La vocación de César Brie o regando emociones
Por: Ricardo Bajo H.
La vocación (autobiografía de un actor) de César Brie es una declaración de amor. Amor al teatro, principalmente. Pero también a la vida (esa que pasa sin darnos cuenta), a los amores tatuados en el corazón, a los recuerdos imborrables de la infancia y la adolescencia, a la “mesa de sus ausentes”, a esos viejos sitios donde se ama la vida, a “esas cosas simples que quedan oliendo en el corazón” como canta la gran Chavela Vargas.
El libro de Brie (Plural editores, 2007), que recorre los veinte primeros años de su vida desde 1954 a 1974, es un homenaje a la pasión vital de este actor y director teatral argentino asentado en Bolivia y fundador del Teatro de los Andes. “Me volví un actor para poder hablarle a las mujeres. Aún hoy tiemblo pero al menos ellas no se dan cuenta. Al fin y al cabo el teatro sirvió para eso: para disimular un temblor. (…) Comencé a ser actor para poder hablarle a las mujeres y terminé renunciando a cualquiera de ellas que se interpusiera entre el teatro y yo”, confiesa Brie de salida.
La vocación, escrita con un estilo desenfadado y ligero, también es un ajuste de cuentas particular e intransferible del propio autor, una confesión de “pecados” (y no me refiero a los capitales), una especie de exorcismo de aventuras teatrales y vitales pasadas, particularmente con su primer grupo teatral y su padre-fundador, Comuna Baires, “esa antesala de la liberación del hombre a través del arte, alternativa a la familia, sí, pero con almuerzo dominical en la casa de los viejos, las ideas son sagradas pero los tallarines con tuco son eternos”. Para no dejar que la historia del teatro la escriban únicamente los historiadores, bajo la premisa de “mentiría si callara”, encendiendo su farol. Pidiendo dos cosas a los que ahora lo siguen (“unos creen en mi, otros se decepcionan y siguen su camino”): a los primeros, “antes de hacerles daño, perdónenme” y a los segundos, “sólo puedo desearles que no se acostumbren, que sigan pensando como adolescentes”. Sinceridad y honestidad brutal.
La autobiografía de Brie también se puede leer (y de esta manera se convierte en un libro imprescindible para los amantes y los enamorados de ese viejo oficio que nunca muere, el teatro, indoblegable ante la tecnología pasajera, la celeridad de nuestros mundos y la frivolidad reinante) como una declaración de principios: “con el teatro buscábamos la diferencia. No para separarnos de los demás, sino para gritar que era lícito ser otro, algo más humano, algo más sincero…”. “Para ser verdaderos hay que sentir de verdad, creer que todo era real. Nunca entendí por qué el público y los actores deben creer que no es teatro, el teatro que ven y hacen. Es teatro y es real. Es mentira y es verdad. ¿Qué tiene de malo?”. “El público no es tonto y casi siempre reacciona frente a la sinceridad con conmoción. Siempre y cuando haya belleza en la forma que asume la sinceridad”. O “el pudor es una llave maestra para abrir puertas a lo honesto y lo sincero y evitar que la escena se inunde del recurso más barato y fácil del actor: el exhibicionismo. Si estar desnudos en la escena fuera en sí un acto de sinceridad, los más honestos serían los actores pornográficos. Pero existe una diferencia entre timidez y pudor. Hay que vencer la timidez conservando el pudor”. Y el último: “voy a hacer llorar a todos, quiero conmover, quiero hacer reir, quiero hacer pensar, voy a hacer el teatro más bello del mundo. Voy a regar belleza, emociones”.
La vocación es también una particular historia, una de miles, de los tiempos más oscuros de la Argentina, la de los años sesenta y setenta, la de las torturas y desapariciones, “un país violento, destrozado por odios, donde la costumbre de los fuertes ha sido ensañarse con los débiles”. Cada artista dicen que escribe su propia autobiografía. Aquí está la de César Brie.
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Fuente: Ecdótica