06/18/2025 por Sergio León

La muerte es un camino diferente: A propósito de Hablemos con prudencia de nuestros muertos de Gonzalo Lema

 

Morir por ti era muy insuficiente: el griego más normal podría hacerlo.
El existir, amado, es más costoso y yo te ofrezco eso.
– Emily Dickinson

Por Marcelo Paz Soldán

Gonzalo Lema, uno de los escritores bolivianos más prolíficos de su generación, vuelve al género policial con Hablemos con prudencia de nuestros muertos (Plural, 2024). Esta novela –la más reciente entrega de la saga del detective Santiago Blanco– mezcla el suspenso detectivesco con un agudo retrato de la realidad boliviana contemporánea. Desde sus primeras páginas, Gonzalo plantea una atmósfera cargada de misterio: la narradora, Sarah Kent, contempla el cadáver del padre Francisco, un cura de pueblo fallecido en circunstancias extrañas. En medio de ese arranque sombrío resuena el epígrafe de Emily Dickinson sobre la muerte, anticipando que este relato abordará la finitud y el amor desde una perspectiva distinta. Sin duda, Lema nos invita a transitar “un camino diferente” en torno a la muerte, entre la introspección poética y la crudeza de una investigación criminal.

Trama y contexto: un policial en tiempos convulsos

Ambientada en Samaipata –un apacible pueblo de Santa Cruz que se ve sacudido por la convulsión social de Bolivia en 2019– la novela sitúa el misterio policiaco en plena efervescencia histórica. Las carreteras están bloqueadas, el pueblo aislado y tenso por los choques entre simpatizantes y detractores del saliente gobierno de Evo Morales. Este telón de fondo ancla firmemente la trama en la realidad: Lema, como en otras de sus libros, no construye un detective atemporal, sino que lo vincula a un lugar y periodo político concreto, logrando así mayor autenticidad. En Hablemos con prudencia de nuestros muertos los ecos de la crisis (la “revolución de las pititas”, las vigilias y disturbios) acompañan la intriga central, añadiendo un sentido de urgencia y riesgo palpable.

El misterio arranca con la muerte del padre Francisco, cuyo cuerpo aparece colgado con una soga. ¿Suicidio o asesinato? La primera en hallar el cadáver es Sarah Kent, una pintora inglesa septuagenaria avecindada en Samaipata, quien además había entablado con el cura una intimidad poco convencional. Al lugar acude pronto Santiago “el Gordo” Blanco, ex policía convertido en investigador oficioso. A partir de ese momento se despliega una compleja red de sucesos: mientras velan el cuerpo del cura en la casa de una vecina (la señora Bejarano, esposa de un narco local conocido irónicamente como el “narco bueno”), Blanco empieza a indagar entre susurros y sombras. Pronto surge otro misterio entrelazado: meses atrás, una joven indígena llamada Tomasa Pumay –modelo y amante de Sarah– se suicidó en circunstancias trágicas al colgarse de un árbol en la colina. Dos muertes pendientes de explicación gravitan sobre el pueblo, y Blanco sospecha que podrían estar conectadas.

En el desarrollo de la trama, Lema combina con soltura elementos clásicos de la novela negra –un cadáver inicial, una sospecha de crimen, pistas falsas y revelaciones escalonadas– con ingredientes propios de la realidad local. La escasez de policías (desarmados porque “el gobierno mandó a mantener las armas”), los chismes de pueblo, e incluso el humor costumbrista, matizan la investigación. Hay escenas memorables donde el morbo y la comicidad se entrelazan: por ejemplo, Sarah y Blanco bañan el cadáver del cura en una improvisada lavandería, en una secuencia que roza el humor negro. El velorio mismo es un cuadro pintoresco, con chicharrones y empanadas servidos a media noche, la empleada que no puede sentarse con los patrones, y hasta un incidente estrafalario en que alguien arroja pintura roja sobre el féretro del padre Francisco, tiñendo de escarlata su última morada. Estos detalles tragicómicos aportan una atmósfera muy boliviana al relato, anclándolo en lo cotidiano aun en medio del horror.

