Por Valeria Correa Fiz
Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) era, previo a la publicación de Distancia de rescate, su primera nouvelle, una autora reconocida y apreciada por sus relatos en los que destacan las atmósferas de tensión y un estilo contenido, deshidratado de cualquier accesorio, características que no abandona en la obra bajo consideración.
Amanda, la protagonista, y Nina, su hija pequeña, pasan unos días en el campo en una casa alquilada. Allí conocen a Carla, una vecina atractiva, y a David, su hijo. La nouvelle recurre a uno de los topos clásicos de la literatura de terror: la naturaleza, ese beatus ille que pronto deviene un sitio amenazante y fuera del control del hombre, para contar cómo una estancia apacible en la pampa húmeda argentina puede convertirse en tragedia. En el núcleo de esta nouvelle, la toxicidad como fuente de conflicto. La de la maternidad de ambas madres, Amanda y Carla, y la del campo argentino que enferma los cuerpos de los niños que habitan las zonas vecinas a los cultivos de soja. Con estas dos líneas argumentales, una individual y doméstica y la otra colectiva, Schweblin estructura magistralmente una distopía ecológica con pinceladas de historia de terror y thriller.
Estructura narrativa
En su vocación por condensar y tensar el relato, Schweblin prescinde de narrador y concibe la nouvelle como un diálogo inquisitivo a dos voces: la de Amanda, la protagonista, una mujer agonizante en una salita de emergencias, y la de David, el hijo de la vecina que, después de intoxicarse con el agua de un riachuelo y tras una curación ritual, sufrió una trasmigración y recibió un alma ajena. Bajo esas premisas, los lectores asumimos como naturales las voces trasmutadas de los personajes: David es el que sabe y maneja el registro de un adulto en el diálogo y la mujer adulta es la ingenua. David guía socráticamente la conversación con los objetivos de llegar a la verdad -para que la sepan Amanda y también los lectores- y para que la mujer tome consciencia de su estado cercano a la muerte. El resultado, lejos de ser sosegadamente filosófico, es un diálogo alucinado y febril, lleno de repeticiones y recurrencias. Ese ir y venir de preguntas y respuestas parece, por momentos, inagotable y solo se interrumpe con el trágico desenlace.
La verdad saldrá a la luz poco a poco, de modo fragmentario y elíptico. Schweblin es una narradora muy hábil en el manejo de los silencios, los desvíos, las ambigüedades y en el arte de la elipsis. Sus personajes dicen sin decir, confiando en la inteligencia del lector para llegar a la verdad última de los hechos. El diálogo es, también, desasosegante por el rol que la autora argentina le asigna al niño: a veces ignora las preguntas que Amanda le dirige y otras interrumpe el hilo narrativo de la mujer con una frase repetida y enigmática, Eso no es importante, lo que obliga a los lectores a preguntarnos qué es lo importante entonces.
La trama se inicia in media res y ocurre en una salita de emergencias cuya estrechez y oscuridad evocan el útero o la tumba. David busca esclarecer el momento exacto en que algo muy parecido a gusanos, dirá metafóricamente para hablar de la intoxicación, toca el cuerpo de Amanda por primera vez. A través de los recuerdos que la mujer intenta reconstruir a trompicones, se nos revelará también a los lectores el momento exacto en que la protagonista pierde la distancia de rescate con su hija Nina. El uso acertado del tiempo presente a lo largo del diálogo contribuye a generar esa atmósfera de alucinación e incertidumbre que gobierna toda la trama. Por último, un tema estructural que dejaré para el final es el asombroso cierre de la nouvelle, la prolepsis de una muerta, acentuando los aspectos fantásticos o sobrenaturales de Distancia de rescate.
Modelos de maternidad
La maternidad se despliega en dos modelos antagónicos en la nouvelle. El de Carla, «la mala madre», cuyo hijo David se intoxica bebiendo aguas contaminadas porque su atención estaba centrada en la custodia de los caballos que criaba su marido. La culpa la persigue: a veces no alcanzan todos los ojos, Amanda, le confesará a la protagonista. Cuando su hijo se intoxica, Carla recurre al ritual de la casa verde con la esperanza de salvarlo: la transmigración, que se llevará el espíritu de David a un cuerpo sano, pero traerá también un espíritu desconocido al cuerpo enfermo. Así Carla perderá al niño dos veces, físicamente en manos de la intoxicación (Estaba tan caliente y tan hinchado que era hasta extraño al tacto) y, espiritualmente, después de la migración que ocurre con el ritual. David sale de la casa verde hasta caminando de un modo diferente. Da pasos cortos e inseguros, tan distintos a los de mi David, afirma su madre. El horror hacia el hijo se acrecienta (ahora ya no me llama mamá) hasta que Carla llega a decir: (…) este es mi nuevo David. Este monstruo. Y los lectores no podemos reprimir el escalofrío y preguntarnos: ¿Qué cosas tan terribles hizo David para que su madre no lo reconozca como su hijo? Y también, ¿qué es peor, perder a un hijo o perder su alma?
El segundo modelo de maternidad desplegado en la nouvelle es el de Amanda, «la madre controladora», cuya vigilancia obsesiva -medida con la distancia de rescate (ese hilo umbilical e invisible que la une a su hija)- no consigue evitar la intoxicación de Nina. La distancia de rescate a la que se refiere el título es metafórica y consiste, en palabras de la propia Amanda, en la distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería. Bajo esa premisa, la maternidad de Amanda supone, inevitablemente, el miedo como destino y exige un control permanente de los movimientos de Nina para evitar cualquier fatalidad. Ahora bien, cuando el peligro está en el aire que respiramos, en el agua que bebemos o en la tierra que pisamos, ¿es posible medir, manejar esa distancia de seguridad? ¿Existe algún tipo de maternidad, en estas condiciones ambientales, que permita velar por la salud de los hijos?
