(Texto leido en la presentación de «Ciento veinte minutos» de Isabella Soriano, en el marco de la Feria del Libro Internacional del Libro La Paz, 2025)
Roxana Pinelo
Leer a Isabella Soriano en su poemario Ciento veinte minutos es perderse en el tiempo y espacio de manera hipnótica. Es también, admirar la intensidad de sus versos y la entrañable valentía con la que echa a andar las páginas de su primera obra, con la que debuta a los 21 años. Su lectura implica también sentir con fuerza la playlist, el lado A y el lado B de una partitura que trasciende y confunde a las edades cronológicas para, finalmente, seducir y encandilar.
La magia empieza cuando me dispongo a leerla. Sigo las instrucciones para escuchar la playlist. En seguida, Nina Simone me sale al paso, sorprendiéndome. Please don’t let me be misunderstood. “Por favor, no me malinterpretes”, insiste con pasión. Pero está apurada y sigue su camino, el cassette sigue girando. Los ciento veinte minutos podrían sonar a eternidad, me digo a mí misma, mientras el lado A me subsume en su vaivén. Hojeo un poco más el libro y de pronto siento la presencia de la melancolía y la implacable sensación que podría producirme entrar nuevamente en las profundidades de la vida. Pero los Doors, que cantan sin mirarme y sin intentar retenerme siguen con su música: “I am the spy in the house of love. Conozco el sueño que estás soñando. Conozco la palabra que anhelas escuchar. Conozco tu miedo secreto más profundo”, advierten, alentándome a continuar.
Las páginas del poemario se mecen en la melodía de los versos, también musicales, pero no de manera calculada. Más bien desde la espontaneidad, siempre impredecible, provocando un mix de sentimientos, a veces paradójicamente afines, al percibir que la cronología del tiempo en el texto, adquiere dimensiones particulares, como menciona Marcelo Paz Soldán.
No se trata de una linealidad que involucre la ruta de un curso existencial ni de encontrar paralelismos con la vida misma, con la vida propia, con la ajena que se observa tantas veces desde el ojo crítico, la mayoría de ellas en controversia con la retina del alma que aflora, límpida, desde la poesía. En este todo subjetivo, se incluyen mis palabras, la elección de sus letras y la evocación de los amores que no admite lógica. Nancy Sinatra me comprende cuando me encuentro nuevamente con ella, un siglo más tarde: “He’s the last of the secret agents. And he’s my man. Él es el último de los agentes secretos. Él es mi hombre”, coincide con complicidad.
Casi de entrada percibo un guiño que me provoca una sonrisa cuando la autora se refiere al lector y advierte que su labor es un trabajo difícil; cuando escribe: “No todo lo escrito es verdad. Ni toda verdad se convierte en novela”. Suspiro. Es también un suspiro de alivio, quizás porque Ciento Veinte Minutos, pueden parecer toda una vida, y, sin embargo, es sólo un trazo, un pequeño retazo, aunque eterno, de un alma que se entrega a través de la poesía. “Por favor, no me malinterpretes”, insiste nuevamente Nina con la fuerza apasionada de su temperamento.
A medida que leo cada una de sus letras, los lugares comunes, las historias parecidas, los sentimientos que que brotan desenterrados —quién sabe desde qué cementerio de emociones o universos paralelos—, se atraviesan lentamente. Pero en seguida se apartan respetuosamente, cediendo espacio a las palabras de Isabella, a su impronta personal, a sus evocaciones con sello propio y sin perder personalidad a lo largo del texto.
Converso con Fleetwood Mac, y me dejo llevar por la profundidad musical que inspira a la autora. Evoco a Ava Dellaira en Carta de Amor a los Muertos —donde también moran eternamente los nuestros, a veces estrechándose unos contra otros, ocupando los espacios de la memoria del corazón—, cuando fusiona sus dos grandes pasiones: la música y la literatura, que son propulsores de “ciento veinte minutos” este vasto universo que nos regala Isabella. Me siento junto al “Alcohol y la eterna nostalgia”, para embriagarme con el trago de su estrofa final:
Esto es lo único que tendrás de mí.
Palabras mudas que serán siempre tuyas,
un hálito de verano desvaneciéndose en tu copa,
sólo una silueta difuminándose en la sombra.
