“Los hijos de Goni” como libro y experiencia
Por: Daniel Averanga
(…) Yo tuve una conversación con Ernesto Sábato; Sábato me dijo algo que me parece muy justo (…): “Siempre se dice que Cervantes escribía mal, como siempre se dice que Dostoievski escribía mal, pero si ese escribir mal les ha servido para dejarnos el Quijote y Crimen y castigo (…), entonces no escribían tan mal, escribieron lo necesario para sus fines”.
Jorge Luis Borges, entrevista en A fondo, 1976.
Uno: Antes de nada
A lo largo de los años he sido testigo del lanzamiento de libros necesarios, vitales, indispensables, únicos; por otro lado, también de textos sosos, vacíos, innecesarios y, sin otro modo de decirlo: nacidos muertos; “Publicar es fácil”, dicen algunos, “solo es cosa de organizarse”; pero hacerlo implica tener listo el documento en formato Word (tratar de que su versión final tenga la mínima cantidad de errores posibles), invertir dinero en una imprenta, soportar a los diagramadores o que ellos nos soporten, diseñar o hacer diseñar la tapa, ir al repositorio para sacar el número de depósito legal (¿es necesario?), a la cámara departamental del libro para lo del I.S.B.N. (Repito: ¿es necesario?), convencer a los amigos que escriben para que nos promocionen en la contratapa, estar listo para el momento de la impresión y, luego de mucha espera, tocar en silencio, siempre en silencio, los primeros ejemplares que sacaste de la imprenta y apreciarlos, por fin, por fin y por fin, a pesar del olor a clefa, a tinta y a celulosa que suelen tener; luego tomar uno de los ejemplares, echarle un ojo a los interiores y rogar al cielo para no hallar errores a la primera…
…O, en caso de ser promocionado por una editorial con recorrido, prestigio y profesionalismo, saltarse todo ese trámite y, promoción mediante, esperar al día de la presentación.
El camino de la publicación de un libro, más que todo desde los escritores independientes, tiene esos puntos básicos de proceso de trabajo: uno mismo se corrige, uno mismo va a hacer los trámites, uno mismo empuja su obrita, a veces con los oídos a prueba de los pesimistas, a veces sin el apoyo de familiares o amigos; Rolando Barral escribió alguna vez que invertir para publicar un libro implica tener la conciencia de no recuperar la inversión inicial; dicho pensamiento es natural en autores independientes, es de esperarse también que en Bolivia el mercado no sea tan fluido en cuestión de ventas, más con la situación actual, y por ello cada libro que sale, hoy en día, debería tener la obligación de ser necesario, vital, indispensable y único en su acabado, o al menos aparentar esas características. Todo libro, desde siempre, ha sido considerado un “riesgo de inversión”, pero con la coyuntura actual, después de una época tan compleja como los últimos dos años, ese “riesgo de inversión” adquiere el estatus de “deporte de máximo riesgo”.
Entonces, a partir de todo esto, iniciemos.
Dos: El libro
Si hay que resaltar una cosa, es que Los hijos de Goni es, en toda regla y esencia, un libro de relatos y no de crónicas, como muchos pensaban que sería. En ellos, Quya Reyna rememora muchas de sus vivencias a partir de su crecimiento social, económico y humano en un territorio como El Alto, que ella percibe como acogedor y propio.
Cada uno de los relatos se apoya en ese continuo impacto entre lo rural y lo urbano que ha existido desde siempre en la cotidianidad alteña, y llenos de espontaneidad y sinceridad, abarcan descubrimientos sociales, choque de paradigmas, primeras experiencias de trabajo, conflictos de comunicación entre familiares, descripciones de elementos tan terrenales, rutinarios, y todo a partir de una envidiable naturalidad al armar las imágenes y exponerlas al lector; reafirmo esto de que se tratan de relatos y que debieran ser analizados y apreciados más que todo desde esa óptica, porque si nos acercamos con los lentes del analista de crónicas o del sociólogo lector de Gramsci, nos encontraremos frente a un problema engañoso a partir del título.
Se menciona a Goni (Gonzalo Sánchez de Lozada, expresidente boliviano) solo en el primer relato; después, no se ahonda en ningún momento en análisis políticos o antropológicos, ni se juzga desde una posición de superioridad moral, intelectual, racializada, cultural o ética. Y en su sencillez y simpleza (para bien y para mal) el libro entretiene, divierte, conmueve y provoca que el lector reflexione sobre ciertos temas tan universales como locales.
