Por Mariana Lardone
Una buena parte de la literatura contemporánea se viene dedicando a exorcizar lo que pasa cuando, por circunstancias ajenas a nuestro control y provenientes de nuestro mundo en decadencia, se activan aquellos monstruos y demonios que intentamos controlar. Pero en vez de hacerlo con el registro del fantástico o de la ciencia ficción, Deformaciones lo hace desde un realismo súper morboso y detallista. Un realismo que podríamos comparar a los documentales de asesinos seriales; registros audiovisuales que intentan retratar la perversidad humana con una especie de fascinación que no juzga y ni siquiera nombra o explica, sino que solamente muestra, de la manera más veraz y detallista posible.
Y, además, en los cuentos de Eva Sofía esos monstruos no vienen de afuera, sino que están adentro, gestándose en la psiquis de los personajes y acechando esa cuerda floja a la que ellos se aferran para continuar en la senda del “bien”. Una senda del “bien” que en realidad es la necesidad de mantener cierta rutina que les permita sobrevivir. El afuera aparece solamente como un telón de fondo; en la forma de padres que abandonan, familias que son negligentes con lxs niñxs, diferencias de clase, personas con plata que actúan sin medir sus consecuencias, enamoramientos, droga. Todas esas son fuerzas cuya más leve brisa lleva a los personajes —que venían intentando salvarse— a la perdición y a la ruina, y que nos dejan atisbar a la Santa Cruz de los paros, de las rotondas y del comité, con todos sus prejuicios fascistas, toda su violencia de clase y soledad
¡Taxi! es el primer cuento del libro. En este relato el personaje nos cuenta que su padre quebró y lo dejó solo y adolescente, y que debido a eso se gesta en él la perversidad de un deseo condenable; deseo que años después se activa cuando una persona rica y poderosa lo envuelve en una de sus andanzas por la noche.
Reencuentros es la historia de un traficante que va hacia un encuentro criminal porque está ¿o estaba? enamorado.
Algo parecido sucede en Inés, historia en la que el narrador, también enamorado de Inés, termina siendo cómplice de un enfrentamiento confuso.
En Tenemos sed, un narrador al que solo conocemos como ‘C’ participa también de una serie de acontecimientos condenables porque obedece las órdenes de una voz interior que coincide con su descubrimiento del black metal.
En Desapariciones, un personaje es tomado por una enfermedad desconocida luego de la desaparición de uno de sus empleados.
En Deformaciones, un personaje termina descubriendo un lado torcido en sí mismo, luego de que algo inexplicable le sucediera a su hermano.
Todos los cuentos, además —salvo Tenemos sed, que tiene la forma de una compilación de documentos encontrados en una investigación policial— se presentan como largos monólogos (de personajes varones, todos), casi teatrales, que interpelan a lx lectorx con la forma no lineal de la rememoración y que piden la oportunidad de la explicación, la escucha y la piedad.
Desde mi punto de vista, el hecho de que esos instantes trágicos estén narrados con esa precisión tan microscópica genera una especie de efecto de lupa. Me refiero a los instantes en los que el afuera rompe el precario equilibrio del adentro y provoca que los personajes sean arrastrados hacia el horror de su destino. Una suerte de materialización hiperbólica que nos enfrenta con la verdad cruel de que una delgada línea nos separa de nuestra propia monstruosidad. Y de lo trágico que resulta saber que no hay vuelta atrás cuando ese equilibrio precario se rompe.
Porque, ¿qué nos diferencia, en realidad, de estos personajes caídos en desgracia? ¿Qué nos asegura, en realidad, que nosotros no podamos terminar así? Lo terrorífico de los cuentos de Eva Sofía radica en esa especie de espejo aumentado en el que se nos recuerda la posibilidad —siempre acechante— de que nos dejemos llevar por nuestra propia oscuridad monstruosa, aunque no queramos. Y de que lo siniestro no está solamente afuera, en los otros villanos, sino también en nuestro propio interior.
Hay muchas otras cosas que podría resaltar de Deformaciones. Como el tema del doble, o cómo Tenemos sed sale de la materialidad del cuento y potencia la experiencia de lo narrado al incorporar el uso de QR, música e imágenes.
Pero me quedo con la apuesta terrorífica pero purificadora y catártica de explorar —sin moralismos ni pedagogías— la ajenidad de nuestro propio interior y permitirnos mirarla de frente. Una forma de sacarnos de encima ese miedo súper personal, eviscerarlo y hacerlo desaparecer.
Fuente: La Razón