeaban la puerta con la culata de los fusiles y si no se abría rápido, no dudaban en echarla abajo. Yo solía abrir la puerta cada vez que los soldados se hacían presentes en nuestra casa. Mi madre lo decidió así, porque sabía que un soldado ruso jamás podía hacer daño a una niña. Era bien amable y les hacía entrar a los soldados diciéndoles que mi hermana mayor tenía fiebre tifoidea. Era una mentira, por supuesto, para que tuvieran compasión de nosotros. Abrían rápidamente los roperos y luego se marchaban. Nunca nos paso algo malo en esas batidas. Teníamos, seguramente, un ángel de la guarda que nos protegía.
Las condiciones sanitarias de nuestra casa eran muy malas. De alguna manera nos habían invadido piojos y ratones que saltaban por todas partes. Mi madre trataba de combatirlos con agua caliente, pero fracasó.
Ese mismo año, fuimos a visitarle a una tía que vivía en Bogorodskoe, una aldea a unos 200 kilómetros de Moscú. Mis padres tenían una casa de campo allí. Una noche me desperté a causa de tremendos ruidos afuera. Me asomé a la ventana y vi que algunas de las casas, a nuestro alrededor, ardían en llamas. Unos hombres andaban buscando extranjeros, especialmente alemanes y judíos. Por suerte teníamos una empleada en la casa, cuyo nombre era Valentina. Una buena mujer rusa. Ella defendió nuestras vidas esa noche. Salió al balcón con un ícono en la mano y su novio que pertenecía a ejercito ruso. Les gritaba a los malhechores que mi madre era rusa y mi padre checoslovaco. Y que, además, éramos cristianos grecos-ortodoxos. De esa manera nos dejaron libres, pero la atmósfera en Bogorodskoe era muy hostil y decidimos volver a Moscú. Nos fuimos en tren, pero apenas arribamos a destino, nos dimos cuenta que la situación estaba peor. Habían quemando casas y negocios que pertenecían a extranjeros.
Un día paseando por Moscú, anunciaban que el camarada Vladimir Lenin iba a dar un discurso. Yo tenía 13 años, y no entendía muy bien el por qué de tanto desorden social. A pesar de esta falta de conocimiento fui a escuchar las palabras de Lenin. Cuando lo vi, me impresionó bastante aquel hombre pequeño que hablaba con una voz delgada. Decía las cosas con gran seguridad, pero me molestaba cuando hablaba caminando de un lado para otro, con una mano en el bolsillo y con la otra gesticulando.
La vida se iba haciendo difícil; hasta que finalmente, en 1917, estalló la Revolución durante el gobierno de Kerensky. Por aquel entonces, estudiaba en el colegio “Winkler” de Moscú. Un colegio de elite para extranjeros.
Había un caos tremendo en Moscú durante los años de la Revolución. La comida y medicamentos escaseaban. Para comprar un pedazo de pan, o cualquier cosa, había que hacer cola. Cada persona llevaba un número en la espalda y realmente era asombrosa la paciencia de los moscovitas. Alguna gente estaba parada hasta dos días y el pan que se recibía no era de buena calidad.
Los depósitos de trigo y centeno fueron incendiados. Vi cómo esas reservas de alimentos se convirtieron en llamas de fuego. Existía mucha hambre en el pueblo y era muy difícil obtener alimentos. Mis padres tuvieron que vender sus joyas y otras cosas de valor para conseguir comida.
Hacía un frío tremendo y para mantener caliente nuestro departamento tuvimos que quemar, en la estufa hecha por mi padre, algunos muebles de madera.
Mi madre confeccionaba ropa para vender y mi padre viajaba al campo para hacer trueque con los campesinos. A veces retornaba con alimentos, pero otras veces con las manos vacías. Era una situación insoportable y uno tenía que hacer lo imposible para comer. En la casa de un vecino, en Sheremetevo, solíamos plantar patatas y verduras. Así pudimos saciar el hambre por momentos, pero no era suficiente. Se notaba hambre en todas partes. Un día fuimos al mercado a comprar y, de pronto, mi madre exclamó: “Ahora vamos a cocinar una comida rica” y compró carne. Llegamos a casa y preparó la comida, pero notábamos que la carne tenía un olor y sabor raro. Nos sentíamos mal después del almuerzo. Al día siguiente, nos enteramos que alguien estaba vendiendo carne humana. A las afueras de Moscú, en Lubyanka, un campamento que pertenecía a los revolucionarios, se llevaba a cabo la ejecución de prisioneros. Alguien robó un cadáver allí y lo vendió en el mercado como filetes.
Ocurrió algo muy extraño cuando mi padre se encontraba de visita en Sheremetevo. Uno de los vecinos, que era revolucionario, fue asesinado y se armó un gran escándalo. Hicieron una investigación y mi padre, junto a otras personas, fueron a parar a la cárcel en Moscú. La esposa del difunto llegó hasta la cárcel para identificar al asesino, ya que supuestamente ella lo había visto correr. Cuando vio a mi padre, insistió que era él el que saltó la verja y salió corriendo después de que su marido fuera asesinado. Era, naturalmente, una situación terrible para mi padre y toda la familia. Pero afortunadamente, el médico forense señaló que mi padre tenía una rodilla mala que no la podía doblar. Y, por lo tanto, no era el asesino.
Gracias a ese veredicto salió de la prisión. Mi madre solía decir: “si no sabemos la razón del porque, pues Dios lo sabe”. Y eso es muy cierto, mi padre tuvo un accidente en su vida, le quedó mala la rodilla y eso lo salvó.
Una de las escenas de la Revolución que más me impactó, fue la pelea entre un monarca y un revolucionario. Los dos luchaban, frente a frente, sentados en caballos y con sables. Nunca pude olvidar aquel terrible cuadro cuando uno de ellos cortó la cabeza del otro con el sable.
* Esta historia fue contada por una persona que nació en Moscú a principios del siglo pasado. Su hija, una viejecita rusa cultísima que era mi vecina, me deleitaba con sus charlas, historias y anécdotas. Ella me entregó diez hojas que su mamá había escrito en inglés. Hojas ilegibles, ajadas, amarillentas por el tiempo y manchadas con café. El relato que leen arriba, es lo que pude rescatar de ese testimonio. Hoy ella y su madre descansan bajo el cielo de Moscú.