Por Santiago Espinoza
Rodrigo Urquiola Flores (La Paz, 1986) no necesita mayor presentación. Es uno de los nombres más consolidados en la narrativa boliviana de los últimos 15 años. Desde que en 2011 mereciera una Mención de Honor del (finado) Premio Nacional de Novela, por su obra Lluvia de piedras, su firma se ha hecho habitual en concursos nacionales e internacionales. Por eso no sorprende que su más reciente libro, Ayer el fuego, que acaba de publicar con la editorial Libros de la Montaña, recoja cuentos ganadores de premios como el José Nogales de España, el Edmundo Valadés de México, el Franz Tamayo paceño o el Nacional de Literatura de Santa Cruz.
Además de sus galardones, algo que une a los 10 relatos de Ayer el fuego es un universo ficcional anclado en el barrio sureño de Santa Fe, una suerte de reverso pobre y rural de la postal más extendida que se ha impuesto sobre la exclusiva Zona Sur paceña. Un paisaje situado en las antípodas de la versión ‘jailona’ de ese lugar y narrado por descendientes de campesinos aymaras que, aun habitándolo, han sido históricamente enmudecidos. Algo así como el contracampo de las películas de Juan Carlos Valdivia. A ese espacio vital viajan Urquiola y sus personajes, empleando el dispositivo de la memoria, para contar/vivir historias de amistades infantiles, amores juveniles y desencantos adultos, atravesadas por el choque de clases, la violencia descarriada y los partidos de fútbol. Sí: partidos de fútbol que juegan, ven o recuerdan los protagonistas de los cuentos que, a decir del también escritor de obras teatrales, se estructuran como una autobiografía ficcionalizada.
De esas pichangas entre amigos que aún juega, aunque sin la “velocidad” o “violencia” de antes, habla el autor paceño, en esta entrevista contestada a poco de la presentación de Ayer el fuego, un libro que, al igual que los también suyos Reconstrucción (2019), El sonido de la muralla (2015) y Eva y los espejos (2008). De los goles y los abrazos que se dan y reciben en las canchas de tierra habla Urquiola, pero también de su abuela (que es narradora y personaje), de su infancia humilde y feliz en Santa Fe, de los perros que lo perseguían y enfrentaba en lotes baldíos y de los fantasmas a los que vuelve para (intentar) aniquilar desde la escritura.
¿Cómo nació Ayer el fuego y qué te decidió a publicarlo en una editorial nueva como Libros de la Montaña?
Luego de ponerle punto final a mi primer libro de cuentos, Eva y los espejos, allá por 2008, sentía que una primera etapa de aprendizaje había terminado. Como en cualquier oficio, en la escritura siempre hay algo nuevo por descubrir. En 2016 se publicó mi segundo libro de cuentos, La memoria invertebrada, donde, a diferencia del primero, no solo hay un trabajo más sólido sino también la intención de entablar un diálogo más profundo con la parte de la realidad nacional que me ha tocado vivir. Ayer el fuego se sumerge de lleno en esta necesidad, no la de buscar respuestas a lo que sucede en algunas de nuestras calles u hogares sino, más bien, hablar de ellas en lo posible sin sentimentalismos o moralejas de antaño o contemporáneas. Esta escritura también implica una nueva búsqueda formal, son cuentos que relatan sin apuro y en donde los saltos en el tiempo pueden ser muy significativos. Libros de la Montaña es un emprendimiento donde el autor recibe un trato más justo que el que le ofrecen en otras editoriales, por lo menos en términos económicos, y, por otra parte, el acabado del libro quedó muy lindo.
Además de los premios que ganaron los cuentos elegidos, ¿qué criterios guiaron la elección y el orden de los relatos?
