Por Alfonso Gumucio Dagron
Luego de mucho tiempo volví a ver al Soldado Terán en su casa, en Cochabamba, y le pregunté cómo es que luego de tantos años de soldado raso, no ha llegado siquiera a teniente. Es una broma que le hacen muchas veces, que José Antonio Terán Cabero responde narrando de nuevo el origen de su apodo: muy joven, mientras hacía su servicio militar, participaba en las tertulias literarias de Gesta Bárbara, a las que llegaba directamente con el uniforme de fatiga, que no había tenido tiempo de cambiarse. “Ya llegó el Soldado”, era la frase con que lo recibían sus amigos.
Vernos de nuevo fue una manera de cerrar la distancia de 18 años desde nuestro anterior encuentro en casa de Raúl Lara en 2004. Para dejar testimonio de ello le llevé una foto de aquella ocasión, y con ella en mano nos tomamos otra que muestra en ambos el paso de los años, no siempre amable. A pesar de la disminución de su capacidad visual el Soldado sigue escribiendo y prueba de ello es el libro que me obsequió, a fugitivas sombras doy abrazos (2018, Editorial Trilce), así, todo en minúsculas desde el propio título, como acto de humildad del poeta.
Tanto el título de la obra como la fotografía en la portada parecen un testimonio de su condición física: una foto borrosa de sí mismo subraya el maridaje de dos palabras “fugitivas” y “sombras”, pero también rezuman el hálito de los 22 poemas que con claridad y precisión hablan de aquello que se desvanece en el tiempo, aquello que se retrae para terminar.
A estas alturas de la vida los poetas nos miramos en un espejo que padece su propio envejecimiento, la corrosión especular que se produce cuando la humedad y el tiempo oxidan el nitrato de plata. Nos miramos para evaluar lo que está detrás y calcular lo que queda por delante. Eso hace José Antonio Terán cuando escribe en el primer poema que “los poetas hozan en lo oscuro del mundo / tientan algún frescor en el humo de abajo / buscan la puerta que los dioses tapiaron / para no dar explicaciones de su obra”. Cuando “los poetas desentierran lo escondido profundo” miran retrospectivamente sus actos.
Al leer “a solas con su vida más secreta / ensayan signos sobre el aire” y más adelante “palabras al acecho / tan solo exhalaciones”, recordé otro libro leído y comentado recientemente, El infinito en un junco (2019) de Irene Vallejo, donde se narra que antes de existir la escritura, la poesía era un soplo de aire, así de frágil y al mismo tiempo muy viva, porque se transmitía oralmente enriquecida por cada persona que repetía los versos ante un grupo.
El Soldado Terán habla de los poetas con entrañable pertinencia, de modo que podemos reconocernos en esos versos que ojalá los lectores lean con algo de complicidad. Nos dice que los “poetas anfibios” (que de alguna manera somos todos los poetas), “no pertenecen al espejo sino a lo que bulle / detrás de los espejos”, es decir, ven más alá de lo que la realidad (una entelequia) les muestra, para penetrar debajo de la piel de las cosas que se nombran, como lo hacía también Jaime Saenz. Hay una certeza misteriosa en la mirada del poeta que atraviesa los espejos para mirarse a sí mismo desde la cubierta de plata: “así se niegan a la muerte / una y otra vez con un poema / ardiendo entre las manos”.
Hay en este poemario versos de ácida ironía que parecen contradecir la gravedad filosófica de otros, como si después de toda una vida se pudiera relativizar la trascendencia de la poesía: “y tú cazador de imposibles / esperando una señal sin saber de qué estirpe / escribes tu versito acostumbrado / al puro estilo diecinueve”.
Los poetas escriben lo que se va acumulando en ese tintero mágico del que brotan palabras que sorprenden, en primera instancia, al propio poeta. La memoria no es simplemente un ejercicio del pensamiento, sino un descubrimiento permanente de lo que se ha perdido y se ha vuelto a encontrar muchas veces. No necesita el poeta proyectarse en el universo, porque lo que importa está mucho más cerca: “cuídate de la luna del poema melifluo / del harapiento amanecer / ovíllate en la vida de tus muertos / para desenredar las huellas que tú has sido”.
Algo que maravilla en los poemas del Soldado Terán es la autonomía de sus versos. Cada verso es independiente y vibra solo, tiene peso propio como un ladrillo que se encima a otro para construir un poema o una casa de palabras e imágenes, con ventanas y aleros que responden a su propia medida, una extensión precisa pero diferente. Estos versos no admiten disección anatómica porque son compactos, no muestran resquicios, pero están prestos a jugar con el lector. Un verso juega con el siguiente pero también con el que le antecede, y también podrían dejarse leer de abajo hacia arriba, porque cada poema-casa es acogedora en todos sus niveles. Cada verso canta su ritmo y tiene su propia cadencia, no necesita rimar para remar con otros sobre las aguas del poema.
Como el uróboro el poeta se devora a sí mismo para entregar cada verso “con la cola en la boca / con la boca en la cola” en un acto de “antropofagia voluptuosa”, es decir, en esa pequeña muerte de cada verso hay un inmenso placer creativo.
Estos son también poemas del ocaso, de las cosas extraviadas que la memoria recobra tozudamente enternecida: “ha de haber un lugar donde besar de nuevo / cuerpos cosas y seres padres madres / y todo lo perdido”. Estos son anticipos del n0-lugar donde todos nos dirigimos, aunque nuestros pies se resistan a llevarnos: “ya no hay madre ni pájaros ni perros / ya no hay nadie sino asfalto frio lluvia / y estoy en otra parte / donde he traído conmigo aquel lugar”.
Cuando “sobre el poema pesa el universo” el poeta se siente chiquito, más víctima que autor, porque “un poema no sabe lo que busca”, y en esa empresa que raya con muchos imposibles (el de la comprensión del otro, para empezar), el poeta está “maniatado en la sombra”.
La madurez poética aleja al poeta de los artificios, “vericuetos cerebrales” y “metáforas abstrusas”, para regresar a la poesía elemental con la que concluye el último poema de la obra: “a ver si ahí te encuentro y nos damos / compañera porfiada mi amorosa cadena / por fin en la tantálica nostalgia / un revolcón auténtico de amantes”. Y claro, lo de “tantálica” no es gratuito, porque une huesos rotos y es resistente a la corrosión.
Fuente: Letra Siete