Por Roxana Hartmann
Para saber lo que se quiere dibujar, hay que empezar a hacerlo Pablo Picasso
El dibujo es una forma que tiene el pensamiento de manifestarse sin necesidad de palabras, quizás la forma más primitiva de poner en evidencia algo. Como diría Deleuze: el arte tiene que ver con una forma de accionar el pensamiento.
Dibujar es previa a la escritura. Antes de significar las cosas estaba el dibujo como resultado de la observación, de la visión propia del sujeto observador. Dibujar es dejar una huella. Un rastro. La acción de dibujar la ejercemos todos hasta que el entorno, con su insistente manera de corromper nuestra libertad, nos apunta de frente y nos hace creer que no podemos, que no sabemos y luego de algunos años, nos sentimos incapaces de agarrar un lápiz. Dibujar es conectar con uno mismo, con nuestro ser íntimo. Se dice que también es una manera de conectar con otras dimensiones, algo así como magia; un trazo que sale directo de la mente y se aloja en una dimensión parecida a la eternidad. Dibujar es mantener una relación cercana con el papel o con cualquier superficie que acoja nuestras marcas.
Nadie sabe cuánto hay que calcular para poder trazar una línea que esté viva, nadie sabe cuánto cuesta definir con un trazo, de un solo trazo, la sustancia de una cosa —dijo Picasso.
Él hablaba sobre la capacidad de dejar sobre el papel o la tela el trazo que aloje la esencia del objeto o sujeto dibujado. No su forma o la representación de la realidad, si no, la vida de lo puesto sobre la superficie afectada por la línea. Dibujaba todos los días. Picasso tenía una peculiar manera de registrar en su mente lo que veía, su capacidad de dibujar y pintar lo observado era genial. Así es como conocemos ‘El picador Amarillo’, realizada a sus ocho años —muchos la mencionan como su primera obra— con una maestría en proporciones y composición que sorprendió a su propio padre, José Ruiz Blasco, un profesor de dibujo y pintura que fue su primera guía en el orden académico y que marcó su vida artística. Muchos describen la relación con el padre como una lucha constante entre el hijo que no quiere seguir las reglas o que prefiere romperlas para no repetir sus pasos y un padre obstinado que sueña que su hijo se convierta en un respetable copiador de obras maestras. Una pulseta que sostiene hasta su último día. Una pelea con el otro y el presente; una propia negación.
Tenemos esta idea de Picasso como el hombre que posa semidesnudo en su taller sin temor a mostrar su cuerpo envejecido o el artista adulto de mirada penetrante —y polera a rayas— que desafía su tiempo. Como dice Eugenio Carmona: La imagen que tenemos del último Picasso la proyectamos sobre toda la trayectoria que un artista que casi fue capaz de cumplir un siglo de vida y un siglo de relación con la experiencia artística. Y, claro, también sabemos de Picasso el amante torpe y egocéntrico. ¿Quién es este hombre al que parece no importarle nada más que su propia creación? ¿Cómo Pablo, Diego, José, Francisco de Paula, Juan Nepomuceno, María de los Remedios, Crispín, Crispiniano de la Santísima Trinidad Ruiz Picasso, se convierte en Pablo Picasso? No es mi afán el querer caminar por una revisión histórica ni descifrar algún enigma pero sí poder relacionar la importancia del dibujo en su vida o más bien ficcionar para poder alterar la realidad y dibujar, desde aquí, un acercamiento a su pensamiento.
¿Es el dibujo la forma en la que Picasso se relacionaba con el mundo y con su propio cuerpo? ¿Es su cuerpo donde se aloja la línea? ¿Es la línea, su línea, una manera de prolongar su existencia? Es un asunto de vida, al parecer, mirar por medio de la línea.
Marcar. Prolongar. Asociar. Vivir. Para Picasso dibujar era vivir. Dejar que su cuerpo se relacione con el afuera, permitir que su mano se mueva como poseída. Soltar.
En medio de este proceso de descubrir la línea y dejarse llevar por el propio trazo se aloja la creación. Dibujar es percibir el espacio, masticar el tiempo. Dibujar es moverse sobre la tierra, es sembrar. Dibujar es inventarse una realidad, es irrumpir el espacio vacío. Picasso dibujaba todo lo que le rodeaba, dialogaba con su momento. Era reactivo. La miseria de la guerra, la pérdida, el despojo, el placer, el goce. Su posición política que también era una reacción. No olvidemos que Picasso tuvo contacto con el pensamiento libertario y es esta tozuda mirada alternativa a la vida que se podía vivir, no la establecida, la que lo acompañó todos los días.
El dibujo es el puente a la realidad, la del mundo y la propia. Dibujaba con los objetos de su presente, con la vida habitada por el caos. El dibujo era el presente. El desorden.
El dibujo se convierte en otras cosas. Se apropia de la materia y se transforma en una escultura, en un artefacto combinado con objetos encontrados o recogidos de su propio taller que es como el santuario donde pasan las cosas, donde pasa la vida, donde se esconde de la muerte.
El dibujo está en la pintura, en los gestos de su cuerpo en el espacio. El papel entre las tijeras o el alambre doblado, no hay límites para dibujar. El acto propio de la creación nace a partir de la nada, la que puede ser ese lugar donde se encuentran lo nuevo y lo anterior, lo que irrumpe, lo que incomoda. La nada es la constante pregunta.
Si se sabe lo que se quiere hacer, ¿Para qué hacerlo entonces? —decía Picasso.
Él no buscaba, salía al encuentro. A ratos me parece que su pulsión era precisamente ese vacío.
¿Acaso la propia muerte? La nada que puede ser el origen, el lugar donde se encuentran la vida y la muerte, cada vez, todos los días. Así como el suspiro que vacía de aire el pecho, pero a la vez lo reinicia, lo dispone a una nueva inhalación, a una nueva obra, a una continuidad de la línea. Dibujar es rechazar la finitud del cuerpo, es extenderlo, volverlo eterno. Es proponer que no hay tiempo o que el tiempo se somete al objeto de arte. Picasso fue el artista más prolífico de la historia. Se dice que podía pintar hasta tres cuadros al día. La cantidad de dibujos, grabados, collages, garabatos y textos que dejó son cientos de miles. Libretas, apuntes, manchas. Insistencia. Inmediatez.
Hay algo con el tiempo, con dibujar una y otra vez el mismo objeto (o sujeto), hasta domarlo, mirarlo desde diferentes puntos, apropiarse de su esencia. Mirar, volver a mirar. Dibujar con los ojos, con los propios, no con los de la época y menos con los ojos de las personas que mirarían su obra.
Picasso rechazaba la idea de estilo, de quedarse en un solo lugar. Su pensamiento inquieto comprometía hasta sus propias acciones. Renunciaba a la comodidad. Su línea traspasó fronteras, sus propios límites. Sus dibujos iniciales eran estudios de obras de grandes maestros, su gesto presente, al principio más tímido y después desbordante. Caprichoso, nada solemne, retrataba lo que veía. Veía lo que quería ver. Se apropió de las formas de otros, de otras culturas. Se inventó nuevos tiempos.
No tenía miedo al vacío, ahí nació. Tinta, lápices, óleos, color, papel, barro y luz. Con sus manos transformaba mundos.
Picasso, el nombre que se apropió del hombre.
La línea que se hace palabra y sonido, que se transforma en memoria, que sigue resonando después de cincuenta años y lo seguimos celebrando.
Foto: Patricio Crooker
Fuente: Ecdótica