Por Alex Salinas
Desde su mismo título (que busca ser tan contundente como los exitosamente pensados por el español Javier Marías), De esta noche no te marchas (2021), la novela de Rosario Barahona (1974) parece ofrecernos un historia de amor, acercarnos a los clichés del romanticismo, con ideas tan gastadas (aunque todavía populares) como las del amor a primera vista o el de las almas destinadas a encontrarse. Además, por medio de los objetos (apropiadamente desplegados en la portada), parece también acercarnos a la parodia, a los gustos y los consumos pretéritos que rápidamente, para el entretenimiento de lectores más jóvenes, han envejecido (¿toda la discografía de Duncan Dhu?). Sin embargo, además de todo esto, es también una encrucijada donde, desde los márgenes del texto, se introducen otros asuntos: los duraderos efectos de la violencia sobre las personas, el lugar de la ficción y la escritura para oponerse a los cíclicos relatos del poder que resaltan la sangre pero borran la riqueza de los individuos.
La novela, escrita aparentemente desde tres puntos de vista, se centra en al figura de Montecristo, estudiante y activista político que es apresado durante el golpe de estado de 1971 para después ser enviado a un campo de prisioneros en medio de la selva. Allí, junto con otros, urdirá un plan para secuestrar un avión militar y ser transportados hacia su libertad fuera del país, justo antes, después lo sabemos, de su fusilamiento. A pesar del sonado éxito de la maniobra, Montecristo, en las décadas siguientes, no dejará de sentirse visitado por los fantasmas de entonces, la culpa por la muerte de su madre (mientras él estaba en cautiverio), el prolongado adormecimiento emocional al perder, junto a la prisión y el desarraigo, a Paloma Sanjinés, celebrada escritora e ideal erótico que alumbrara su juventud.
Mientras Montecristo se analiza y se describe en segunda persona, como una forma de repaso y confesión de su conducta en las últimas décadas, la segunda voz de la novela la provee Micaela, una joven periodista enviada por su editor para obtener una entrevista (una más) del mítico Montecristo. Así, mientras por un lado asistimos a las reflexiones de Montecristo, la pluma de la periodista, a partir de su entrevista, parece reconstruir los hechos del 71, la prisión de los militantes de izquierda y su posterior escape. Además de estas voces, también nos encontramos con un narrador omnisciente, capaz de ingresar a la mente de sus personajes y de hacer apuntes, acaso innecesarios, sobre la historia y ciertas costumbres bolivianas.
Ya hace unas décadas, Doris Sommer y otros académicos, habían apuntado la estrecha relación del romance latinoamericano con la posibilidad de un proyecto social y político de una nación. En las novelas del siglo XIX, los proyectos románticos corren paralelos a los proyectos políticos; así, el fracaso de uno imposibilita o pospone la concreción del otro. La energía erótica que se mueve alrededor de los personajes, indica Sommer, también es capaz de impulsar un proyecto de nación o sociedad.
La novela de Barahona se aproxima a esta tradición, a la relación entre la polís y el eros para señalar, principalmente, que junto a la caída de un proyecto de nación en 1971, también ha naufragado, irremediablemente, la incipiente historia de amor entre Paloma y Montecristo. De ahí que ambos, el protagonista y la nación misma, a pesar de las apariencias y los cíclicos relatos optimistas del poder, desde entonces vayan a la deriva.
A partir de allí, podríamos pensar que el foco de la novela es el amor, la búsqueda y consecución de una segunda cita para una pareja, una que esta vez no debería ser interrumpida. Así, desde el título, se sugiere que la novela cuenta el triunfo de dos amantes sobre la catástrofe de la política y el paso del tiempo. Podríamos pensar también que Barahona elige sortear el apocalipsis y sugerir, por medio de sus personajes, que el amor y la memoria, como virtudes humanas, pueden sobrevivir a la destrucción y al olvido, que el renacimiento de su personaje y su despertar emocional, todavía son posibles. En ese sentido, podríamos leer la novela dentro de una tradición modernista de la literatura, una todavía posible declaración de fe, respecto al arte o alguna filosofía o doctrina de la actualidad.
Sin embargo, a pesar de esta lectura, la inestabilidad de los narradores, aquel en segunda persona y el narrador omnisciente, me llevan a proponer otra lectura, la de Paloma, la escritora y personaje secundario de la novela como la verdadera autora del texto que leemos. De esa manera, cobran sentido ciertas saltos de la narración en segunda persona hacia un yo desconocido: “Creta es tu memoria, Creta es mi memoria” (el resaltado es mio), los apuntes didácticos sobre el exotismo boliviano: “…se tomaron un café acompañado con un sándwich de palta en la cafetería de la facultad, a merienda típica del estudiante boliviano…”, que poco relevancia tendrían para los personajes, pero sí para un escribiente lejano o un lector de otras geografías.
Si es así, nos encontramos ante un mise en abyme, o el recurso de insertar una historia dentro de la historia, el momento en la que la narración se abre a otra narración para hacerle dudar al lector de la realidad y la autoría de lo contado, para que la obra contenga en sí misma su propio valor reflexivo. Así pues, esa narración en segunda persona que escuchamos no es la voz de Montecristo sino la voz del demiurgo, Paloma, que insufla de vida y de acción a su propia criatura: “Saliste del ascensor y tocaste su puerta sin timbre. Paloma te recibió alborozada […] Entraste. Te gustó que su casa fuese su propio templo de libros…”.
La historia que se nos cuenta entonces no es la historia de Montecristo y Paloma, para quienes no habrá redención posible, ni una segunda oportunidad, porque 1971 verdaderamente los “ha partido en dos”. Sin embargo sí es la historia de una voluntad, la de Paloma, de que su escritura, el reencuentro que narra, se convierta no en el comienzo optimista de una nueva era de convivencia social o el fin de la deriva política (la novela irónicamente anuncia el arribo del próximo apocalipsis, una extraña enfermedad originada en China), sino un relato que difumine temporalmente a las sombras, el “ocultamiento de las tantas cosas sucedidas”, que rescate “lo poco que va quedando de cada hombre”.
Entre el apocalipsis del 71 y el otro que se avecina, en la novela nos queda la noción de una mínima utopía, la de lograr, por medio de sus personajes, y a pesar de tanta sangre, un relato que cambie el destino de unas vidas para siempre destruidas, otorgarles, por medio de las letras, la oportunidad que jamás tuvieron. Esto, por supuesto nos recuerda el dictum lanzado por Gabriel García Márquez al momento de recibir el Premio Nobel: “Ante esta realidad sobrecogedora [el fin de la humanidad] que a través de todo el tiempo humano debió parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad…” .
Así parece haberlo asumido Barahona. Sus septuagenarios personajes, como una Fermina Daza o un Florentino Ariza deslizándose sin pausa sobre las aguas del Magdalena, alcanzaran a llegar a Roma, justo antes de que se cierren las fronteras, “mandando al demonio los protocolos sociales del amor”, dice Montecristo, para “encuarentenarse”, indefinidamente, mientras les dure el amor y afuera arrase la pandemia.
Fuente: traetormentas1.blogspot.com