El orden de los relatos tiene que ver con el crecimiento de una persona, esa voz que aparece sin ser nombrada en todos ellos. Hay una primera parte donde se narra una Infancia (“Chupacabras”, “Dysneyworld”, “Árbol”), una segunda parte donde se narra una Juventud (“Ashley”, “Senkata”, “Huérfanos”, “La muerte de Lennon”) y una tercera parte donde se narra una Adultez (“Canario”, “La venezolana”, “Ayer el fuego”). A diferencia de Eva y los espejos, en el caso de Ayer el fuego no deseché ninguno de los relatos que habían sido parte de él desde el principio, así que no hubo otra elección que la de los sucesos que se cuentan.
¿Cómo fue el proceso de escritura y reescritura de los textos? ¿Los modificaste tras sus publicaciones originales, los hiciste leer con otras personas?
He aprendido a ser muy crítico conmigo mismo. Hasta el último momento no he dejado de revisar este libro. La mayoría de los cuentos que ya fueron publicados sufrieron varias modificaciones, a veces esenciales, pero en su mayor parte de detalles que no terminaban de convencerme. No suelo pedir consejo a otros autores o críticos, como suelen hacer otros escritores, y quizás sea uno de mis defectos el de estar convencido de que mi instinto me ha guiado bien. En el caso de este libro, sus primeros lectores fueron una importante editorial española que se interesó en él, pero que juzgó que la fama del autor no era suficiente para sostenerlo económicamente a pesar del informe positivo que me pasaron y quienes tuvieron la amabilidad de escribir un comentario para la tapa, dos excelentes cuentistas como Liliana Colanzi e Hipólito G. Navarro.
¿Crees que, por el universo ficcional compartido, los cuentos de Ayer el fuego podrían también leerse como una novela episódica?
Me inclino a pensar que no. Por una parte, el lector de cuentos, ese ser de libertad, tiene la potestad de leer como le plazca, y puede hacerlo en un sentido opuesto al que el autor le ha impuesto en el índice; entonces, creo yo, la lectura perdería ese orden temporal y, quizás, su propia noción de unidad. Sin embargo, todos los cuentos están pensados para ser leídos como mundos independientes en los que no es necesario que hayas leído un cuento para comprender otro. Una novela es un solo sistema con un objetivo bien definido, acabado en su propia identidad; un libro de cuentos son varios mundos que conforman un sistema, mundos que pueden dialogar entre sí, pero que pueden sobrevivir por sí mismos.
Desde la dedicatoria, tu abuela Justina, que en los cuentos aparece con otro nombre, es un personaje omnipresente de las narraciones. ¿Cuál es el lugar que su figura ocupa en tu obra ficcional?
¡Qué pocos escritores campesinos tenemos en nuestra literatura y cuánta falta nos hacen para comprender mejor nuestro país! A veces pienso que mi abuela, de haber podido estudiar más allá de cuarto básico y tenido acceso a literatura que tristemente no suele llegar al campo, hubiera podido ser una gran escritora. He vivido con ella desde pequeño y hasta ahora no deja de contarme historias. Siempre me sorprende con nuevos detalles, nuevos matices de cuentos que me ha repetido miles de veces y yo solo puedo escucharla con admiración mientras le hago preguntas que ahondan en su memoria. Así como un libro no existe sin otros libros, un escritor no existe si no escucha a sus mayores.
Otro elemento común en los relatos es Santa Fe, ese barrio de la Zona Sur paceña donde tienen lugar las historias. ¿Cuánto de memoria hay en la reconstrucción que haces de ese lugar fronterizo entre la ciudad y el campo, entre la realidad y la fantasía?
