El río caudaloso de nuestra fugitiva adolescencia (inédito)
Por: Christian Jiménez Kanahuaty
La novela de Edmundo Paz Soldán, Río Fugitivo, finalmente se ha reeditado, lo que celebramos. No ha sido un simple proceso de reimpresión, sino que se han reducido más de cincuenta páginas y se han quitado algunos detalles. Sin embargo, no deseo de ninguna manera detenerme en ellos, que si bien conjugan forma y fondo, me parece que no son lo más importantes. Lo esencial de Río Fugitivo está en su interior, en su despliegue narrativo, en aquello que nos hace volver a leerla sin sentir o que estamos perdiendo el tiempo o que su relectura no nos dará nada nuevo.
El Comienzo
Confieso que leí por primera vez Río Fugitivo el 2006. En ese momento vivía –como ahora- en La Paz. El 2007 volví a vivir un año en Cochabamba y al encontrarme con el Don Bosco sentí nostalgia. Una sensación sumamente rara, porque, claro, yo estudié ahí, pero no en los ochenta sino en los noventa; el auge del neoliberalismo, la aparente bonanza económica, la estabilidad social, espacios públicos abiertos y en construcción, la idea de hacer de Cochabamba no sólo una ciudad jardín, sino una ciudad moderna y capaz de servir de puente entre el Occidente y el Oriente del país, donde cualquiera se sintiera a gusto. En ese sentido Paz Soldán logra narrar como pocos la ciudad de Cochabamba. Y cuando digo “la ciudad” no sólo hago referencia a sus calles y plazas o líneas de micros o sus múltiples lugares donde uno puede ir a comer y a beber, sino a la íntima, a la invisible para aquellos que no viven en ella. Se trata de personas, de imaginarios, de clases sociales y de la forma en que se comunican y es en ese punto que la novela alcanza su nota más alta porque logra capturar lenguaje y modismos particulares que describen una generación. Recuerdo que en el Don Bosco usábamos las mismas palabras y las mismas referencias a la hora de hablar de música o cine, claro, luego cambiaron pero algunas cosas permanecen en nuestra memoria como ecos que nos persiguen sin nunca abandonarnos.
Narrar una ciudad no es tarea sencilla incluso cuando uno ha vivido en ella, se ha perdido en ella, pero al final, siempre se vuelve al lugar de partida como dice Mister Macbeth, uno vuelve siempre al final al lugar donde siempre debió haber dirigido sus pasos desde el primer momento.
Cuando leía por primera vez Río Fugitivo vivía con mi novia en La Paz, pero por alguna extraña razón que mi razón no llega a comprender, la historia de los personajes me transportaban imaginariamente a jugar de nuevo en el campo de césped del Don Bosco, a ver entrenar en esa misma cancha de fútbol a la formación integra del Wilstermann, o recordar las salteñas de Doña Julia, acompañando así a sus protagonistas. Aclaro que tampoco entiendo por que ya no vivo con mi novia.
Las conversaciones con el verdadero Don Julio que se encargaba de cuidar nuestras bicicletas permanecen intactas en mi memoria. Empecé a ver de nuevo al Padre Paco, al “padre” Papacho. Recuerdo que en el bolsillo derecho de su sotana guardada un gran llavero en el que colgadas se encontraban todas y cada una de las llaves de los cursos y oficinas del colegio.
Cierta vez el Padre Papacho nos arrojó el llavero, mismo que fue a dar contra la pared ya que un compañero, que se sentaba detrás mío, estaba hablando mientras él daba las notas de aquellos que entraríamos al acto de la primera comunión. Logramos esquivarlo, pero este se incrusto en la pared por la fuerza que nos lo fue lanzado. Todos reímos y Papacho sólo se enfureció más y dio la clase por terminada y salió del aula sin decir más; luego vino uno de los conserjes a recoger el llavero. Todas esas anécdotas, incluidas las verbenas o las típicas peleas con los de La Salle, o los fines de semana en Villa Fátima, volvieron irremediablemente como ese tiempo perdido. O el odio que nos teníamos entre los paralelos Azul y Amarillo. Yo estaba en el Azul que tenían fama de ser los más revoltosos cuando también, como diría Paz Soldán, estaba habitado por murciélagos o los típicos hijos de la Tierra de nadie, en cambio, los del Amarillo eran los hijitos de papá y los caiditos del catre, los que no se daban cuenta de nada, que sólo estudiaban y hacían alguna que otra barbaridad sólo por no quedarse atrás.