Reconozco que lo leí en tiempo récord, porque su fluidez es tan natural que no hace caso de reglas al momento de contar una historia; hablo de reglas de orden cronológico, ortográfico y de coherencia, y muy a pesar de que le hallé muchos errores, la verdad es que no me importó su imperfección en lo más mínimo. Explicaré mi justificación sobre esto más adelante.
La apariencia del libro, por otro lado, provoca, al menos para mí, un choque de sensaciones: pequeño, con su horrible color azul-verde pastel y sus tapas más “ajables” que la dignidad de los docentes de universidad cuando solo se les dice licenciados, termina, irremediablemente, por provocar en el lector algo más que atracción.
En síntesis, el acabado, con sus elementos contradictorios, casi como la fachada de un Cholet, funciona muy bien.
Tres: Lo rescatable
El libro es un cúmulo de sorpresas llenas de la premura natural que se siente al encontrarse con alguien en la calle y escuchar, de primera mano, sus anécdotas más divertidas y terribles; Quya Reyna no se amilana y cuenta lo que cree debe contarse, en el orden que debe contarse para ella, y a partir de ello atrae más y más al lector, como si lo convirtiera en su cómplice.
Sus relatos convierten el pasado en memorias dignas de compartir, acercándose, de cierta manera, al concepto de “novela-evidencia” de la bielorrusa Svetlana Aleksiévich, que se refiere al uso de las experiencias propias y ajenas para contar uno o varios hechos para describir una coyuntura, un contexto y hechos históricos relevantes (incluso universales) desde lo local (incluso zonal).
El libro de Quya Reyna no es una novela, pero tiene la virtud de parecer una, y no una común y corriente, sino lo que diría Nisttahuz sobre ciertos libros de cuentos y relatos: “Tienen el mismo narrador, personajes y, una vez leídos, se les percibe un sabor como a novela”. Si la “novela-evidencia” de Aleksiévich le da voz a los que nunca podrían manifestarse a través de un libro, en Los hijos de Goni, no solo el manejo del lenguaje parece darles vida a las anécdotas de Quya Reyna, sino que todos los relatos terminan siendo una especie de punto de referencia, desde el cual los lectores se dicen a sí mismos: “Esto lo viví una vez”, “Me recordó mi infancia”, “Como le sucedió a mi hermano en primaria”, “Así de alaraco era mi tío”, etc.
En síntesis, los relatos de este libro están tan bien diseñados en su fondo narrativo, que se emparentan (sin forzar la comparación) al trabajo de Svetlana Aleksiévich, que reunió testimonios de cientos de personas y se puso en los zapatos de sus entrevistados para contar, desde las voces de estos, tragedias, anécdotas e hitos terribles como los fantasmas de la guerra y la pobreza, recalcando en su trabajo siempre que no hacía crónicas, sino relatos; no obstante, Aleksiévich no creó este método, de hecho fue ella quien reconoció, tanto en sus escritos como desde varias entrevistas, la influencia de los trabajos de Pushkin, Fellini y Guareschi, el primero con sus leyendas convertidas en cuentos, el segundo con sus películas de pueblos como microuniversos, y el tercero como el creador del Mondo Piccolo, ese concepto que la misma Quya construye en sus relatos usando, como fuente principal, a sus parientes y a su yo infantil y adolescente, pero recalco, este yo infantil y adolescente representa, y con precisión, el arquetipo del niño y adolescente alteño e incluso latinoamericano.