Personajes: el detective icónico y la narradora insospechada

El peso de la narración recae en Sarah Kent, un acierto notable de Lema. A través de su voz en primera persona conocemos los hechos, pero también sus pensamientos íntimos, remordimientos y deseos. Sarah es un personaje atípico para una novela policial: mujer extranjera de casi setenta años, intelectualmente refinada (adora la poesía de Emily Dickinson), solitaria y cargada de culpas. Su perspectiva ofrece una sensibilidad diferente en el género, con reflexiones melancólicas sobre la soledad, la vejez y la muerte. Al mismo tiempo, su fiereza se revela en sus actos pasionales: fue amante tanto del cura Francisco como de la joven Tomasa, y no duda en confesar que llegó a clavarle un cuchillo a un antiguo novio infiel. Esta complejidad de Sarah –culpable e inocente, lúcida y desequilibrada a ratos– la convierte en una narradora poco fiable, lo que añade capas de intriga. Lema maneja con habilidad ese juego de la voz narrativa que oculta más de lo que revela: a medida que avanzan los capítulos, empezamos a sospechar que Sarah sabe más de lo que cuenta, evocando cierto giro clásico de la novela policial (imposible no recordar la famosa sorpresa narratorial de El asesinato de Roger Ackroyd de Agatha Christie).

Frente a Sarah, el investigador Santiago Blanco brilla con luz propia. Lema ha construido a Blanco a lo largo de varios libros anteriores como un personaje entrañable y único en la literatura boliviana, y en esta novela lo consolida. Santiago Blanco es cochabambino (de Punata), un policía retirado cínico pero de clara visión moral, de modales desaliñados y apetito insaciable. Su voluminoso físico y su voracidad son casi legendarios: come a cada rato (sonso, empanadas, sándwiches de huevo, lo que encuentre) y bebe cerveza como agua, rasgos que aportan comicidad y humanidad al personaje. Sin embargo, detrás de la fachada de “gordo hediondo” –como lo llama Sarah en algún arranque de disgusto– hay una mente aguda y persistente, un sabueso intuitivo que no suelta la pista. Blanco encarna al detective criollo: irreverente con la autoridad, astuto en la calle, leal con sus amigos y feroz con los corruptos. Lema nos lo presenta anclado en su contexto: no es un Sherlock Holmes victoriano ni un sabueso genérico, sino un boliviano de carne y hueso, con referencias y manías muy nuestras (lee suplementos culturales en el retrete y luego los usa de papel higiénico, “la crítica de la crítica” según se ironiza). Esa combinación de costumbrismo y astucia lo hace entrañable y verosímil a la vez.

Cabe destacar que Hablemos con prudencia de nuestros muertos forma parte de un ciclo literario más amplio. Santiago Blanco ha protagonizado ya tres novelas y varios relatos, consolidándose como tal vez el personaje ficticio más prolífico de la narrativa boliviana contemporánea. Lema aspira a que Blanco se erija como un detective icónico de Bolivia, un referente local equiparable en carisma a un Sherlock Holmes o un James Bond, pero operando en escenarios vallunos y cruceños. De hecho, dentro de la propia novela se hace alusión a la tradición del género: la narradora comenta la diferencia entre la novela policial inglesa de deducción (Conan Doyle, Collins, Poe) y la novela policial de acción americana, con detectives duros de revólver al cinto. Santiago Blanco pertenece más a esta segunda estirpe: un hombre de acción y de barriga prominente que resuelve misterios entre tragos de cerveza y persecuciones a pie por el monte. Al mismo tiempo, Lema inserta guiños cultos (Sarah piensa en Emily Dickinson; se mencionan icónicamente figuras como Bond o Sherlock) para recordarnos que su obra dialoga con la tradición policial global, aunque tenga sabor propio.

Estilo narrativo: humor negro y crítica social

La prosa de Lema en esta novela fluye con naturalidad, sin rebuscamientos, pero con notable fuerza y profundidad. A pesar de pertenecer al género negro –a veces injustamente considerado “menor”– el autor demuestra un sólido oficio narrativo que nada tiene que envidiar a escritores más renombrados. El estilo es directo y visual, con descripciones precisas que permiten “ver” Samaipata y sus habitantes como si uno estuviera allí. Especialmente lograda está la ambientación sensorial: el lector casi puede oler el café rústico y el pan de arroz durante los velorios, sentir el calor húmedo de la noche oriental o escuchar las radios que reportan la convulsión nacional. Lema tiene un oído afinado para el habla local, incorporando modismos cambas, referencias populares y chistes pícaros que dan autenticidad a los diálogos. Este toque urbano y localista ancla la novela firmemente en Bolivia, con todas sus desigualdades y contrastes (por ejemplo, la criada Clemencia que aún no se sienta a la mesa con sus patrones pese a “catorce años de Evo”, o la crítica mordaz a los nuevos ricos del pueblo que siguen pareciendo pobres aunque tengan dinero).

