Por Cindy Romina Soliz Villegas
El café está lleno esta tarde, y entre el murmullo de conversaciones y el sonido de la máquina de espresso, él destaca por su serenidad. Viste como siempre: de negro riguroso, como si su ropa fuera una declaración silenciosa de principios estéticos, una que contrasta con su tez clara. A primera vista, su imagen impone. Es alto, luce tatuajes de plumas en las manos y tiene esa melena larga —tan propia del imaginario metalero— que recoge en una cola donde los rulos se desordenan con intención. La barba, espesa y característica, completa el cuadro. Pero detrás de esa apariencia intensa hay otra cosa: espera de pie con una serenidad discreta que ya conocía de otros tiempos.
No es el lugar ideal para grabar, pienso mientras buscamos mesa entre el gentío. Pero tiene sentido que la entrevista fuese aquí, en el café librería Entre Párrafos. Porque si algo define a Gustavo Munckel Alfaro —o G. Munckel, como prefiere firmar— es su relación íntima y obstinada con los libros.
Sí, es nieto del célebre Óscar Alfaro. Pero eso —me advierte desde el comienzo— solo lo hablaremos un poco. No viene como heredero de un nombre, sino como escritor, como lector feroz, como corrector minucioso. A sus 36 años, aún se define como un autor emergente, aunque sus tres libros de cuentos —ya publicados— son, en lo personal, un deleite.
Nos sentamos, pedimos bebidas frías, y de forma casi inevitable tocamos un tema que nos importa y, al mismo tiempo, nos incomoda: la crítica situación que atravesamos trabajadores y ex trabajadores de la casa periodística que fue, por años, nuestro segundo hogar y hoy nos da la espalda. Pero ese paréntesis de desahogo no desvía mi propósito.
Comienzo a grabar. Munckel se describe como alguien que encontró en la escritura una manera de expresarse. “Soy tímido. Por eso escribir se me da mejor que hablar. Soy un poco obsesivo con mis lecturas, con mi forma de trabajar para escribir y para corregir”.
Esa timidez no le impide ser brutalmente honesto. “Creo que soy un buen lector. Leo alrededor de 100 libros al año. Si un día no puedo leer tanto como hubiese querido, me pone de mal humor”, afirma con una sonrisa.
Su relación con los libros es casi de coleccionista obsesivo. “Si me gusta un autor trato de leer todo lo que pueda de él. Me pasa igual con la música o el cine. Mi relación con la música, sobre todo el metal, era casi dogmática. Si te gusta una banda, tienes que conocer todo de esa banda. He tratado de aplicar eso mismo a la lectura”.
Su trayectoria profesional ha estado lleno de correcciones, literalmente. Trabajó como corrector desde hace muchos años —alrededor de sus 20—. Comenzó revisando tesis en la universidad, trabajó en una editorial en Buenos Aires, trabaja actualmente en una agencia de publicidad de Santa Cruz y lleva casi diez años en un periódico local. Pero aclara la distancia que existe entre su oficio y su pasión. “Para mucha gente es como ‘trabajas en lo que te gusta porque lees’. Pero no es lo mismo escribir literatura que corregir prensa o un manual de instrucciones. La corrección me ayuda a ser más minucioso con mis textos, pero también es un freno para la creatividad”.
Esa misma claridad con la que diferencia el trabajo de la vocación, la muestra también al hablar de su vida personal. Cuando habla de su esposa, Teresa, su voz se suaviza. “Nos casamos hace menos de un año. Nos apoyamos mucho. Tenemos intereses en común como la lectura y el cine. Nos prestamos libros. Ella lee mis manuscritos. Me gusta que sea la primera en leerlos”, señala sobre ese gesto de amor de los dos.
“Creo que cuando empiezas una relación hay un alboroto hormonal, como estar drogado. Es hermoso, pero se pasa. Entonces hay que construir algo sólido. Aprender a hacer equipo en todo, desde lo emocional hasta lo financiero”. Comparten no solo el hogar sino también planes. “Ella tiene un emprendimiento de yogur griego que sobrevivió la pandemia y la crisis actual. Y voy a trabajar con ella también. Será nuestro negocio familiar”.
Llegaron las bebidas. Yo había pedido una bebida azul llamada Soda Ocean Ponyo, con frutos rojos flotando como peces en una pecera, de un menú especial en homenaje al Estudio Ghibli, y él un Cold Brew, que me explica con entusiasmo, “es café destilado en frío. Una bomba de cafeína… ¿Quieres probar?”
