El crimen Kitsch
Por: Giovanna Rivero
Leí la novela Los vivos y los muertos en un documento pdf que Edmundo me envió por correo electrónico a mediados del 2008. Yo vivía en una pequeña ciudad semitropical de la Florida, pero había pasado la mayor parte del 2007 en la hermosa y nevada Arkansas, de modo que la novela me llegó en el timing perfecto, en un momento de desarraigo y saludable distancia como para leer esa nueva apuesta estética de Paz Soldán. Hago énfasis en esa posición de lectora desterritorializada porque debo aceptar que he venido leyendo a Edmundo desde sus primeras publicaciones sin dejar del todo de reclamarle un esencialismo boliviano que a estas alturas es altamente cuestionable, construyendo, un poco involuntariamente, una flecha diacrónica, sin interrupción de bolivianidad, sin hacer el esfuerzo por desfamiliarizar sus textos para leerlos como leería o leo a un escritor extranjero, es decir, exigiendo de él no referencias culturales cercanas o ilusorios compromisos con la identidad local, sino simple y profundamente: literatura.
Pues bien, con Los vivos y los muertos tuve esa oportunidad. La novela es definitivamente un thriller posmoderno (aunque no sé si decir “trhiller posmodernos” es una especie de redundancia), en todo caso posee los recursos propios de un thriller: el suspense que conecta los finales de capítulo con los comienzos de un nuevo episodio, el soundtrack que crea la atmósfera necesaria para cada escena, la intervención fundamental de la tecnología como cómplice de un perverso proyecto que atenta contra la paz de una comunidad. Tan sólo pensemos, a nivel cinematógrafico y televisivo, en Halloween, Viernes 13 o en el inolvidable y casi simpático Freddy Kruger. Los vivos y los muertos le hace un guiño más que sutil a toda esa fantasía neogótica, rozando de manera deliciosa el temperamento Kitsch.
Sé que debo tener cuidado con esta palabra: el Kitsch, puesto que su reputación no es precisamente glamorosa y que muchos escritores huyen despavoridos ante la perspectiva de verse involucrados, estigmatizados, identificados con ella. En el caso de la narrativa de Edmundo, en general, no se percibe una tendencia al Kitsch; sin embargo, en esta su nueva novela Los vivos y los muertos es posible identificar algunos rasgos Kitsch que son fundamentales para construir el ambiente High School norteamericano y sin los cuales estaríamos ante una historia fallida.
Una de las causas por las que el Kitsch es tan temido por quienes usan el nombre de la alta literatura en vano es porque parece fácil escribirlo. Parecería que basta con parodiar un gran relato, recuperar viejos estereotipos y renovarlos con un maquillaje callejero o insistir en algunos tics culturales siempre efectivos a la hora de caricaturizar a una sociedad. Sin embargo, ni es tan sencillo ni es tan vulgar. Y por favor, no vayan a creer, que Los vivos y los muertos está narrada en sintonía Kistch, desde una retórica Kitsch. Si he mencionado el término es porque creo que Edmundo Paz Soldán en esta ocasión se atreve a develar la profunda vocación Kitsch de la sociedad norteamericana, su afán por plastificarlo todo, ese deseo de cubrir con superficies tras superficies, piel tras piel, virtualidad tras virtualidad, clima contra clima, artificio sobre artificio, el meollo del asunto, sea éste emocional, político o económico. Edmundo narra, entonces, el crimen-Kitsch norteamericano, que es la violación de la púber-porrista-de tetas grandes-con futuro promisorio en universidad prestigiosa, hija de familia reciclada y que se ha constituido en el objeto de deseo de toda la población estudiantil. Matarla, por lo tanto, es como en Belleza Americana, un modo de matar el deseo, ese motor que tantos problemas le ha dado al modelo de consumo de Estados Unidos.