Ya lo había dicho desde mis redes sociales antes, Los hijos de Goni es uno de los mejores libros de esta década, no porque tenga como autora a una narradora y comunicadora alteña, sino porque cumple con su propósito de contar una y más historias sin quedarse en la pose intelectual de quien quiere aprobación por escribir desde un lugar “tan difícil y complicado”; Quya escribe relatos dignos de leerse, a mí personalmente no me interesa que ella no se considere escritora, lo ha hecho y lo ha hecho tan bien, que ha dejado la vara muy alta para su próximo libro; supongo que será de aquí a unos meses, incluso un par de años, que nos sorprenda de nuevo, mientras tanto, analicemos poco a poco la constitución del libro sin desvelar mucho:
El primer relato, “Los hijos de Goni”, presenta, a través de la exposición de los vínculos familiares, un gran análisis de las formas en que la gente se adapta y crea iconos a partir de sus imaginarios; es como el concepto de Cucu de Paredes-Candia, el de Ququli de Ernesto Calizaya o el de Coco de Dino Buzzati, podrían ser diferentes estos seres, pero reflejan los miedos infantiles casi de igual manera, salvando distancias…
“El Huicho”, por su parte, da forma a lo andino familiar frente a lo social, abriendo entre sus párrafos una persiana para ver la cultura del “relacionamiento entre hermanos” que se da en el mundo andino periurbano; en la novela “Seúl Sao Paulo” (2019) de Gabriel Mamani se ve esta misma hermenéutica, la de la competencia entre hermanos, la “cultura del miramiento”, y tanto en este relato como en aquella novela se esculpe la idiosincrasia andina en entornos urbanos: ¿quién logra más o quién es más respetado por los demás en la familia?; pero, obviamente, en el caso de Mamani hay una leve diferencia terrenal, porque él narra su ficción desde un terreno ajeno, aunque vecino, a la ciudad de El Alto. Quya, por su parte, refleja esta idiosincrasia a partir de la relación entre su padre y Freddy, El Huicho, y saca en limpio: “Yo creo que un hombre de El Alto no es nada si no es más que su vecino (…). Por eso, nada más que por eso, porque no se puede vivir sin decirle a tu vecino: Tu envidia es mi bendición” (Pág. 22). Es uno de los relatos más divertidos y “sociológicos” del libro.
“Un fiambre” y “El arte del khamaneo” son relatos descriptivos, aunque no por ello carentes de esa carga vital de premura que tiene la prosa de Quya; la fluidez de las descripciones ayuda a comprender el porqué de su inclusión en este libro y cumplen ambos un rol informativo y sensitivo, excelentemente diseñados, para los lectores.
“La ratera” y “Los extraños” son relatos emotivos pero distintos, mientras que “La ratera” describe lo que, quizá, todos hemos pasado en nuestras respectivas infancias, Quya le da un contexto difícil de igualar, excelso y divertido a la vez. Uno sabe lo que es ser pobre y cómo luchar contra esa naturaleza impuesta, cosa que se expone, de manera magistral, en “Los extraños”, casi testimonio de la sabiduría empírica de las personas en relación a sus prójimos, “hermanos en la tempestad”, diría Tagore, reflejados en las decisiones de la madre de la narradora.
“La culpa es de la Colonia” y “La ciudad” (los últimos relatos del libro), oscilan entre la anécdota y la melancolía, también reflejan ciertos pensamientos que todos, al menos los que vivimos en la ciudad de El Alto, tuvimos alguna vez sobre quiénes somos, qué queremos y cómo nos desplazamos por la vida. Un agregado de “La culpa es de la Colonia” está en el juego de interpretación lingüística del español y el aymara que sucedió entre los nombres Camila y Camela, grupos en español de la primera década de los dos mil. Tengo que recalcar que a mí me gustaba más Camela por entonces.
La joya de la corona se lo lleva el penúltimo relato, “Perro gris”, que es un poderoso testimonio que oscila entre el realismo crudo y el horror más terrenal que puede verse en libros como “Error humano” y “Fantasmas” de Chuck Palahniuk, o “La virgen de los sicarios” de Fernando Vallejo; el texto en sí reflexiona acerca de la frustración por querer hacer lo correcto y los riesgos de no conseguirlo, elemento clave para comprender ciertos movimientos activistas en la realidad. Ciertamente este relato podía haber terminado a la mitad de su extensión, pero la autora va más allá de la sola elipsis y se extiende con lucidez para relatar todo lo que se siente el fracasar en un propósito benigno. El último párrafo del relato cierra con un broche de oro sardónico, que bien puede brillar y sacar una carcajada de consuelo (o resignación) en medio de tanta tragedia.
