Por Alba Balderrama
“La Palabra, la inefable, que es semilla, flor, árbol, fragancia, cuna, barco, ataúd, ceniza y humo.”
Yolanda Bedregal
Leer Bajo el oscuro sol (1971), novela de la escritora boliviana Yolanda Bedregal (1916-1999) publicada por Editorial Mantis, en los tiempos tumultuosos de 2025 que vive Bolivia, refuerza la idea de que las revoluciones que azotaron el siglo XX son parte ya de nuestra identidad. Las marchas en las calles de las ciudades, los bloqueos, los políticos, las peleas entre políticos, los hombres y sus guerritas y pistolitas. Sumado a esto las guerras en Ucrania, Gaza, África, los viajes de estrellas a la luna, las nuevas drogas, los volcanes gritándonos algún conjuro o advertencia. Los escases, las filas para todo, los precios. El miedo como signo de nuestro tiempo, burbujeando como un brebaje de brujos para generar más microorganismo de miedo.
En la novela de Bedregal, ganadora del premio nacional de novela Erich Güttentag de 1970, uno de los personajes, Felix, le confiesa a su amigo el Doctor Gabriño, que quiere suicidarse, por todo lo que está pasando en el mundo: “Fluctúo entre estos entusiasmos y depresiones. Hojeo el periódico y ya los titulares me llevan como un tren loco, de pronto al cielo y de pronto al abismo: Viaje a la luna. Desastre aéreo. Inundación en la China. Trasplante de corazón. Cuartelazo en la Argentina. Líder negro degollado. Asalto a un banco. Nueva droga. Terremoto en Chile. Invasión en la India. Agresión árabe. Triple crimen en la calle Omasuyos. Deslizamiento de terrenos. Esto y lo de más allá: se me atraganta el desayuno, no exagero.” A lo que su amigo le dice que se tranquilice que tiene “psicosis de revolución”, nada más. No un abrazo, no un diagnóstico, no una palabra tranquilizadora. A los homasfasfasfsafasfbres no se les permitía eso en una sociedad altamente patriarcal, como lo era la boliviana del siglo XX.
Abrumados por un miedo construido para paralizarnos, antes y ahora, perdemos de vista de qué estamos hechos de verdad. Bajo el oscuro sol trabaja con el lenguaje para revelar eso que vibra como un insecto enterrado bajo la tierra, imposible de ver; utiliza la palabra para hacer emerger la identidad de una, entre tanta y tanta, desaparecida: Loreto. Si te acercas a la novela con la ignorancia, como la mía, de si Loreto es nombre o apellido, o si es nombre de mujer o de hombre, empiezas con la urgente necesidad de saber el género de esa persona que sale de su cuarto, que no es suyo, es alquilado, que camina en una ciudad minada por la revolución, una ciudad, La Paz, donde se “enredan el temor y la esperanza. ¿Ambulancias de salvación, mensajes de paz, regueros de conspiración…? Tráfago inquietante”, que, luego, entra en un conventillo a devolver una billetera de una cholita que ha encontrado en la calle, que termina guareciéndose ahí, en el mismo tambo, de una descarga de metralleta, que poco después entra el cuerpo baleado del hijo de una señora que lo abraza y acoge en su regazo mientras “La sangre le salpicaba al pecho, a la falda, resbalaba al piso, formaba bolitas con el polvo. Despiadada piedad”. Que al salir del tambo, esa persona Loreto, termina, sin saber cómo, en el camión donde llevan a todos los caídos, “evitando rozar la hilera de pies oscilantes que apuntaban al cielo, descalzos unos, otros con ojotas, botines de tropa, alpargatas; o con sólo calcetines.”
En toda esta primera parte, Loreto vive experiencias dignas de un revolucionario. Aunque cuando le preguntan de qué lado está, dice: “No me meto en política. Tengo mis opiniones …”. Ningún artículo determinado él o ella, ningún indicio de género en los sustantivos, ninguna terminación en “a” para femenino u “o” para masculino, Bedregal marca la identidad de Loreto como algo indefinido, borrado. Solo más adelante, en la primera parte del libro, es el propio personaje que nos devela su identidad, en sus palabras nos aclara que es una mujer. Loreto se hace cargo de su identidad. Es su voz la que aclara, lo que la autora recorta.