El campo argentino
Poco a poco y a medida que el diálogo entre Amanda y David avance, los lectores tomarán conciencia de la tragedia ecológica, la derivada de la agresión química al campo. Este proceso se inició en la década de los noventa en Argentina y continúa aún hoy, a pesar de que los principales agroquímicos utilizados en el cultivo de la soja están prohibidos en gran parte del mundo porque su toxicidad ha quedado demostrada. La ambición agroexportadora de los terratenientes argentinos extiende aún hoy su sombra alargada. Zonas que eran agrícola-ganaderas han devenido en terrenos destinados al monocultivo de la soja. La novela da cuenta de esta situación y de sus consecuencias (No ve los campos de soja, los riachuelos entretejiendo las tierras secas), pero sobre todo evidencia que la ambición no solo sembró soja, sino también la enfermedad y la muerte.
Schweblin narra el horror de las mutaciones que padecen los niños de las poblaciones vecinas a los grandes monocultivos de soja: No todos sufrieron intoxicaciones. Algunos ya nacieron envenenados, por algo que sus madres aspiraron en el aire, por algo que comieron o tocaron, explica David. Muy pocos nacen sanos y la mayoría tiene deformaciones: no tienen pestañas, ni cejas, la piel es colorada (…) y escamosa también. Son niños que no pueden escribir porque no controlan bien sus brazos ni su propia cabeza, o tienen la piel tan fina que, si aprietan demasiado los lápices, terminan sangrándoles los dedos. Niños que ni siquiera sus familias saben cómo tratar y dejan al cuidado de las enfermeras de la salita de emergencias. Y redobla la apuesta de la monstruosidad exhibiendo también un elenco de animales intoxicados (pájaros, patos, perros, un padrillo que tenía los labios, los agujeros de la nariz, toda la boca tan hinchada que parecía otro animal, una monstruosidad, afirma Carla, que apenas tenía fuerzas para quejarse). Los animales marchan a la muerte con la ayuda de David, que los empuja hacia delante y luego, con lágrimas de impotencia en los ojos, los entierra como puede. La pampa, la otrora región más fértil de Argentina, es en Distancia de rescate una región de tierras áridas, sin ganado, donde la soja reina ominosa y, por momentos, es descripta por la autora como una planta que pareciera cobrar vida e inclinarse amenazante hacia los protagonistas.
La prolepsis del final
Con una inteligencia narrativa extraordinaria, Schweblin construyó una nouvelle vertiginosa y desasosegante, que no da tregua a sus lectores y obliga a pasar página tras página hasta llegar a su final, a la pregunta que Amanda hace a David: ¿Qué es lo importante, David, necesito que lo digas, porque el calvario se acaba, no? Necesito que lo digas y después quiero que siga el silencio. Es el momento de clausura de la trama. La mujer ha conseguido reconstruir su historia con la ayuda del diálogo guiado por el niño y comprende. Comprende por qué está en la salita de emergencias. Comprende cuál ha sido la génesis de su mal y el de su hija (se intoxicaron porque se sentaron en el pasto, en el lugar en que uno de los bidones con agroquímicos tóxicos se había derramado contaminando el terreno) y recuerda que su hija está viva porque su vecina Carla la sometió, también a ella, al ritual de la casa verde.
Amanda, no exenta de pena y angustia, ya está lista para morir.
David, nexo entre los intoxicados y la muerte, cumplió su misión esclarecedora y va a empujarla hacia delante como lo ha hecho con el perro del señor Geser, con los caballos y los patos moribundos. Y advierte a la mujer que todavía por unos segundos podrá escuchar a su padre. La imaginación prolífica de Schweblin vuelve a desplegarse en un final magnífico: como si la muerte o los ojos de David le permitieran vislumbrar el futuro, Amanda accede a una prolepsis que acentúa los rasgos de carácter fantástico de esta nouvelle. Así ve llegar a su marido al pueblo tiempo después de su muerte. El hombre quiere entender qué ha sucedido y va a hablar con el padre de David, pero finalmente abandona su propósito y regresa a su coche. Allí está David, sentado en la misma posición que Nina, una mano estirada apenas hacia el topo de Nina, disimuladamente, los dedos sucios apoyados sobre las patas del peluche, como si intentara retenerlo. La puñalada final es certera: los lectores comprendemos que el espíritu de Nina ha transmigrado al cuerpo de David, pero casi no tenemos tiempo de acongojarnos porque el marido de Amanda ya se aleja del pueblo. La última descripción de la nouvelle consiste en aquello que el hombre de la ciudad, encarnado en el esposo de Amanda, ya no ve o elige ningunear: los campos de soja, los riachuelos entretejiendo las tierras secas, los kilómetros de campo abierto sin ganado; en suma, el territorio devastado por la acción de los hombres.
Amanda muere y los hilos, el umbilical e invisible que la unía a su hija y con el que medía la distancia de rescate, y el narrativo se cortan. Devienen mecha en una metáfora perfecta para cerrar una trama impecable: el hilo finalmente suelto, como una mecha encendida en algún lugar; la plaga inmóvil a punto de irritarse.
Fuente: cuadernoshispanoamericanos.com/