Un rasgo notable del tono narrativo es el humor negro y la ironía que salpican la historia. Sarah, con toda su amargura, hace comentarios mordaces (como cuando confunde el velorio con un “putero” por las luces encendidas, o se burla de la voracidad interminable de Blanco). Santiago, por su parte, reparte sarcasmos y exageraciones cómicas –pide una cerveza “helada como cadáver de varios días” mientras investiga, bromea con que ni doce botellas apagan su sed–, equilibrando la tensión con risas. Esta veta humorística no le quita seriedad al trasfondo sino que lo hace más digerible; es un humor a la boliviana, que enfrenta la muerte con sorna y familiaridad. En contraste, también hay pasajes de lirismo y reflexión intimista, sobre todo cuando Sarah recuerda versos de Dickinson o rememora amores perdidos. La oscilación entre la poesía melancólica y la cruda comedia le da a la novela un pulso original dentro del género policial.

Donde quizás el estilo flaquea un poco es en el ritmo hacia el desenlace. La novela inicia con mucha fuerza e intriga, pero a mitad del camino la investigación entra en una suerte de bucle: los personajes beben, conversan y sospechan en círculos, retardando la resolución. Lema opta por develar gradualmente los secretos, repitiendo algunas pistas, lo cual si bien añade verosimilitud (así son las indagaciones reales, con idas y vueltas), también ralentiza la tensión en capítulos intermedios. Hacia el final, cuando por fin se esclarecen las muertes, las revelaciones pueden sentirse un tanto anticlimáticas. Parte de la sorpresa se diluye porque el lector atento tal vez ya intuía la verdad oculta: que la propia Sarah no es la narradora inocente que parecía, sino que estuvo involucrada directamente en los hechos sangrientos. Este giro, aunque efectivo en términos argumentales –y coherente con la tradición noir de detectives engañados por narradores poco fiables–, se anticipa sutilmente y no alcanza el golpe maestro de un thriller más impredecible. En ese sentido, Hablemos con prudencia de nuestros muertos sigue los cánones clásicos del género sin subvertirlos demasiado, entregando una historia sólida pero quizá demasiado apegada a cierta “receta” de novela policial. Los aficionados más veteranos del misterio podrían echar en falta mayor innovación en la estructura o un desenlace más sorprendente.

Valoración final

En suma, la novela de Gonzalo ofrece una lectura amena y sustanciosa, especialmente atractiva para quienes disfrutan del policial urbano con sabor local. Sus virtudes son claras: diálogos ágiles, personajes bien delineados y queribles (Santiago Blanco se consolida aquí como un detective boliviano de talla memorable), y una ambientación que combina realidad política con ficción criminal en un equilibrio logrado. Lema aprovecha su trama para retratar un país en crisis, haciendo que el crimen investigado sea también una excusa para exponer fracturas sociales, hipocresías y prejuicios vigentes. En Hablemos con prudencia de nuestros muertos la muerte de cada personaje –sea por asesinato, suicidio o accidente– no es sólo un enigma a resolver, sino un espejo distinto de la violencia y la desolación humanas: desde la joven Tomasa, víctima del amor y el odio, hasta el padre Francisco, acaso mártir de sus propias pasiones reprimidas.

¿En qué medida logra la novela trascender dentro del género? Podemos afirmar que Lema mantiene el listón alto de la novela negra boliviana, aunque sin arriesgar demasiado. La obra se lee con el placer de reencontrarse con un viejo amigo –ese Santiago Blanco glotón y perspicaz– en una nueva aventura, pero no necesariamente reinventa la fórmula. La prosa eficaz y el humor criollo la distinguen, sí, más la intriga central se resuelve de forma convencional. Con todo, la novela cumple con creces su cometido de entretener y a la vez invitar a la reflexión. La presencia de la poesía de Dickinson, por ejemplo, añade una capa de profundidad emotiva: la idea de que “la muerte es un camino diferente” resuena al cerrar el libro, haciéndonos ponderar el destino de estos personajes que, entre la culpa, el amor y la muerte, buscan un sentido o un descanso.

Al final, Hablemos con prudencia de nuestros muertos se inscribe dignamente en la serie de Santiago Blanco y en la literatura policial nacional. Es una pieza más que contribuye a ese mosaico donde Lema viene dibujando, novela tras novela, el rostro de Bolivia en clave noir. Sin prudencia pero con mucha humanidad, el autor nos insta a hablar de nuestros muertos, de sus secretos inconfesos y de los nuestros propios. Porque en la novela, como en la vida, el pasado siempre regresa –tortuoso, inesperado– y sólo enfrentándolo con verdad (y un poco de humor) podremos quizá hallar la paz. Lema nos deja, entonces, con una invitación a reflexionar sobre la muerte y la memoria, envuelta en un thriller local que sabe ser crítico y a la vez profundamente humano. Un camino diferente, sí, pero que vale la pena transitar junto a sus personajes.

Fuente: Ecdótica