“Soy un hombre nacido de mujer. Nací, encontré, perdí. Amé, sufrí, ¿gocé…? Soy un hombre que perdió su identidad muchas veces y se halla igual después de cada extravío. No sé más de mí. Los lamentos que he escuchado, ¿cuándo fue?, son patrimonio común. Mi angustia, mi impotencia son como el hambre, individual. Pero la humanidad es también lo individual millones de veces repetido. (…) ¿Por qué vengo diciendo que soy un hombre? Soy mujer. A menudo no sabía distinguir cuándo era cuál. Si me ofendían, si sangraba era mujer. En la imprenta con los demás obreros, luchando, pensando, era hombre… Llaman hombre al ser humano. Soy mujer retaceada varias veces…”
Ser mujer significa sangrar, sí, pero mucho más. Loreto es una mujer, en sus treintas, no tiene familia, ni amigos. Nadie sabe mucho de ella. Sabemos que tiene secretos, que mirarse en el espejo le cuesta, algo terrible está en su pasado. No tiene un cuarto propio, pero sí “500 libras al año” que alguien le manda en un sobre. Siguiendo al ensayo de Virginia Woolf, Una habitación propia, donde la autora feminista plantea que una mujer para escribir necesita un cuarto propio y 500 libras, Loreto sí puede escribir. “Aquí en mi cuarto (¿mío acaso?) esos libros, ese florero, los cuadros, el reloj, piedras que recogí en los caminos, tanta cosa menuda que me regalaron o compré, están; están quietas y prohibidamente ajenas.” En ese estado de cosas, Loreto decide escribir una carta, una carta a alguien o a ella, y en esa carta sabremos que la ha traído a este punto. “Una carta así nomás, al amigo inexistente, a la noche, a la luz, a su magullado yo, a Dios, (una carta, aunque no se despache, es en sí una respuesta).”
Combativa, Bedregal no para ahí. Su personaje es mujer “y” será, encima de todo, una desaparecida. Loreto sentada en su escritorio con el papel en blanco delante de ella y el tintero en la mesa, “una bala ciega” termina con su vida, el tintero cae y la tinta azul se desangra como si fuera la propia sangre de Loreto. Ella es, ahora, no un cuerpo, un cadáver. Sin familia que la reclame, sin nombre esclarecido, sin oficio. En medio del absurdo de la revolución y la violencia el mundo puede omitir lo que le venga en gana, en la lista de trece muertos figura como: N. Loreto (carabinero).
El psicólogo y catedrático Gabriño que la atendía y Hortensia, dueña del alojamiento y el cuarto de Loreto, son los que se encargan del cadáver. Un cadáver, a diferencia de un muerto, es un cuerpo que no tiene una sepultura que les permita ser recordadas por la comunidad de afecto. El cadáver de Loreto es enterrado sin nombre y en cualquier lugar. No tiene ningún reconocimiento civil. El cuerpo de un desaparecido entra en esta categoría. Las muertes por desaparición o violentas lo que hacen es extirpar el cuerpo de la comunidad afectiva. En Bajo el oscuro sol, la literatura hace posible que este cadáver pueda tener un reconocimiento, un espacio, un lugar, una identidad.
Y la identidad de Loreto es la de una escritora.
Hasta aquí, va la primera parte del libro, la segunda parte sigue la obsesión de Gabriño por saber quién era Loreto, esa mujer de la que se podría haber enamorado. En esta segunda parte es el lenguaje, en forma de cartas, artículos, novelas, textos y textos que ha dejado Loreto que hace brotar de debajo de la tierra el cuerpo de Loreto. Es una operación política porque Loreto tiene su voz y la “autora” hará emerger su cuerpo, como el cuerpo de todas las mujeres silenciadas o a las que se les imponía roles desde la estructura machista de nuestras sociedades.
Bedregal utiliza la palabra para hacer emerger el cuerpo y darle un reconocimiento civil a Loreto buscando en el pasado, estableciendo sus lazos afectivos y amorosos que por más que fueran confusos y tumultuosos son los que la construyeron. Bedregal opera buscando la palabra primigenia, las palabras que vienen desde lejos que hacen nuestro linaje. “Debe existir la palabra primigenia, —dice en la voz de Loreto— custodia de la doctrina milenaria que todo lo explica, tal vez ya está inscrita en la entraña de la bestia, en el vuelo de los pájaros, en algún vaso ritual o en la gema depositada en la boca de las momias.”
Para Bedregal, la palabra es la semilla que da vida a las cosas muertas, acalladas, violentadas o dormidas. “¿Dónde encontrarla? —se pregunta— ¿Tiawanacu, Teotihuacán, Menfis, Pekín, Delfos o Babilonia? ¿Permanecerá oculta en caverna, sinagoga, sigurat, catedral o rascacielo? ¿Será sólo eco del Verbo que los ruidos anulan…?” Yolanda Bedregal en Bajo el oscuro sol recorre el camino inverso, no atrás sino abajo a lo profundo de la tierra para rescatar de allí todo esa “comunidad afectiva” que nos hace “cuerpos” y lo hace con la belleza y la fuerza de la literatura. Destruyendo esa construcción falsa, esa cáscara, esa sombra, sobre la que la vida de hombres y mujeres se ha edificado, el miedo.
Fuente: La Ramona