Ionesco y los rinocerontes
Por: Pedro Shimose
Acaba de conmemorarse el centenario del nacimiento de Eugène Ionesco (Slatina, Rumania, 26/11/1909–París, 24/03/1994), escritor francés de origen rumano. Autor teatral, ensayista, novelista, cuentista, guionista, articulista y memorialista. Con Arthur Adamov y Samuel Beckett renovó la escena francesa al instaurar el denominado Teatro del Absurdo (Ionesco prefería llamarlo Teatro de la Irrisión, o sea, una especie de teatro burlesco y provocador, mezcla de circo, cine mudo, ballet, guiñol, farsa grotesca y pantomima). Herederos del legado dadaísta y surrealista, llevaron a su máxima expresión la transgresión lingüística iniciada por Apollinaire, el lenguaje ilógico de la libre asociación de ideas freudiano, el humor ‘patafísico’ de Alfred Jarry, el teatro de la crueldad de Artaud y las obsesiones de Gógol y Kafka.
En la ciudad de Tupiza (1957) me enteré de la existencia de Ionesco. Fue Liber Forti, fundador del grupo de teatro Nuevos Horizontes, el primero en dar a conocer el Teatro del Absurdo (y de otros tantos teatros) en Bolivia; después, sería el polifacético Jorge Rózsa, artista húngaro que revolucionó la escena teatral y la pintura en Santa Cruz de la Sierra, en la década de los 60, quien divulgaría por esas tierras la obra de Beckett e Ionesco. El Teatro Experimental Universitario de la UMSA/La Paz escenificó varias piezas del Teatro del Absurdo, entre 1960 y 1964. De esto saben mucho Jaime Virreira, Humberto Vacaflor, Raúl Rivadeneira y Armando Villafuerte. El escritor y periodista Rivadeneira –actual director de la Academia Boliviana de la Lengua– escribió un libro sobre la historia del TEU y su gesta cultural. Años después, en 1970, el español Trino Martínez Trives (+), traductor de Ionesco, nos instruyó aún más sobre el Teatro del Absurdo, durante su breve residencia en Bolivia.
Tres generaciones de parisinos le han tributado –a Ionesco– el mayor homenaje que puede concedérsele a un dramaturgo. Han pasado más de 50 años del estreno y varias obras suyas siguen representándose ininterrumpidamente en París. Es el caso de La cantante calva, La lección, Las sillas y Rinoceronte.
Rinoceronte (1960), comedia en tres actos es, sin duda, su obra más famosa, más inquietante y más polémica. Es una fábula contra la moral acomodaticia, contra el conformismo y el oportunismo, una parábola kafkiana que admite varias interpretaciones. Unos vieron una crítica a la opinión pública francesa durante la Guerra de Argelia; otros, quisieron ver una crítica al nazismo; otros, a los regímenes comunistas; y otros, a las dictaduras del Tercer Mundo.
En una ciudad se cierne la amenaza de una epidemia de ‘rinoceritis’. De pronto un hombre se transmuta en rinoceronte. A ese hombre le siguen otros y otros y otros. La mutación del hombre en bestia simboliza el transfugio de las personas que aceptan, resignadas, la mentira, el engaño, la servidumbre, el miedo y el abuso. La ‘moral rinocérica’ cunde por toda la población y, poco a poco, los seres humanos se van convirtiendo en rinocerontes, menos uno, el personaje llamado Berenguer, que se resiste a perder su humanidad. En el monólogo final, Berenguer cierra la función con estas palabras: “¡Jamás me convertiré en rinoceronte, jamás, jamás! ¡Yo soy el último hombre y lo seré hasta el fin! ¡Yo no capitulo!”.
Fuente: El Deber