Años Después
Dos años después sigo viviendo en La Paz, sin pareja, después de la separación. Se cumplen 10 años de la primera edición de Río Fugitivo, y ese río aún suena, no porque piedras trae, sino porque detona en mí imágenes que creía olvidadas. Yo no salí bachiller del Don Bosco, mis primos si lo hicieron, pero la suerte o el destino hizo que aquellos que habían sido mis compañeros de curso los reencuentre en el Batallón Logístico Sub. Cornejo cuando nos tocó hacer el servicio pre-militar. Y fue como volver al Don Bosco, las cosas no habían cambiado, amigos que después de tantos años que convivencia dejan de hablarse tras el viaje de promoción por un lío de faldas o a consecuencia de las cosas que se dicen sin pensar porque el alcohol nubla la razón y abre los labios sin contemplación. Pero igual fue divertido volver a verlos –y escuchar como uno de ellos les decía que tenían que leer Días de papel porque trataba del Colegio, que ahí estaban Los Supremos, ¿se acuerdan de ese grupito?, claro yo, en aquel momento estaba en un puente, caminaba entre dos mundos, el mundo perdido del Don Bosco de los noventa y el mundo encontrado de mi nuevo colegio.
Aún el tiempo está presente
El tiempo que se va construyendo en Río Fugitivo no se ha perdido en la memoria ni en los estantes donde quizás se encuentran los viejos libros que leíamos en aquellas mañanas o en aquellos que vendimos cuando nos votaron porque nuestros padres no pagaron las pensiones y nosotros queríamos comer algo en el mercado o unas salteñas o invitar a salir a las chicas del Loyola y no teníamos de donde sacar el dinero. Al final, no somos tan diferentes, siempre hay algo que repetiremos hasta el final.
El río cambia y nosotros con él. Lo que fuimos ayer no lo seremos mañana, pero digo que al final, no somos tan diferentes porque hay sensaciones que nos conectan, hay emociones primarias que nos hacen ser parte de una generación o que nos hacen, a pesar de todo, vernos reflejados en el espejo de la generación que nos precede.
El río de nuestra adolescencia es fugitivo, porque uno tiene que crecer para seguir vivo, uno debe olvidar para no dejarse encasillar por los fantasmas que poblaron nuestra imaginación en las noches de lluvia o alrededor de una fogata en Villa Fátima con un monaguillo con ganas de entretenerse a costa de niños de quinto básico al contarnos historias de la “chola sin cabeza” o de “la mano negra”.
¿Dónde se habrá quedado nuestra adolescencia? ¿Sabíamos que la íbamos a perder al dejar de vestirnos con esa chompa tejida con hilo amarillo por los artesanos de las Aldeas S.O.S.? ¿Queríamos realmente que la cancha de fútbol sea convertida en un monumento al hormigón? ¿Logramos aferrarnos a todas esas kermeses en honor a la madre y a la Virgen María o las noches en que bailamos Morenada o Caporales demostrando nuestra energía, con el fin de no asumir las responsabilidades futuras? Quizás sí, quizás no, pero nadie arrojará la primera piedra, nadie dirá “yo no quise que eso sucediera” nadie dirá: “quería ser el mejor y sólo logré ser expulsado unas cuantas veces para terminar en un fiscal de quinta”. Son terribles las formas en que disfrutamos con los males ajenos de aquellos que compartieron parte de su vida y nosotros sin siquiera saber el día de su cumpleaños. Simplemente estábamos creciendo, se justifica en parte y es posible que ésta no tenga razón de ser. ¿Para qué justificar lo que ya pasó? ¿Con qué objetivo “oscuro” justificamos y justificaremos lo injustificable?
Narrar para olvidar, la forma de saldar cuentas
Nos encontramos, por tanto, o mejor dicho, me encuentro ante una novela que quiere narrar para olvidar, pero a través del olvido jugar a encontrar cada vez que se necesite reactivar ciertas pasiones. Un libro es un detonante de actividades imaginativas, se vive a través de personajes, héroes y delincuentes, porque de una forma u otra nos animamos a hacer en esas vidas imaginarias lo que jamás haremos –o pensamos hacer- en la vida real.
La idea es que no todo lo narrado es real, ni que todo lo narrado es ficción. Eso es clave, pero hay un mecanismo más fuerte, que es el de la interpelación; no sé, pero quizás lo que narró Paz Soldán no interpele a toda la comunidad de alumnos que estuvimos en el Don Bosco entre la década del ochenta del noventa, pero me parece que a algunos si nos tocó aquello. Por otro lado, su capacidad radica en la forma en que un lector por más que esté en España o Buenos Aires o en La Paz puede vivir esas jornadas de gloria y desamor, de pasión y de violencia o de secretos y ansiedades que se desarrolla en Río Fugitivo y ahí, queriéndolo sin querer la convertimos a esa Ciudad, a la de Mario Martínez, en una gran metáfora de la adolescencia fugitiva de nuestro río interior.
Fuente: Ecdótica