07/04/2024 por Sergio León

Eduardo Mitre: el libro de las maravillas del mundo

Por Diego Valverde Villena

En su Diccionario de símbolos Juan Eduardo Cirlot define así la palabra mirabilia: “hechos y objetos raros y maravillosos”. Así lo entendían los lectores de Marco Polo cuando se acercaban a su Libro de las maravillas del mundo, también llamado La descripción del mundo.

Porque eso es el mundo: un lugar lleno de maravillas.

Así lo entiende Eduardo Mitre, el viajero que mira como un niño.

Eduardo Mitre comenzó a viajar antes aun de haber nacido. Sus padres, Yaba Alberto y Karime, vinieron de muy lejos, cruzando océanos y tiempos, para que él naciera en Oruro, entre nosotros. Karime y Yaba Alberto, como el protagonista cairota del cuento de Borges Historia de los dos que soñaron, habrían de recorrer un largo camino para encontrar su tesoro. Soñaron un tesoro que se encontraba en su propia casa; pero su casa iba a estar muy lejos.

Mitre continúa la historia de sus padres. Una historia como de las Mil y una noches, entreverada de leyendas, entretejida de anhelos y nostalgias. Sus padres vinieron desde Palestina, “errando de ciudad en ciudad bajo la sola fe de su sueño”, como narra Borges en su versión de la noche 351. En Oruro el niño Eduardo oía a su abuelo hacer sus cuentas en árabe. Allí jugaba y leía sus primeros libros mientras su padre medía las telas en la tienda; allí escuchaba y aprendía las historias familiares. A Oruro llegó una vez su tío, cura ortodoxo, desde Belén –la tierra de Karime– para oficiar la misa de la memoria.

Como viajero que es, como niño que es, Eduardo Mitre tiene sus rituales propiciatorios. Durante muchos años abrirá cada enero con el rito de la lectura del Quijote. Un viajero leyendo a otro viajero; un caminante encomendándose al patrono de los caballeros andantes para que sus salidas sean venturosas.

Ese niño viajero deambula sin necesidad de un rumbo, camino de cualquier parte. Camina y mira todo para comprender el mundo, engullirlo, asimilarlo, descifrarlo. Hay que estar atentos a los más pequeños detalles: en cualquier lugar puede estar la cifra de la vida, el sentido oculto de todo.

Mitre camina y registra en su mirada las ciudades, las gentes con las que se cruza por la calle, las que ve desde la ventana del hotel o desde la ventanilla de la flota. Y ve también, de un modo nuevo, los objetos cotidianos, buscando recobrar el misterio de las cosas: una silla, una mesa, un espejo, una puerta, un sillón, una ventana, el cuarto todo… Y los animales domésticos, que se vuelven únicos, asombrosos como seres mitológicos. Todo es símbolo.

Advierte algo curioso, fascinante: hay ciertas formas que se repiten. Lo prodigioso se revela en un patrón recurrente: el mundo está construido a base de curvaturas, de arcos de circunferencia. La letra «c» es la madre del mundo, la cifra escondida en las manchas del jaguar.

Y esa «c» nos espera fisiognómica en las cejas, que ungen los rostros para quien sepa interpretarlas. Son signos de puntuación las cejas de Jorge Zabala; las de Yaba Alberto, halcones. Mitre se detiene siempre en las cejas de las mujeres (hay que retrotraerse a su hermano Maurice Scève para encontrar a alguien que preste una atención tan especial a las cejas. En su Blason du sourcil de 1536 Scève canta, hipnotizado: «Sourcil assis au lieu haut pour enseigne,/ Par qui le cœur son vouloir nous enseigne». “Ceja asentada en lo alto como enseña,/ por la que el corazón su querer nos enseña”). Enmarcando las miradas, dominando los rostros, las cejas se vuelven marca mágica, signo singular, jeroglífico del sentir.

Pero no es sólo la «c». Todas las letras van conformando el mundo, como en las lecturas de los cabalistas. Mitre ve cómo las palabras se alzan para construir las cosas: una silla, una hoja, una botella; y la torre de un rascacielos, y el mar hecho gaviotas. El caligrama salta sobre sí mismo para mostrar la lucha olímpica entre las palabras y el silencio.

En el camino Mitre se va encontrando compañeros que comparten con él consejos y experiencias. El mago Huidobro y el mago Apollinaire le regalan sus linternas mágicas para ver de otro modo las formas del mundo. Francis Ponge le ayuda a escuchar la voz de las cosas. Octavio Paz le revela misterios de cartografía poética. Rulfo y Cortázar le muestran cómo cruzar cuantas veces quiera las inexistentes fronteras entre página y vida.

En el viaje se entremezclan los libros, las ciudades y los rostros. Las rutas confluyen, los viajes se superponen en un solo viaje, son un solo viaje. Así en «Apuntes para un viaje»: las palabras de Garcilaso abren el salto de los años, Italia desemboca en Brooklyn, «el retorno continúa el viaje» entre la lluvia y la neblina sin tiempo. Y de la mano de la lluvia sigue en «A cántaros» el viaje constante: unidos en la misma poética línea de metro, Oruro y Cochabamba llegan hasta Nueva York; el eterno presente de la poesía lo alcanza todo. El vagón del pensamiento pasa una y otra vez por la línea circular de la memoria, mientras la mirada va sumando rostros en todas las estaciones. Futuro y pasado se unen, la nostalgia espera en lo desconocido.

En una parada –quizá es París, o Bucarest, o Hannover– Mitre vislumbra un afiche de Léger. Cuando quiere ver los detalles, el metro sigue su marcha con la implacable escritura del tiempo.

El viajero continúa su camino.

A veces vuelve un trecho, quiere recorrer un tramo con el sabor del regreso. Pero el regreso no existe: no hay tal regreso. El tornaviaje nunca es el mismo. El retorno a la tierra de sus padres, el retorno a su propio pasado, son realmente un nuevo viaje. Siempre varían un poco las coordenadas del trayecto. No hay líneas rectas: el camino, aunque vuelva sobre sí mismo, es una espiral. El mismo camino es distinto y más rico, como toda relectura.

Buscando la maravilla, el niño viajero se convierte en peregrino. No sabe a ciencia cierta qué santuario es su destino. Prosigue y avanza buscando una señal. La epifanía lo espera en un cine, en un parque, en el diccionario de un cuerpo.

El viaje es un laberinto sin líneas, una maraña de caminos, cada uno con su cancela y su acertijo. Hay que abrirse paso sin levantar la mano de la hoja, escribir de un solo trazo. ¿Cuál es la Ariadna real, cuál un espejismo?

 Mitre musita los epígrafes como encantamientos, como palabras mágicas para vencer el enigma de cada paso, de cada poema. Y el poema se va alumbrando a sí mismo al ritmo de los pasos, palabra que se convierte en viaje que se convierte en palabra, cinta de Moebius con la que juega el niño Eduardo.

La luz del viaje, la que unge la mirada de Eduardo Mitre, le trae la gracia de descubrir que «Las cosas no son un misterio/ Son un obsequio». Resuena en sus ojos la palabra que explica y descifra el viaje: mirabilia.

Y el viaje se encarna en poema. Tanto don, tanta gracia.

Fuente: elduendeoruro.com/