Por Fabricio Callapa Ramirez
Ayer el fuego es el más reciente libro del escritor boliviano Rodrigo Urquiola. En su interior, uno podrá encontrarse con varios cuentos galardonados en certámenes literarios nacionales (el Franz Tamayo y el de Literatura de Santa Cruz de la Sierra, antes de su regionalización) o internacionales (como el premio Edmundo Valadés de México o José Nogales de España). Al margen de las preseas, el libro presenta un compilado sólido que abarca algunos momentos de la vida del narrador, no necesariamente del autor, desde sus años de infancia hasta fechas más próximas a la historia del país y, por qué no decirlo, del mundo entero.
Leí el libro a una velocidad trepidante, el ritmo de la prosa te lleva por sus páginas con bastante soltura y no te das cuenta del recorrido hasta la última historia. Suele ser grato toparse con obras así.
El libro se presenta bajo la forma de una especie de autobiografía del narrador, no necesariamente tomando en cuenta la linealidad y la precisión biográfica, sino más bien desde eventos personales y significativos.
Es un libro futbolero, emocionante y luchado como aquellos partidos que se libran en las canchas de tierra. Un libro también escrito desde ciertos resquicios de la memoria y no sé si nostalgia. Me llama la atención aquella débil línea, que siempre la ficción se permite, de oscilar entre lo fantástico y lo cotidiano.
Quiero hablar del narrador porque me parece la decisión que cohesiona el conjunto de las historias, provocando una sensación de continuidad e interdependencia entre cada uno de los cuentos. El narrador, a lo largo del libro, suele ser el protagonista de lo que acontece o también cumple algún rol de testigo que observa, escucha y es involucrado. A esto se suma la aparición, en algunos casos nominal, de los personajes que transitan la periferia paceña en cada cuento, desde una mirada cotidiana, no carente de la crudeza de los barrios que extienden la mancha urbana de las ciudades bolivianas, aquel límite de páramo, campo y atisbos de ciudad.
Me gusta que, dentro del abordaje de los cuentos, si bien haya marcados momentos de pobreza y condiciones ínfimas lo central sean los dramas humanos. No se hallan narrados con aquel exotismo en donde se resaltaría lo boliviano, lo indígena, lo periférico a través de la exacerbación de los estereotipos, sino más bien como algo más específico y vivencial, el detalle de los trofeos en los campeonatos de pueblo, la idiosincrasia de la lengua callejera, sus implícitos, y aquellos consejos que parecen almacenar todas las abuelas de la Bolivia que vivimos. Aquellos rasgos de contrariedad muestran una mirada abarcadora de los terrenos que Urquiola conoce.
En su autobiografía Mañanas negras como el carbón, el vocalista de Suede, Brett Anderson, se refiere a la escritura de sus letras con estas palabras: “A mí siempre me había frustrado que tantas letras de canciones no fueran sino lo que yo llamo «jerga roquera», clichés tomados en préstamo a Jimi Hendrix, Jim Morrison y demás, chorradas carentes de sentido acerca de «elevar el alma», etc., etc. Quería emplear mi propia voz y cantar con mi propio acento acerca de mi mundo, por quebrantado, anodino, zarrapastroso y extraño que este fuera, e intentar hacerlo con cierto sentido de la elegancia y de la poesía.” ¿A qué viene la cita? A veces pienso que es un capricho personal para mencionar a Brett, pero creo que en el libro de Urquiola aquella búsqueda queda evidente, apropiarnos de aquel espacio en donde hemos vivido y darle un testimonio literario, en un vuelo que consigue dotar de poesía al contradictorio dolor y humor que emparenta a los bolivianos.
Y si no es así, el lector tiene el libro para comprobarlo.
Fuente: La Ramona