09/10/2024 por Sergio León

¿Qué será el desorden?

Por César Antezana / Flavia Lima

Dejar todo tirado por ahí.

Olvidar el lugar de las cosas. Desear recordar. No poder.

Correr y dejarse el pelo suelto, la ropa desaliñada, el sudor en el cuerpo enrojecido.

Discutir, alzar la voz, arrojar cosas.

¿Qué será el desorden?

Quizá sea como el crecer, y entonces de ahí ya nadie nos salva.

En esta bella publicación (de la Fundación Patiño y Plural), resultado de la complicidad creativa entre Lucía Mayorga y Gabriel Mamani, el desorden puede llegar a ser muchas cosas: también una distancia que nos obligamos a asumir entre nuestra media roja impar (para salir a jugar) y el monstruo y los demás y sus propios monstruos y sus propias medias rojas y tal.

Porque conforme el desorden –o esa infancia enterrada debajo de una montaña de ropa, etc.– se hace monstruo, es decir, tristeza, spleen, depresión, escozor en el rostro y por dentro, entendemos su creciente e inevitable familiaridad.

Porque de pronto el monstruo se hace parte de la habitación, del cuerpo, del mundo. Gana terreno y adquiere formas, inteligibles solo para el cuerpo que desordena.

 ¿No será que el desorden es el acúmulo del tiempo?

 ¿O el paso del tiempo haciéndonos trampa, arrugándonos la ropa?

Abrimos una caja y deambulamos por dentro buscando aquello que no debería irse nunca: la alegría de los patines, el triunfo del color, el juego. Cuando menos lo imaginamos, el desorden ya se ha hecho parte nuestra, modificando no solo el mundo exterior, sino sobre todo el que tenemos adentro.

¿El desorden será la particular manera en que habitamos el mundo?

¿El lugar incómodo para siempre que nos depara el crecer?

 ¿El orden será lo imposible?

 ¿El desorden entonces serán las palabras, el monstruo será la convivencia con los otros, la presión de la cultura?

Cada una tiene, afuera y adentro, su propio monstruo y transcurre espacios personales y colectivos con él, con su monstruo intermediando por/con todxs.

Al  menos si lo sacas a pasear habrás domesticado un poco al monstruo, lo habrás hecho también a tu imagen y semejanza. Similar al monstruo que se traen los demás, permitiendo la convivencia desde esa común monstruosidad. Entonces el monstruo dejaría de ser un escollo para convertirse en una suerte de santo y seña de la sociabilidad.

En el relato, elementos como el nombre del personaje, la alusión a los patines, aquello que no se debería olvidar, etc. abren la lectura a otros contextos, lo desfamiliarizan, lo hacen menos local. Por contrapartida, las ilustraciones lo enmarcan todo en un ahora y un aquí muy cercanos. Los trazos que protagonizan Desorden nos traen a este espacio conocido que habitamos, a esta ciudad de La Paz que en desorden nos engendra y cobija, nos altera y nos violenta. Esta tensión –que así he leído esta particular disonancia entre trazo y escritura– no hace más que hilar una vuelta de tuerca al final, cuando estamos casi acostumbradas a libros que se regodean en finales positivos y restauradores del “orden” amenazado. En tiempos en que los coaching nos alientan a exacerbar la diferencia –pero homogeneizando deseos y horizontes de sentido– estos dibujos, estas palabras, anuncian la posible convivencia con aquello que desordena y que nos desordena. Habitantes de esta ciudad, por ejemplo, estaríamos invitadas a acunarla en su desbarajuste y quererla con sus tantos sobresaltos.

Al respecto, permítanme una digresión final: cuando el mundo andino se ve amenazado por un conflicto que lo desestabiliza o desequilibra, el tinku, como enfrentamiento entre antagonistas, deriva siempre en el restablecimiento de ese equilibrio perdido/amenazado. Esa es la gran metáfora de la búsqueda de armonía y totalidad. Sin embargo, me parece que este libro estaría más a tono con el awca (que en los 90 teorizara, entre otros, Elizabeth Monasterios): el espacio del permanente conflicto, el lugar en el que los contrarios se verían obligados a estar juntos sin resolver nada: porque aquí el monstruo no se va, sigue desordenándolo todo.

Desorden nos permite preguntarnos al final: ¿quiénes de nosotras hemos podido dar fin a nuestras oscuridades, ya sean estas individuales o colectivas? Eso sí –en un guiño psicoanalítico– podemos domesticarlas, hacerlas menos estorbosas, minimizarlas, pero no parece que vayamos a desaparecerlas del todo.

Quizás este libro bello y terrible, triste y divertido, lleno de alertas y consuelo al mismo tiempo… quizás este libro digo, sea la caja que abrimos de vez en cuando esperando encontrarlo todo de vuelta, en su justo lugar, y que en vez de ello nos topamos, ya sin miedo, con la sonrisa desordenada de un pequeño monstruo de bolsillo.

Fuente: Revista La Trini