En un libro como este he querido ensayar algo así como una autobiografía, aunque esta palabra es siempre engañosa. Santa Fe es mi casa, el sueño que mi abuela tuvo desde que huyó de su casa en el campo a los 14 años, un territorio propio. El lugar en el que, de niño, he aprendido a observar el mundo y me he visto avasallado por su magnitud. Cuando mi familia llegó acá, no teníamos otra cosa que un cuarto de adobes para resguardarnos –sin luz eléctrica, sin agua potable– de la naturaleza, que todavía, antes de la llegada de tantas horribles casas de ladrillo, la nuestra entre ellas, lo era todo: la laguna habitada por renacuajos y ‘khessis’ (unos pececillos que ya no he vuelto a ver en ninguna parte), los murciélagos que peleaban con ‘taparancos’ revoloteando sobre nuestras cabezas, esos ratones que parecían canguros. Para mí era un lugar irreal, tan cercano a las casas acomodadas de la Zona Sur, pero al mismo tiempo tan lejano. A veces un sueño, otras, una pesadilla. Ahora, cuando vuelvo a medianoche desde el Centro y camino a pie por esos caminos de tierra que recorrí tantas veces, solo puedo sentirme agradecido.
Parte de ese paisaje son los animales, en especial, los perros callejeros o sus sucedáneos fantásticos, como en “Chupacabras”. En esta época de animalismo y mascotismo exacerbado, ¿Qué función les concedes en tu escritura a esos animales que, como algunos personajes humanos, se debaten entre lo tierno y lo salvaje?
Los animales son animales, un misterio, nuestros enemigos y nuestros mejores amigos al mismo tiempo. Aunque amo a los perros, esos seres magníficos y terribles de los que se puede aprender tanto, no podría, como hacen muchos, tratarlos como niños, humanizarlos, me parece ridículo y triste al mismo tiempo, de una soledad tan profunda hacer eso. Y es quizás por la manera cómo viví también. Antes, grandes perros cuidaban los terrenos baldíos y yo debía ir y volver a pie desde mi casa hasta el colegio. A veces te atacaban y correr no ayuda mucho, debes atacar también si no quieres que te lastimen. Esta ambivalencia, pienso, se nota en mi escritura, donde tal vez el ser humano, ya de por sí en una sociedad que muchas veces es hostil, debe enfrentarse, al mismo tiempo, a la hostilidad de los animales o, por otra parte, hallar consuelo en ellos porque, quizás, animales seamos todos y ese franco abrazo entre especies sea algo bueno, que no merecemos.
Puede que esta sea una lectura muy sesgada, por un vicio futbolero, pero ¿crees posible que los cuentos de este libro puedan también leerse como las cosas que pasan entre los partidos de fútbol barriales que juegan o ven los personajes, entre ellos tus alter egos?
Yo, como la mayoría de mis mejores amigos, tenía el sueño de ser futbolista. En las canchas de tierra he aprendido tanto como en los libros. El valor de la amistad, las peleas tontas, los gritos, las heridas, el abrazo del perdón, la celebración, tantas cosas que es imposible nombrarlas todas, darlo todo por algo tan insignificante y, al mismo tiempo, tan importante como un gol, todo te enseña, a narrar, a vivir. Hasta ahora sigo jugando, claro que no con la misma velocidad y violencia de antes, pero no podría vivir sin pisar una cancha, sin olvidarme del mundo por algunos minutos y buscar el gol como el único objetivo de la vida. En estos cuentos he intentado retratar varias cosas que he vivido en las canchas, ese lugar donde la existencia humana es apenas una metáfora del fútbol y no al revés.
Escribes en “Árbol”, el tercer relato del libro: “Para aniquilar al fantasma hay que volver al lugar donde se lo dejó”. ¿Es la escritura tu forma de volver al lugar donde dejaste tus fantasmas para intentar aniquilarlos?
Qué gran pregunta. Me ha dejado en silencio por un par de minutos. Solo se puede intentar aniquilarlos, nada más. Quizás la escritura no es otra cosa que el testimonio de un fracaso. ¿O será una victoria? ¿Qué clase de victoria es esta? Es lo de menos. Hay que seguir intentando.
¿En qué nuevos proyectos literarios estás trabajando actualmente?
Tengo un par de libros inéditos que quiero seguir corrigiendo. También emprendí nuevos cuentos con formas que no usé antes. Y algunas ideas me obsesionan desde hace rato. Veamos cómo va.
Fuente: La Ramona