Por Rosario Barahona Michel
Chuquisaca, invierno de 2023
Hace pocos días, en una pausa de mi lectura de El ruido de tus horas, cerré el libro y lo dejé reposar de sus emociones, apostado sobre mi mesa de noche, entre mis cuarzos y mi torre de libros, sin sospechar siquiera que esa noche soñaría con esa historia, o, con parte de ella. Así lo explico porque esa noche soñé con el historiador cochabambino Gustavo Rodríguez que, desde el mundo de los muertos, me enseñaba en silencio un cordón de plata, justo como el de Lobsang Rampa. No comprendí mucho entonces, pero supe, entonces, que tendría que dilucidarlo y entonces cargué conmigo el libro, en mi bolsa, en mi coche, como una piedra imán, como un talismán absolutamente necesario.
¿Por qué?
Pues bien, porque los libros contienen todas las respuestas del mundo, de este y el de los muertos. Tomé entonces el rojo libro de Gustavo, Teoponte. Sin tiempo para las palabras y supe, sin duda que seguiría hablándome. En efecto, abrí en la en la página en la que nombraba a Luis, un joven saxofonista cochabambino, que marchó a la guerrilla y jamás volvió, cito:
…Había vencido sus dudas y sus miedos.
En su casa familiar de Cochabamba, en la
calle Lanza, todavía lo esperan sus poemas,
sus libros y su saxo. En las noches, me han
dicho, se oyen pasos y ruidos extraños,
como si hubiera retornado a tomarlos de
nuevo entre sus manos. Fin de cita
(Rodríguez, 2006: 457)[1]
Eso fue todo.
Acababa de comprender el giro de Gustavo, y acababa de intuir todas las muertes de la historia de Claudia. Y es que Claudia, o diré, más bien Paula, la voz de su personaje principal nombra insistentemente a otro soldado, esta vez de otra guerra, la del Chaco. Otto es el abuelo que ha muerto no precisamente en la guerra del Chaco, sino en una guerra contra sí mismo, contra el desamor y la incomprensión, de nuevo, hacia sí mismo.
Y esta muerte, acaecida ya hace muchísimos años acaba siendo una caja de Pandora para Paula, la niña nieta callada que recorre las calles de Cochabamba en una bicicleta BMX negra (yo tenía una roja). Pues bien, una caja de Pandora que Paula ha de buscar primero, como quien busca el santo grial, el anillo de Sauron o la piedra filosofal, y tras encontrarlo, precisa asirlo, sostenerlo entre las manos, comprenderlo e interpretarlo desde el silencio que la ha criado, que la rodea, pues su familia ha callado todo sobre aquella muerte, ha sabido hacerlo con pericia, a punto de que la niña Paula y ni siquiera la adulta Paula ha logrado resolver porque no comprende, en palabras de la historiadora Ana María Lema Garrett, el sentido del silencio[2]; de su propio silencio.
Esta búsqueda, cual viaje iniciático empuja a Paula a volver a Bolivia tras largos nueve años de radicatoria en Bruselas. Vuelve por una muerte, no la de su abuelo, sino la de su abuela. Una vez en Cochabamba, recorre la ciudad frenética (la ciudad y ella son frenéticas) en busca de algo, no sabe qué, solo se hace cada vez más consciente que la ciudad ha cambiado y que ella también. Paula casi no soporta su entorno social cochabambino, detesta dar explicaciones y se siente/es una turista más. Una mujer nerviosa, como lo diría la escritora Lindaura Anzoátegui de Campero. Una mujer, la describiría yo, con una pena infinita disfrazada de un surmenage constante.
Sin embargo, la nave del viaje iniciático que la conduce hacia su propia historia, y hacia el phatos más profundo, encalla. Encalla en el ropero de su abuela recientemente muerta donde encuentra documentos desteñidos que rompen su silencio dejando las cortinas del teathrum mundi abiertas, raídas, hechas trizas.
Me quedé con una sensación de teatralidad, esa sea, probablemente la mayor fuerza de la narrativa de Claudia Mendizábal. Quizá por sus estudios de danza, le ha impreso cierta teatralidad escénica a sus textos. Primero, es un hombre fantasmal que la persigue, ya sea en Bruselas, ya en Cochabamba, el punto es que aquella presencia entra y sale de bambalinas y protagoniza su papel.
Segundo, algunas escenas son diminutas piezas teatrales:
Nos ponemos en marcha de nuevo. Desde atrás, me observo caminando junto con él…. Desde atrás me reconozco a su lado. También el silencio que nos envuelve. Veo que levanta el brazo, siento el calor de su mano sobre mi hombro. Su parsimonia me tiene subyugada, ahora soy yo quien lo sigue, como si retrocediera en el tiempo, como si… como si… vuelvo a ser la niña que va de visita con su padre a la casa de su abuela.
Así, tras abrir la terrible caja de Pandora, Paula debe escapar de Cochabamba, refugiarse en su ambiente de citadina de Bruselas, aparentemente seguro y civilizado, pero ya sea aquí, allá o acullá, Paula es una ajena a sí misma, un ser ex profesamente desterrado.
Podría preguntarse: ¿Será el hogar aquel lugar ansiado al que no se puede volver? ¿Puede alguien, como Dorothy, calzarse las mágicas zapatillas de rubí, que le conducirán directamente a su hogar?
Paula ha descreído el poder telúrico. Ha perdido su ajayu, el Tunari se lo ha devorado en silencio, como Saturno ha devorado a su propio hijo. Es que el apu del Tunari no le dio permiso para marcharse. Es que el apu del Tunari no le dio permiso para volver.
Urgiría retomar la relación con la tierra, preparar una mesa ceremonial, llenarla de ofrendas de flores y fetos de animalitos, coca, alcohol, llamar el ajayu perdido con campanilla de bronce, pero eso, en Bruselas, es imposible. Además, Paula solo cree en el silencio como único dios posible.
Pregunta seria: ¿Encontrará Paula, como Dorothy, el camino de regreso a casa? Eso tendrán que descubrirlo ustedes, amables lectores.
Reza nuestra autora:
Todo hace ruido, incluso el silencio, y el tiempo termina por hacérnoslo saber.
Así es, o puede ser. La transversal de este libro es el silencio, uno lleno de significaciones, de gritos, de soldados que marcharon a guerras, como Luis a las montañas y como Otto el abuelo y todos nuestros abuelos al Chaco, en medio de un silencio ensordecedor que trepida la memoria, que como agua corre silencioso por las venas como sangre.
También reza el escritor Javier Marías, a propósito del engañoso silencio de los muertos:
Callar, callar es la aspiración que nadie cumple, nadie, ni aun después de muerto.
Enhorabuena por el libro.
[1] Texto en relación al guerrillero cochabambino Carlos Navarro, Luis, abogado, dirigente estudiantil y saxofonista que murió en Teoponte.
[2] El sentido del silencio. La mano de obra chiquitana en el oriente boliviano a principios del siglo XX, Ana María Lema Garrett, El País, 2009.
Fuente: Ecdótica