Por Daniel Averanga
- La ficción tiene capas, como las cebollas
En el capítulo 8 del libro V de “El señor de los anillos” de J. R. R. Tolkien, el lector se topa con la intervención de una anciana, loreth, que va avanzando por (las desconocidas del todo) Casas de curación; el lector no sabe qué son, aunque por el nombre Curación de seguro sospechará algo; esto sucede luego de la Batalla de los campos de Pelennor y de la muerte de Denethor, el senescal que ha enloquecido por poder y amartelo; ambos, grandes y violentos capítulos, son la antesala del capítulo que atañe a este trabajo, y por ende, al breve análisis de la más reciente novela de Bernardo Ayala, titulada “Los nombres del fuego”.
Ioreth, la anciana que vaga por las Casas de curación, va abriendo poco a poco cortinas del contexto que sucede luego del caos: en la Tierra Media, creada por Tolkien, también había hospitales, y es la curiosidad de la anciana por saber quiénes están heridos allí, lo que nos ilustra todo ese universo que late, tímido, en su sentido de verosimilitud.
Poco a poco, en tanto el lector acompaña a Ioreth, el argumento de lo que Tolkien quería mostrarnos se va tornando más nítido y grandioso que nunca. Y con esto demuestra que no solo en la historia de “El señor de los anillos” existen conflictos grandes y mágicos, sino también momentos donde vemos una realidad más cruda, menos idílica, para nada fantástica: en los hospitales siempre existirá dolor, muerte y, cómo no, esperanza.
En las novelas “Dune” de Frank Herbert y “Fundación” de Isaac Asimov sucede lo mismo, en la primera el lector se va acomodando al mundo expuesto sin preconceptos, y recién en las primeras 50 páginas va entendiendo bien todo el contexto, la coyuntura, los mismos artefactos y el lenguaje que usan todos los personajes; en cambio, en la segunda, más didáctico sin poder evitarlo, Asimov hace que el personaje principal explore, junto al lector, todo el universo colonizador ante el cual está como visitante, ya que es también su primera jornada laboral dentro de este imperio espacial. El lector no se pierde en ambos ejemplos, sí va desorientado, porque la ficción no inicia en cero, hay una historia previa y una historia posterior a todo lo narrado; en “Los miserables” de Victor Hugo se desconoce la importancia de la tarjeta que porta en la solapa Jean Valjean, no se sabe para qué es y por qué, cuando la gente la ve, se espanta y trata peor que a un animal a su portador, hasta que, poco a poco, la realidad desde esa ficción se asienta como polvo después de una explosión y es cuando el lector logra ver lo que está pasando, y entiende.
La buena ficción tiene capas, y estas capas no se presentan de golpe, ni tampoco lentamente: es parte del Lore que construye un narrador que sabe lo que hace.
- Los nombres de la verosimilitud
Zacary (Zacario) o Zac, el personaje principal y narrador de “Los nombres del fuego” de Bernardo Ayala, es un mercenario que describe en primera persona todo lo que ha sucedido desde que descubrió, casi por casualidad, una trampa de la cual él tenía que ser una víctima. Mientras avanza con su narración, va descorriendo su universo para el lector; primero con detalles imperceptibles, luego con detalles más profundos, hoscos, y, por último, con muchos más elementos complejos, deslumbra con un universo tan complejo, rico, profundo y violento, como lo hace Andrzej Sapkowski en sus ficciones fantásticas o Tony Morrison en sus sagas familiares del Harlem sin policías.
Esa sorpresa hace que este libro, hablo de “Los nombres del fuego”, adquiera una faz de sorpresa, de admiración por la obra escrita y se considere una verdadera apuesta, en estos tiempos de creaciones tan poco llenas de valor real, de atrevimiento.
Cuando Anthony Burgess escribió “La naranja mecánica” y la presentó a los editores interesados, se topó a su vez con el cuestionamiento sobre el aparente idioma que había creado para los druggos, un idioma que combinaba el ruso con el bielorruso y el inglés, tuvo que hacer un glosario al final para que los lectores no vieran como burla esa coba; lo mismo le sucedió a García Márquez con la repetición de los nombres de los Buendía, algunos editores le pidieron un esquema, un árbol genealógico, para no confundir a los lectores… son cosas que pasan, y en “Los nombres del fuego” se demuestra cuáles son estos elementos de la verosimilitud que se presentan como lo que son, artefactos mentales que se integran al lector desde el autor, y estos son ganas, pasión e imaginación.
Ganas para mostrar algo nuevo bajo la forma de una road movie en donde los personajes van de un extremo a otro de ese universo creado, y el viaje termina siendo el destino, poblando a las páginas de la novela de una maestría muy bien entendida y disfrutada.
Pasión por hacer de esta novela un hito en sí mismo. En Bolivia hay muy pocos narradores que explotan lo fantástico, quizá porque la mayoría mira con desdén los subgéneros temáticos en literatura.
E imaginación, total y absoluta imaginación al servicio del lector.
Por ello, “Los nombres del fuego” de Bernardo Ayala es una novela que sí sugiero encarecidamente a la gente que desee disfrutar de un libro bien hecho, que es a su vez una apuesta total a la ficción fantástica en un entorno tan acostumbrado a historias de mestizajes, traumas coloniales y chismes llenos de provincianismos; encontrarse con la historia de Zac, una historia llena de violencia, redención y mucha, pero que mucha fantasía, es un milagro entusiasta.
No pierdan el tiempo y vayan por este libro, que no se van a arrepentir.
Fuente: Editorial Nuevo Milenio