Espeluznante: Las provocaciones de Paz Soldán y Senseve (inédito)
Por Rosse Marie Caballero
“Todas las mañanas salgo de casa tan temprano que hasta el sol sigue durmiendo…” dice Paola Senseve en su Vaginario (2008). “Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa”, dice Edmundo Paz Soldán en La puerta cerrada (1998). Dos narraciones, cada una en distinta época, pues, al parecer distan 10 años una de la otra. Dos cuentos breves, con un inicio nostálgico. Un amanecer, un atardecer, una mujer, un hombre son los narradores de turno, paralelos respectivamente.
Ella (la narradora) lleva en la mochila de colegio un bagaje de literatura, religión, matemáticas; él (el narrador) oye la misa conmovedora frente al lujoso ataúd de caoba. Ella luce el ojo morado y los cortes que adornan sus piernas por debajo de la falda. El hermano de María -quien narra la historia- escucha los aburridores discursos que destacan lo bueno y desprendido que había sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y abnegación para con su esposa e hijos.
Por su parte, Paola confiesa que el profesor de educación física ya no pregunta qué pasó, las monjitas rezan a diario por ella, las compañeras de clase olvidan que existe. Es más fácil para todos. María no llora, tiene un jazmín en la mano y lo huele con aire ausente.
La narradora recuerda que si tan sólo ayer no le hubiese puesto tanta sal a la comida, papá no hubiese tenido la necesidad de golpearla. El día anterior, María tenía un aspecto muy diferente, empuñó el cuchillo para destazar cerdos con la mano que ahora oprime un jazmín. La narradora se ha estado portando bien, ya no grita cuando papá frota su entrepierna con sus manos, no llora cuando incrusta su lengua en la garganta. El hermano ve a través de la puerta entreabierta, cómo María incrusta el cuchillo en las entrañas de papá, y luego, sonámbula, se echa en la cama, llorando. A la narradora ya no le duelen las penetraciones de papá, él promete ser delicado si ella se mueve un poco y le acaricia el cuerpo. Pero la sal imperdonable. De un izquierdazo hace que aflore su arrepentimiento y que la lección se grabe en su memoria. Papá ingresa al cuarto de María cuando mamá va al mercado o visita a unas amigas o por las noches después de asegurarse de que mamá duerme profundamente. Por su parte, la narradora disfruta de los únicos veinte minutos del día para ella sola, los veinte minutos de recreo, entra y sale del baño con un libro en la mano, pero no lee nada. Se masturba imaginando que el profesor de filosofía es su papá, que la toma por la fuerza y la viola.
María se va armando de valor hasta que un día… La narradora regresa a casa al medio día y se desnuda, papá duerme la siesta abrazándola. A veces la narradora llora, no hay tristezas en su vida, solo un enorme vacío que sabe qué es. En las tardes, asea los dormitorios, el living, el comedor y cuando llega a la cocina se detiene un rato y coge el cuchillo más grande y dibuja líneas sobre sus piernas… para María el cuchillo se vuelve en la única opción.
La narradora hace desaparecer su obra de arte, es decir, las plétoras de sangre en el piso contando su historia. Lastimosamente no deben permanecer ahí, si papá las viera sería capaz de matarla y ella no quiere provocarle más disgustos. El pueblo de María es un pueblo chico, y tarde o temprano se sabe todo. Acaso todos en el cementerio lo saben, pero, por esas formas extrañas pero obligadas que tenemos de comportarnos en sociedad, deben actuar como si no lo supieran. La mamá de la narradora se fue dejándola sola con papá, sin testigos. La mamá de María tal vez mientras llora se siente al fin liberada de un peso enorme, y los personajes importantes, se sienten aliviados de tener a papá al fin a un metro bajo tierra, y el cura mientras promete el cielo piensa en el infierno para aquella frágil carne en el ataúd de caoba.
La noche encuentra a la protagonista de Senseve haciendo tareas y esperando a papá. Le sirve la cena, comen, y mientras ella lava el servicio él se acuesta en la cama. Luego la observa con ojos cariñosos mientras ella se va despojando de la ropa como pétalos de rosa. Hoy, como todos los días, papá también cambiará su expresión y se enfadará bestialmente cando vea las cicatrices en las piernas. Para tranquilizarlo le dirá: “no te enojes, papá, es la única forma que tengo de sentir”.
El hermano de María no dirá nada de lo que sabe, pues teme que ella decida, como antes con papá, cerrarle la puerta. María mató a papá porque él jamás respetó la puerta cerrada.
¡Espeluznante! Los autores que dan origen a este ensayo denuncian de manera sutil -cual si no pasara nada- el abuso que la mujer sufre desde su condición de hija, provocando un corte en la ‘mantequillosa esencia de nuestro espíritu’, hasta traspasarnos la conciencia. ¿Y esto que parece ficción está presente en nuestra realidad? ¿Y no hacemos algo?
Casualmente esta temática la he encontrado también, sin buscarla por supuesto, en una Morena que hace poco publicó sus versos, donde afirma que con doce años de edad disfrutaba de la vejación de papá, cual si el hecho fuera nada más un hecho para disfrutar… Yo prefiero creer que tales versos son una denuncia disfrazada de goce. He oído, asimismo, que este tipo de literatura transgresora se está poniendo de moda. Sin embargo, no creo que sea simplemente cuestión de moda, sino de delatar aquel transcurrir subliminal de nuestra realidad que ha sido herméticamente silenciada.
¿Acaso la mujer ha nacido sólo para amar y sufrir? La mujer no solo sufre sino que, además, tiene que defenderse siempre (y sola) de diversas agresiones: se defiende de papá, de mamá, de los hermanos, de los novios, de los esposos, e incluso de los hijos. ¿Y el hombre? Constantemente sabemos por la prensa que padres o padrastros o tíos o primos abusan sexualmente de sus víctimas. Y lo que es peor, a diario mostramos esas noticias a nuestros niños por la televisión y en la hora que fuere. No digo que todos los hombres sean victimarios, ni que todas, absolutamente todas las mujeres sufran de algún tipo de vejación, pero es sabido que subsisten realidades escondidas entre cuatro paredes, silenciadas e incomprensibles para nuestro limitado entendimiento y de cuyos secretos abominables solo los cerebros desequilibrados podrían gozar.
Fuente: Ecdótica