Además, están los góticos, esos chicos medio disfuncionales, medio infelices, y están los infaltables fanáticos religiosos y los hijos de los que pertenecen a la National Rifle Association y que oh my god tienen acceso a fatales y telescópicos rifles, es decir, toda la fauna con la que sueña Michael Moore. Está todo eso y más, porque lo hermoso de Los vivos y los muertos es su intención de exceso, exceso que se cristaliza en la metatextualidad o la conciencia de esa textualidad. Así, la fragmentaria narración desde la voz de fantasma o de alma en pena de nuestra hermosa víctima contrasta hábilmente con otros momentos del relato en los que la narración es más desapegada, como desde el ojo de un camarógrafo japonés. Los excesos brotan cuando nos habla ella, la víctima, porque es ella quien ha cruzado la frontera del más allá y es todavía adolescente y aunque le duele estar muerta, a veces piensa que ansía un par de jeans marca “Religion”, muy cooles.
Otro gran momento Kitsch comienza con la zona del desenlace, y lo llamo “zona” ya que se prolonga un poco. Edmundo me había comentado una cierta inquietud respecto a esa zona, a la presencia del enterrador, a la secuela de asesinatos y profundas depresiones adolescentes que se desencadenan tras descubrir los cuerpos de la protagonista y su mejor amiga, pero es justamente esta zona excesiva una de las que más aprecio de su novela, ya que me parece el relato perfecto de la psicosis norteamericana, lugar donde las muertes van siempre acompañadas y el pánico post-noticia es el precio más barato que se debe pagar por vivir la individualidad extrema. Sin el enterrador gótico, la novela hubiera sido aún una gran novela, pero hubiera renunciado a ese hermoso gesto artístico que es el coming back del mal, el repique de la fatalidad, la mano en el tobillo del que huye de los muertos. Por eso creo que Edmundo se ha atrevido a contar el barroco norteamericano: hecho de muerte, sangre, porristas tetonas y pervertidos tímidos que consumen porno en la red. Ha sido un gran acierto el casting que Edmundo ha armado con cada uno de sus personajes: ninguno sobra, ni los gemelos que evocan un narcisismo propio de los baños de chicos de la Marina, ni el enterrador, ni el pervertido señor Webb, menos el triste detective, las porristas o los culposos padres.
Pero sobre todo, ha sido un gran acierto la nieve. Edmundo, gracias por la nieve, esa materia preciosísima que ilumina tu novela gótica y sin embargo no le quita la necesaria angustia, como si estuviéramos en una peli de Stephen King. La nieve es el otro personaje fantasma, pues no sólo devora las huellas del crimen, sino que, como el Kitsch, ofrece una nueva página en blanco para que los crímenes se sigan cometiendo.
Finalmente, como lo comenté en un e-mail, creo que en la tradición de asesinos seriales gringos de la que ha participado, por ejemplo, Alice Sebold con su autobiografía Afortunada y su novela Desde mi cielo, tu novela se inscribe con soltura, y no como si la hubiera escrito un gringo, sino como lo que es: el relato de un novelista que comprende desde adentro las debilidades y pecados de los pueblos norteamericanos, pero que aún puede alejarse de ese macabro folclore para develar algunas de sus posibles causas. Por eso creo que un aspecto diferencial importantísimo entre Los vivos y los muertos y otras historias con la misma tematización, como la que acabo de citar de Alice Sebold, es que esas novelas no enfatizan los estereotipos como una forma de denunciarlos, es decir, de denunciar la maquinaria que los sostiene, porque están demasiado cerca, ya no los ven, no pueden verlos. Los vivos y los muertos está, como los fantasmas y los supervivientes, en el borde, mirando desde ambos lados de la membrana el problema de la soledad gringa y las respuestas que el sistema da a una energía sexual superestimulada.
Hay mucho más que decir de esta novela. Yo simplemente los invito a leerla, a dejarse estremecer por ese mundo que la televisión nos ha hecho tan familiar, pero que Paz Soldán nos lo acerca de manera diferente, volviéndolo fascinante, trágico y también tierno, como enternecedores y dolorosos son los sueños de adolescentes muertas.
Fuente: Ecdótica