Plegaria para un rinoceronte triste*
Santiago Espinoza A.
En el almuerzo que celebramos para darle la bienvenida, hace sólo un par de días, Bartolomé Leal me pidió, con su natural buen sentido del humor, que le advirtiera si estaba alistando un comentario negativo de El caso del rinoceronte deprimido (Una aventura de Tim Tutts, el detective de Nairobi), el libro que hoy presenta, para que él pudiera tomar los recaudos necesarios a fin de enfrentar mis eventuales diatribas. Le dije entonces, y no temo repetirlo públicamente, que el suplemento que editamos tiene por política no hablar mal de sus colaboradores ni de lo que hacen. Más allá de lo anecdótico, retrotraigo esta conversación porque podría explicar de mejor manera mi presencia intrusiva en el acto de presentación de este libro editado por Nuevo Milenio. Pues no siendo escritor, y reconociendo que mi paso por ferias del libro se explica nada más que por mi condición de comprador compulsivo, me hallo ahora en esta testera para comentar esta nouvelle en calidad de representante o algo así de la RAMONA, el suplemento cultural que coedito y al que Bartolomé presta su firma, de forma ininterrumpida y completamente desinteresada, desde hace más de cuatro años o, lo que es lo mismo, desde que el suplemento existe. De hecho, es el único columnista que nos ha aguantado en todo este tiempo.
La firma de Bartolomé Leal es una seña de identidad de la RAMONA. Sus prodigiosos textos para la columna “Cuentos & Cuentistas”, recientemente desaparecida y a la espera de algún avispado editor que se atreva a resucitarla en forma de libro, así como sus escritos para la todavía joven columna “Memorialistas & Viajeros” y otras colaboraciones publicadas afuera de estos espacios fijos, han hecho de Leal el colaborador más consecuente, entrañable y admirado por los editores y, por qué no, lectores de este suplemento. Aún hoy nos seguimos preguntando por qué este escritor, al que, por cierto, he de proclamar –incluso contra su voluntad- chileno-boliviano, colabora con disciplina cuasi religiosa con la RAMONA, entregándonos, con una regularidad y una generosidad abrumadoras, textos de envidiable erudición y de incontestable calidad estilística, deseables en cualquier espacio de periodismo cultural dentro y fuera de Bolivia. Y aunque no quisiera adelantarme a su respuesta, intuyo que, más allá de la rigurosidad con que encara cualquier compromiso creativo, sea para una columna de media página o para un libro de doscientas, Bartolomé ha desarrollado una relación más emocional que racional con nuestro suplemento, asumiendo una suerte de rol casi paternal que se ha expresado en su consecuencia, honestidad, cariño y lealtad para con todos los que estamos involucrados en esta aventura. Puede que lo haga nuevamente contra su voluntad, pero si hay alguien a quien reconocerle la paternidad de la RAMONA, es a Bartolomé, y no precisamente porque haya estado involucrado en las confusas circunstancias de su nacimiento, sino en virtud al interés y apoyo permanente e incondicional –tan bien resumido en su apellido- que ha tenido con este hijo adoptado al que orienta desde lejos y sólo viene a echar de menos de feria en feria del libro. (O sea que cualquier reclamo por nuestras (in)conductas, ya saben a quién dirigirlo.)
Entenderán, entonces, que incurriría en una suerte de parricidio si me atreviera a hablar mal de este libro. Y más aún, tratándose de una obra tan maravillosa, que no ha hecho más que afianzar la admiración y respeto que le tengo y le tenemos a la pluma de Bartolomé (de quien, dicen las malas lenguas, tendría otro nombre en la vida real, el cual nos negamos a reconocer dado que no es ése el que figura en el acta de nacimiento de la RAMONA). En El caso del rinoceronte deprimido, Leal ofrece una nueva muestra de su oficio en la novela negra, un género al que lo une no sólo el conjunto de su obra literaria, sino un apasionamiento desaforado por la lectura de los cultores, grandes y pequeños, del policial. Esta novela corta viene a ser inaugural de la saga protagonizada por Tim Tutts, un joven detective privado de Nairobi (Kenia) que intenta aprender el oficio leyendo las aventuras de sus admirados Shelock Holmes, Padre Brown, Sam Spade y Philip Marlowe, entre otros varios célebres detectives de eso que –con indisimulada sorna- llama el narrador “subliteratura” o “mala literatura” a secas.
A este lector confeso de “subliteratura” (como el propio autor del libro), de padre galés y madre kikuyo, encontramos a punto de estrenarse en el oficio detectivesco mientras realiza un safari por el Parque Nacional de Meru con cuatro amigos suyos, también africanos y occidentales a la vez, que hacen las veces de guías de cinco turistas europeas afanosas en empaparse del color local de Kenia y, en particular, del de sus ocasionales anfitriones. En medio de la jungla africana, un askari o guardaparque que yace a los pies de un enorme e inalterable rinoceronte derramando lágrimas, que podrían atribuirse a la muerte del que fuera su amaestrador en el parque, será el detonante que activará el olfato investigativo de Tutts, cuyo personaje ya había aparecido antes en Linchamiento de negro, la primera novela de Leal, ambientada, no está demás decirlo, en circunstancias posteriores a las del caso del rinoceronte que llora.