Mi alma aplaude. Isabella lo dice con la fuerza de su poesía. Y deja una huella que se extiende a través de cada una de sus páginas.
En el recorrido, me pincho las manos con su “Ramo de Espinos”, y puedo ver en aquella rosa algo que también me pertenece. En el “Camino de escape”, escucho de manera nítida cuando escribe: “Quemé mi mente, mi cuerpo, mi alma, tratando de despertar mi esperanza”, que sin duda se despierta y aflora convencida en su poema “Frecuencia”:
Espero levantarme y que el día esté soleado,
rodearme de canciones, mientras la luz
atraviesa por mis cortinas e ilumina los discos en la vitrina.
“We had joy, we had fun, we had seasons in the sun”, canta también mi ajayu, lagrimeando.
La música no distrae, tampoco acompaña. Es la génesis que forma parte del cauce de su expresión artística en armonía con lo más hondo de sus sentimientos y con los hilos que se entretejen al calor de los recuerdos, si es que existen, si fueron o no vivenciales, porque su creación va más allá de lo sentido en carne propia. Es un idioma universal que refleja los amplios entramados de la palabra, entrelazada con el sentimiento humano.
De aquel maravilloso amante, cuando no el verdugo insaciable, que a veces la vida obliga a abandonar, escribe en su poema “¿Fumas?”:
Búscame con desesperación
consume hasta lo más profundo
que tengo para ti.
Y cierra:
Quiero ser el cigarrillo
Que necesites fumar.
Irremediablemente, Nights in White Satin recorre el cuerpo y la memoria. Y es el único momento en el que cierro el libro y escucho la canción una y otra vez, aunque reconozco que se trata de una costumbre, a veces recurrente, que acompaña mi existencia. Siento el poder de la transformación, la brisa de la metamorfosis que atraviesa la existencia humana en amplia gama de frecuencias, y me siento en el “Jardín Vacío”, cuando antes de las preguntas que se hace, Isabella dice:
Escribía mientras veía por la ventana con
una brisa fresca,
Veía todo deseando tenerlo,
Contemplaba los retratos de vidas ajenas con
curiosidad
y melancolía, dice un fragmento.
Es el Lado A y el lado B de un poemario, donde los matices están de fiesta, enredados en la música evocadora, intensa y profunda, también de los acordes de su alma. Su proceso creativo nos seduce y atrae como espirales de cigarrillos, que el tiempo ha proscrito por dañino. Y que, sin embargo, se añora como todo lo que rompe el corazón. Lo recuerda Elvis Presley en Heartbreak Hotel (El hotel de los corazones rotos), la icónica canción cuyos acordes nos permiten entrar al cielo, a pesar de todos nuestros pecados.
Ciento veinte minutos abre compuertas, tiende puentes, invita a compartir el sentimiento amplio, vasto y, sobre todo, genuino.
En el Baile de las sombras, su poesía cierra con un verso que apela a la resistencia.
No te encierres en memorias,
Fantasmas que mienten y ahogan la vida.
No dejes que el eco nos vuelva cautivas.
Lo leo, escuchando Gold Dust Woman y recojo las redes de su significado, tan entrelazada y maravillosamente diversa como la escala de mujeres que la escuchan y que ni siquiera tienen en común el nivel de sus vibraciones.
En Verme, uno de los poemas de su libro, cierra con esta estrofa:
Quisiera que mi arte hable por sí solo.
Que en mis aguas se refleje el deseo al que aspiro.
Hasta que deje de ser un paraíso.
En la profundidad de esas aguas, me deleito con la intensidad de su pasión por la escritura y la música, y por el modo, personal y único, con el que entrega cada una de sus palabras. Y es en ese momento, sorprendente e imprevisto en el que su arte toma la palabra, representando en cada una de sus letras, la génesis y el nacimiento de una poeta. Mientras escucho a Los Beatles a todo volumen, cierro el libro y sonrío.
¡Enhorabuena Isabella!
Que, en tu camino, la playlist de tu existencia sea la banda sonora de gran creatividad para que podamos seguir disfrutando de tu poesía.
Fuente: Ecdótica