Como no soy fanática del café, me quedo con la curiosidad de saber cómo sabe. Inmediatamente retrocedemos en el tiempo y me cuenta sobre sus inicios como escritor. Munckel tenía apenas 10 años cuando comenzó a escribir “pequeños cuentitos de terror”. Su inspiración nació en la televisión, cuando veía series como Escalofríos, basadas en las novelas de R.L. Stine, y Le temes a la oscuridad. “Quería contar mis propias historias de terror. No me interesaba tanto escribirlas, sino contarlas. Pero como no tenía buena memoria, empecé a anotarlas”, señaló.
Con el tiempo se distanció de ese género, pero no del tono sombrío. Prefiere la narrativa realista por encima del terror puro. Sus dos primeros libros de cuentos incluyen algunas historias oscuras, pero en general se acercan más al realismo, explorando conflictos internos, familiares o de pareja.
“Hay relatos donde se cuelan cosas un poco aterradoras, pero porque me parece que la naturaleza humana es aterradora”. En cambio, su tercer libro coquetea más abiertamente con la fantasía o el terror, aunque el foco sigue puesto en las personas, en las dinámicas familiares, entre hermanos o parejas.
Recientemente terminó la primera versión de su primera novela. No se había propuesto escribirla así. Comenzó como un cuento, pero a medida que avanzaba se dio cuenta de que la historia exigía más espacio. Ahora la tiene guardada, “descansando”, para poder mirarla con otros ojos más tarde.
Mientras tanto, sigue puliendo un libro de cuentos terminado en 2023. Algunos de sus cuentos ya circularon un poco. Uno fue finalista del Franz Tamayo y otro ganó el Adela Zamudio.
Su método de trabajo es minucioso. “Soy disciplinado. Necesito organizarme. Cuando escribo un libro trato de hacerlo todos los días, aunque sea una página. Y luego releerlo, dejarlo descansar, mostrarlo a amigos en cuyo criterio confío, volver a trabajarlo”, indica mientras toma un sorbo de su bebida.
Cuando le pregunto por sus influencias, Munckel no se limitaba a mencionar autores literarios. Su universo está profundamente atravesado por la música, el cine y hasta la pintura. Confiesa una pasión particular por el metal progresivo, “Opeth es mi banda favorita, he ido a verlos a Chile y Argentina. Es (una banda) alucinante, los vengo escuchando desde 2005”, pero también encuentra inspiración en sonidos más clásicos como Black Sabbath o Pink Floyd, y en bandas más introspectivas como Radiohead.
¿Has disfrutado el último concierto de Ozzy Osbourne?, le pregunto. “Está muy bueno, hasta ahorita sigo picoteando los conciertos, me gustan mucho los tributos”.
En cuanto al cine, sus gustos son tan amplios como sus lecturas. Admira a Robert Eggers por su reinterpretación moderna del terror, con películas como The Witch y Nosferatu, pero también adora el cine estilizado y melancólico de Wes Anderson.
Picotea entre autores y géneros, sin reglas estrictas. Le gustan los thrillers de David Fincher, el cine poético y algunas rarezas, pero evita el universo Marvel —con la excepción de Batman. No descarta las malas películas porque incluso de esas sacó ideas. Uno de sus cuentos, Un animal hecho de estática, nació tras ver The Taking of Deborah Logan, un filme que consideraba “malísimo”, pero con una premisa interesante. “Aquí había una buena idea y no la supieron aprovechar. Así que me propuse intentar hacerlo yo”.
También encuentra inspiración en la pintura. Admira el trabajo del artista norteamericano Aaron Wiesenfeld, cuyas obras figurativas le parecen pequeñas historias atrapadas en el tiempo. Tanto le impactaron que le escribió personalmente para pedirle permiso de usar una de sus imágenes en la portada de El día del fuego, su primer libro.
Munckel se mantiene atento a todo lo que lo rodea —y eso es inevitable no notar mientras tratamos de conversar en medio de tanto movimiento en el café—. Cree que las ideas pueden surgir de cualquier parte: una conversación en la calle, una anécdota familiar, una canción, incluso algo que no le había gustado del todo. Tiene la capacidad de convertir lo cotidiano —y a veces lo fallido— en literatura. Para él, influencias hay muchas, y todas son válidas.
En cuanto a la literatura son diversas y profundas. “Me gusta muchísimo Cormac McCarthy. Lo que hace con la prosa y sus personajes es maravilloso. He leído todas sus novelas. Incluso traduje algunos de sus cuentos. Fue mucho leer, tratar de entender cómo estructura las frases”.
