Por Rodrigo Urquiola Flores
(Texto leído en la presentación del libro de crónicas ‘Ciudad Apacheta’, de Raimundo Quispe, editado por Sobras Selectas)
“El Alto es la capital de Bolivia”, fue el primer pensamiento que cruzó por mi mente luego de la lectura del más reciente libro, uno de crónicas bastante personales, de Raimundo Quispe Flores: Ciudad Apacheta (Sobras Selectas, 2023).
He tenido la fortuna de conocer nuestro país de diversas maneras, el privilegio de caminar por las principales ciudades de sus nueve departamentos. He podido encontrar rastros de La Paz en Sucre, o de Santa Cruz en Cochabamba, o de Cobija en Tarija, y viceversa; rastros de ciertas similitudes o aires familiares en algunos detalles del paisaje o en el transcurrir cotidiano de las personas. Sin embargo, la ciudad –o el aire, o el espíritu, o la pujanza, o lo violento, o lo festivo– que más he visto repetirse ha sido la de El Alto.
Los centros de las principales ciudades de Bolivia están perdidos para siempre en esa trabajada identidad que arrastran a cuestas desde hace tantos años. Es a los márgenes a los que ahora les corresponde escribir otra historia. Obviamente esta es una afirmación que tiene que ver con mis propios fantasmas. Siempre me he sentido más cómodo –quiero decir, en un lugar donde, sin esfuerzo, puedes juntarte con los amigos a charlar de cosas sin importancia, con humor negro, en el mejor de los casos después de haber jugado fútbol, un lugar donde puedes ser tú mismo–, más cómodo, sí, en El Alto que en Sopocachi, en el Plan 3000 que en el Primer Anillo, en la Zona Sur cochala que en Cala Cala, por el Mercado Campesino sucrense que en la plaza 25 de Mayo y así.
Bolivia es un país marginal en el mundo, ¿no es lógico que sus propios márgenes sean los que más se aproximen al espíritu de la mayoría de sus habitantes? Los centros citadinos tradicionales –civilizados, dirá, quizás, alguna rancia voz estancada en algún percudido siglo– son pequeños en comparación con las nuevas calles y barrios a donde llegan más y más migrantes del campo, sobre todo, y expulsados de ese mismo centro, tantos otros. Así, El Alto ha dejado de ser un margen paceño para convertirse, como el gigante que nunca deja de crecer y que algún día llegará hasta el Titicaca, en un nuevo centro simbólico, espiritual, metafórico, pleno de acción política capaz de cambiar el rumbo de la historia de la nación, etc.: la más auténtica capital de Bolivia que podríamos tener o, por lo menos, la síntesis de un país que siempre ha querido escapar de sus propias verdades como si fueran fuego. Es por eso que, escandalizados, muchas voces rancias negarían esta afirmación como si se tratara de una ofensa personal olvidando que se trata apenas de una simple idea lúdica.
‘Terreno tomado’ es la crónica que más me ha gustado porque, pienso, habla de una obsesión que muchos bolivianos hemos sentido en algún momento, la de la casa propia, la de ser dueños de un pedacito de suelo que nos permita vivir bien, sin deberle un alquiler a nadie. Es en nombre de esta obsesión que se habitan los márgenes quizás incluso de una manera torpe, como si de una carrera se tratara. En ella asistimos a una disputa entre dos grupos similares de personas por un pedazo de tierra. Los tejemanejes legales, con sus trampas y sobornos, con la amenaza de la acción violenta, son un personaje más de la trama, quizás la trama toda.
El Alto, como ciudad independiente a La Paz, se fundó en 1985. El autor del libro, nacido en 1983, la conoce bien. Nos dice de ella que es una apacheta, un lugar con aire de magia donde se realizan ofrendas; que es un lugar con cicatrices mal curadas de octubre de 2003 y donde también se mal curarán las de 2019; que es un lugar que, cuando sus habitantes “dejaron de mirar el suelo como cerdos”, fueron capaces de decidir por todo un país; pero que es más que eso, que es un lugar donde viven personas iguales a cualquier otras, seres en busca de lo que sea que queramos comprender por felicidad, por buen vivir, con su propia identidad, con su propia música, con su propia noción del lujo y la belleza.
No es una casualidad que existan varios libros nacionales escritos a partir de un Yo testimonial. Era una necesidad que venía de hace tiempo, la de tomar la voz que narra porque muy pocas veces antes, casi nunca, gente como nosotros, con este color de piel, con estos orígenes, había tenido la oportunidad de tomarla. Destaco, en esta corriente, otro buen libro de crónicas personales que ha publicado Sobras Selectas: Los hijos de Goni, de Quya Reyna.
En uno de los apéndices publicados en Ciudad Apacheta, se le critica al autor no cuestionar su propia masculinidad como quizás lo supo hacer en su novela anterior, La Equis. Se le pregunta, ingenuamente, por qué no fue en contra de ciertos valores machistas establecidos por la sociedad. Se le olvida a esta crítica que el deber de un escritor no es regalar moralejas o educar, sino, generar, precisamente, ese tipo de preguntas, pero no para ser respondidas por él mismo, sí, tal vez, por quien las exige. Un escritor debe retratar lo que ve de la manera en la que lo sintió, lo demás es impostura.
Yo agradezco que todavía podamos leer libros honestos, escritos con aquella voz que te dicta el instinto, esa bestia nocturna que no siempre es agradable de ver. Siento cansancio de esos libros efectistas plagados de artificios “poéticos” que buscan agradar a las modas moralistas actuales negando al animal que se esconde dentro de todos nosotros, como si no existiera, o, simplemente, cuestionándolo de una manera básica para hacerlo más agradable.
Sí, puede ser bueno que El Alto, la actual capital no reconocida de Bolivia, sea narrada por personas que no la conocen, pero se nota, quizás a ojos extranjeros no, cuando se trata de una burda apropiación que, más que un testimonio veraz, solo busca vender o caer bien. Es por eso que es importante que se publiquen libros como Ciudad Apacheta, escrituras que surgieron para narrar una ciudad porque ella es lo que mejor conocen, porque no tienen otra alternativa, porque de verdad la sienten y necesitan contarla.
Fuente: La Ramona