Narrada con una prosa coloquial, amena y precisa, que se deja leer con fruición vertiginosa, esta nouvelle le permite a Leal armonizar dos de sus más caras pasiones literarias: el género policial y el relato de viajes. En efecto, a la trama criminal el autor aporta una descripción elocuente del contexto en que se desarrolla, una Kenia en la que conviven junglas verdes y de asfalto, tradiciones africanas con modas occidentales. Desde la construcción del mismo protagonista, un detective muy conflictuado identitariamente por su origen keniata y galés, Leal es lo suficientemente inteligente como para sortear el lugar común de la mirada exótica del tercer mundo y sus habitantes. No hay en la narración atisbos de un aprovechamiento del “salvajismo” africano como tampoco un afán didactista por elaborar una especie de guía turística de Kenia. El suyo es un compromiso exclusivo con los códigos del género negro y con la fascinación auténtica del nómada que ve y escucha a los otros. Así se entiende y agradece que la trama esté cargada no sólo de mujeres con los pechos desnudos, hombres con collares tribales, hienas y cocodrilos, sino también de lugareños homosexuales, policías leyendo Playboy y, sobre todo, jóvenes que degustan bebidas y mujeres europeas, se mueven en Land Rovers, escuchan The Doors y Led Zeppelin, y fuman mariguana.
Con estos ingredientes, el escritor construye una entretenida y desopilante aventura, en la que hace gala –aunque sin alarde- de su vasto conocimiento de las culturas africanas, y cuyo crimen aborda desde dos flancos, con el inquieto Tutts y su caliente yugoeslava recogiendo las pruebas del lugar del delito, por un lado, y con sus alocados compañeros de viaje y juerga identificando sospechosos, por otro. El desenlace, como no podía ser de otra manera tratándose de un atento cultor del policial, es arrebatador y perfectamente coherente con las pistas y detalles que va regando sutilmente a lo largo de la historia, como quien no hace más que extenderse en la descripción y narración de los sucesos.
Me ha resultado especialmente extraño y satisfactorio entregarme a la lectura de este relato policial en días en que me hallaba sumido en la indagación de un hecho igualmente criminal, aunque más inmediato a nuestra realidad. No voy a cometer la torpeza de afirmar que la lectura del libro me ha permitido resolver el crimen real al que hago mención y que aún ahora continúa perturbándome. Pero, lo que sí puedo asegurar es que la inteligencia de Bartolomé me ha hecho entrever, en algunos resortes propios de la literatura policial, factores que pueden servir también para entender la naturaleza criminal de algunos actos de la vida real.
Entre otras tantas razones, solemos acudir a la literatura y al cine policial por un afán de encontrar respuestas y resoluciones racionales a hechos aparentemente irracionales, como son los delitos. Devoramos cientos de páginas y consumimos cientos de horas en libros y películas con la promesa de que se nos revele el qué, el quién, el cómo y, sobre todo, el porqué de retorcidos hechos de sangre. Y a diferencia de la realidad, la literatura y el cine negro suelen ofrecernos respuestas siempre convincentes, que no reconfortantes.
Eso ocurre en El caso del rinoceronte deprimido. La resolución alcanzada por Tutts y sus amigos resulta contundente, pero, de todas formas, desalentadora, porque en medio hemos descubierto cosas que quizá quisiéramos ignorar. Y eso es lo que hace a una buena obra del género negro, ese sentimiento agridulce de saberse dueño de la verdad, pero de una verdad que habríamos preferido no conocer. Es que, y a esto iba con el parangón entre la novela de Bartolomé y el hecho criminal que me ha intrigado en los últimos días, en esa búsqueda frenética de las “razones” de un delito siempre intentamos hallar sentimientos perversos, malsanos y deshumanizados, perdiendo de vista aquellos gestos en apariencia nobles que con frecuencia suelen desencadenar sucesos también horrendos. Si tuviera que elegir sólo una cosa de esta obra, sería la lucidez de su autor para sugerirnos que el amor, el sentimiento más virtuoso por excelencia, puede también degenerar en destrucción. Aunque, siendo honesto, tampoco quisiera privarme de la poderosísima imagen del rinoceronte llorando sobre su compañero muerto. Ese rinoceronte en el que encuentro el lamento genuino de aquellos seres que cultivan un amor virtuoso y sufren con más pena las calamidades del amor malsano.
*Comentario leído en el acto de presentación de **El caso del rinoceronte deprimido**, que tuvo lugar el pasado viernes en el marco de la III Feria del Libro de Cochabamba.
Fuente: Ecdótica