Otros nombres aparecen con familiaridad como Cortázar, Borges, Mariana Enriquez, Samantha Schweblin, Tomás Downey. Y bolivianos como Rodrigo Hasbún, Liliana Colanzi, Maximiliano Barrientos, Edmundo Paz Soldán. Se codea con varios de los autores nacionales. “Es una relación cordial. Nos llevamos bien, pero no somos cercanos. Creo que nos respetamos”, comenta sobre esas relaciones.
Creo que Munckel transmite una humildad genuina; en toda la conversación, el ego brilló por su ausencia. Y lo que sigue lo deja aún más claro: es nieto de Óscar Alfaro, una figura que no necesita presentación. Desde el inicio, quiso dejar claro que no quería centrarse mucho en eso. Pero no eludió las preguntas.
¿Cómo fue crecer con ese apellido? “No muy lindo. Mi abuelo murió cuando mi mamá tenía ocho años. No lo conocí. Pero mi abuela fue la que mantuvo vivo su legado. Era una señora un poco jodida. Era algo así de ¿cómo es posible que el nieto de Óscar Alfaro no sepa recitar poemas de memoria? Imagínate a un chiquito tímido y con mala memoria”.
Esa presión generó rechazo. “Me interesé en su obra recién en la adolescencia. Ahora puedo leerlo con menos carga familiar y veo que tiene cosas buenísimas. Tiene cuentos para adultos súper buenos. Sus historias para niños a veces son oscuras o trágicas. Mucho más de lo que la gente cree. No solo fue poeta o cuentista para niños. Tiene un par de poemas polémicos. Hay uno que se llama Camarada Cristo que cuando lo publicó lo excomulgaron. Yo quisiera que me excomulguen también, pero no sé cómo hay que hacerlo”, dice riéndose sobre esa última experiencia.
Casi de forma abrupta termina esa risa con una afirmación necesaria. “Lo que yo escribo no tiene nada que ver con mi abuelo. No es que haya decidido hacer algo opuesto. Solo tenemos intereses diferentes. Respeto su legado. No es algo de lo que presuma, no es algo de lo que me avergüence, o sea, simplemente está ahí, es parte de la historia de mi familia”.
Fue necesario hacer una pausa, el tiempo me pisa, pero hay mucho por conversar.
Hablar del mercado editorial boliviano le despierta reflexiones francas. Él ha publicado sus primeros tres libros con Nuevo Milenio y está agradecido. “No hay tantas editoriales y no todas tienen el alcance que me interesa. Pero respeto mucho a Nuevo Milenio. Con Marcelo Paz Soldán nos hemos hecho amigos después de tantos años. Tenemos diferencias estéticas, pero creo que nos estamos entendiendo”.
Valora también los concursos nacionales y municipales —aunque éstos sean demasiado burocráticos—, como el Adela Zamudio que le dio más de lo que ganó vendiendo sus tres libros juntos. Pero además se muestra comprensivo con el mercado. “La librería de Plural en Cochabamba cerró porque no vendían suficiente literatura nacional. Hay cierto recelo, desconfianza. No toda la literatura nacional es buena, claro. Pero eso pasa en todos lados. Lo raro es que conozco gente que lee muchísimo y no lee autores bolivianos. A mí me interesa saber qué se está escribiendo aquí”.
Fue inevitable no tocar el tema de la piratería y él tiene una visión compleja. “Es desleal piratear autores nacionales. Pero la piratería ha sido fundamental para la difusión de la cultura en general”.
La conversación fue variando de tono hasta llegar a una dimensión mucho más íntima. Antes de irnos, le pregunto qué lo asusta. Su respuesta es inmediata, clara y honesta. “Una mala vejez. La idea de perder la memoria cuando tu cuerpo está más frágil me parece aterradora”, me dice y añade “mis dos abuelas no han muerto en las mejores condiciones. Mi abuela paterna tenía Alzheimer y mi abuela materna tenía demencia senil los últimos años de su vida”.
Quizás por eso, por esa conciencia del tiempo y de lo que se puede desvanecer, es que su relación con la escritura tiene bastante disciplina. Y así, entre el ruido del café y el aroma del Cold Brew, Munckel se va delineando como un escritor que pule con rigor su oficio, que lee con hambre, que se corrige con disciplina. Un hombre que ama, que se asusta, que planea, que se sienta todos los días a escribir aunque sea una página para que no se le escapen los fantasmas ni la memoria.
A G. Munckel hay que leerlo.
Fuente: innoticiasbo.com