Por Guillermo Ruiz Plaza
He leído Hemos sido felices por mucho tiempo (Parc Editores, 2022), el libro de cuentos de Mauricio Murillo, con ese gustito peculiar y algo masoquista que me invadía en los tiempos remotos de la infancia ante una película rara o tenebrosa pillada furtivamente a altas horas de la noche. Una película rara, sí, o un episodio de la mítica serie The Twilight Zone. Uno de esos episodios que, aun días después de visto, permanecía flotando en mi memoria con su halo de misterio.
Hemos sido felices por mucho tiempo es el primer libro de cuentos de Murillo. No se trata, sin embargo, de la obra de un cuentista primerizo, sino de un conjunto orgánico trabajado durante años. Prueba de ello es que, que yo sepa, por lo menos dos relatos del mismo fueron publicados en línea, en versiones anteriores, a partir de 2015: “El hotel del lago” y “Escucharás perros acercándose”. Lo recuerdo solo para valorar la maduración de los relatos, nacidos –sospecho– de imágenes primigenias que después fueron desplegándose como historias en la imaginación del autor. Imágenes primigenias e inquietantes que son el corazón de los relatos: un diente enorme hallado en la arena de juegos de un parque infantil (“El arenero”); un huerto de flores raras que tal vez no sean flores (“Centro de acogida”); una mujer sonámbula que sumerge las manos en el aceite hirviente de una freidora (“El hotel del lago”); una jauría de perros heridos, maltrechos y agonizantes (“Tabique”); el espectro de una mujer ahogada flotando en las aguas de una casa inundada (“El cuerpo fantasma”); una viejita embutida como una gavilla de ramas secas en un cochecito de bebé (“Subsuelo”).
Se trata de cuentos plásticos y está bien que así sea, pues la literatura, al contrario de la filosofía, no está hecha de ideas, sino de imágenes, olores y sabores. Es más, Murillo nos sumerge en un mundo que no puede ser aprehendido por la razón, sino solo a través de los sentidos. Se trata, por supuesto, de un universo fantástico, pero aquí cabe hacer una distinción importante.
El cuento fantástico, tal como se practica desde la segunda mitad del siglo XIX –desde Poe y Maupassant hasta Ángel Olgoso o Mariana Enríquez, pasando por Buzzati y Cortázar–, construye un cuadro realista y cotidiano donde, de forma subrepticia, se va abriendo una fisura irracional –una sola–, en la que se concentra toda la tensión del relato. A la par de esta tensión, la fisura va creciendo hasta resquebrajar el cuadro realista, lo que hace zozobrar la razón del protagonista. No es el caso de los relatos de Murillo. Para empezar, si bien escenifican acciones cotidianas, las fisuras que se abren son varias y, además, se van abriendo aquí y allá como dispersas y desprovistas de vínculo entre sí (¿qué relaciona, en “Subsuelo”, a la anciana del cochecito, el cactus palpitante y los sucesos extraños que acaecen en el depósito del edificio donde vive el protagonista?). De esta forma, el cuadro realista parece una represa que, ante la enorme presión que ejercen las aguas desde el otro lado, amenaza con derrumbarse. Y es, por cierto, lo que ocurre en cada uno de los finales, cuando lo irracional alcanza su clímax. Pero no es esta la distinción más importante, creo, sino el hecho de que los personajes de este libro casi no se sorprendan ni se asusten ni se escandalicen ante la multiplicación de las fisuras: exactamente como sucede en los sueños, donde aceptamos la acción fluctuante que se despliega ante nuestros ojos como si fuera la mismísima realidad.
Así, pues, estos relatos se inscriben en el onirismo moderno y tienen como antecesores a Kafka, a Lovecraft, a Leonora Carrington, a Gombrowicz y –más cercano en el tiempo– al rumano Mircea Cartarescu. En el plano audiovisual, además de The Twilight Zone, pienso en Cronenberg, en Lynch, en Aronofsky, en ciertos films o episodios seriales de los hermanos Coen.
No se trata de poner etiquetas. ¡Que el diablo nos salve de las etiquetas! Quiero decir, simplemente, que las historias de Murillo se van construyendo como sueños. Unos sueños más o menos coherentes, más o menos realistas, pero donde siempre hay algún detalle que sugiere que esa realidad es extraña, elástica, inestable: que se trata, en suma, de otra realidad. Por ejemplo, en “El cuerpo fantasma” –para mi gusto, el cuento mejor logrado del libro–, Landívar anda metido en negocios turbios que evocan la corrupta realidad nacional; sin embargo, al comparecer ante su jefe, lo descubre tomando brandy con la cara cubierta por “una máscara de goma de anciano, una de carnaval”, lo que no parece sorprenderlo.
Para reforzar la impresión de realidad cotidiana y de impasibilidad ante lo extraño, la prosa de Murillo está hilada con frases cortas, coloquiales y casi rutinarias que excluyen el adorno y el énfasis. Se multiplican, además, los modismos paceños (“varios, “harto”, “ese rato”, el uso casi sistemático del pretérito compuesto, etc.), lo que permite a la vez ubicar la acción y adentrarse en una manera de narrar paceña. Después de todo, vivimos en un país donde las cosas más increíbles ocurren cada día sin que nadie parezca asombrarse demasiado.
El minimalismo expresivo vehicula unas historias que se desarrollan como sueños agobiantes, pero que no desembocan nunca en la pesadilla abierta y declarada o que, en ciertos casos, cesan justo antes, en la inminencia del horror. Con la naturalidad de los malos sueños, se deslizan de a poco hacia un ámbito irrespirable pero sin desvelar del todo los motivos de la asfixia.
En definitiva, los cuentos de Hemos sido felices por mucho tiempo no son de terror, sino de angustia. Pues la angustia, a diferencia del miedo, ignora sus motivos o, al menos, no logra definirlos (si lo hiciera, tendría un objeto que temer y se convertiría en miedo). Angustia y angosto tienen la misma raíz etimológica. ¿Por qué no imaginar, en el origen de la palabra angustia, un pasillo que va haciéndose cada vez más angosto? Una metáfora válida de la existencia: avanzamos por el pasillo cada vez más sofocante de los días o bajamos con cautela sus peldaños más y más afilados hasta que, de golpe, como en el último relato de este libro, nos encontramos en el subsuelo. En La poética del espacio, Bachelard afirma que el sótano es el símbolo perfecto del inconsciente, ese lugar oscuro y siniestro de donde emergen nuestros temores más recónditos. En esa oscuridad nos sumergen, progresivamente y como quien no quiere la cosa, los relatos de Mauricio Murillo.
Fuente: Revista 88 grados