En fin, un libro reflexivo, hermoso, humorístico y sensato por donde se lo mire, a no ser por…
Cuatro: Lo cuestionable
Impresiona que esta sea una de las últimas publicaciones de Sobras Selectas, no se nota en lo más mínimo el esfuerzo o el trabajo del editor por querer guiar a la autora (ya que es su primera experiencia de publicación en solitario), precisamente para evitar que cometa los errores que el libro tiene. Es decir, ¿cuánto costaba contratar a un corrector de estilo que VEA (modo subjuntivo del presente VER), o mejor, que VIERA o VIESE (pretérito imperfecto del subjuntivo en sus dos formas) que muchas de las expresiones de la autora necesitaban un pulido, una recomendación acaso, quizá un agregado didáctico, para que el libro TERMINASE o TERMINARA mejor?
Borges aseguró que Quevedo o Lope de Vega podrían haber corregido cualquier página del Quijote de Cervantes; pero recalcó que corregir una página es algo sencillo, cualquiera con conocimiento técnico lo haría; la dificultad está, cómo no, en escribir esa página, y que el libro del Quijote, incluso con sus cientos de defectos y limitaciones de lógica, respiraba una vida propia que pocos de los textos de Quevedo conseguían.
Yo pienso que, si un escritor mediocre es ayudado por el mejor editor del mundo a sacar un libro, el resultado será intachable, carente de errores, pero sin vida; ni el mismo Jorge Herralde como editor, o la sagaz Carmen Balcells como agente, podrán levantar del fango al mediocre escritor con ínfulas: se ha visto en Bolivia montón de veces, también dentro de los fenómenos literarios como el “Boom Latinoamericano” o el reciente “Gótico Latinoamericano”, si el autor no crece, si se estanca y muestra la misma cosa y se repite, muere para los lectores; mientras si sucede lo contrario, si el autor o autora escribe piezas que tienen vida propia y los editores con los que le toca publicar le ayudan poco o nada, quienes ganarán serán solo los autores; los editores son descartables en este último caso.
En serio, muchas líneas arriba aseguré lo siguiente: “(…) y muy a pesar de que le hallé muchos errores, la verdad es que no me importó su imperfección en lo más mínimo”; ¿por qué? Obvio, el libro de Quya Reyna tiene vida, respira y fascina muy a pesar de la negligencia de su editor.
No me molestó que se mencionara veinticinco veces el nombre El Huicho en el relato homónimo, ni que en todo el libro se conjugase muchas veces con el modo subjuntivo en presente y no en el pretérito imperfecto del subjuntivo; supongo que como soy alteño, para los lectores debo ser medio ignorante, así que le meto nomás en mi experimento antropológico artístico; al final, quizá los responsables de Sobras Selectas lo hacen a propósito, ¿no?
Como aseguré ya, Quya ha dejado la vara muy alta para su próximo libro; yo tengo la esperanza de que escoja mejor la próxima vez (no un vendedor de libros sin otro talento más que el de saber negociar como un judío africano salido de “Uncut Gems”, y que te ofrece en cien bolivianos lo que va a rescatar a la 16 de Julio, y usado, en cinco), o de que la segunda edición, de seguro ya confirmada gracias a la buena racha en ventas que tiene últimamente el libro, mejore el acabado.
Cinco: Y bien…
He notado una cosa interesante todo este tiempo, desde la primera vez que se presentó el libro de Quya Reyna, desde la polémica en Santa Cruz, desde que algunos escritores de la misma Santa Cruz sacaron, a través de sus redes sociales, publicaciones de apoyo al libro: afirman que está bien escrito, todos han coincidido en eso, no solo escritores, las otras personas que lo reseñan y que, concienzudamente, le dicen a la autora “hermana”, “amiga”, “compañera”; ya, acepto que el cariño a veces gane la expectativa, que el entusiasmo campee en estas dimensiones, que es bueno apoyar lo nacional, que se vea como extraordinario algo que, en definitiva, es acertado, pero yo tengo que ser sincero en lo que respecta al fenómeno del escritor alteño frente a la realidad y a la gente que lo apoya y dice representar. ¿Realmente la apoyan como escritora o lo hacen para demostrar que son tolerantes con la agenda de inclusión social racializada? Es decir, en casi todas las reseñas le echan flores y solo desde lo social, o mejor dicho, desde lo sociológico-antropológico, como si la autora fuera una novedad antropológica, un monito rasurado sobre un organillo: “escribe bien”, “mi apoyo”, “hay que leerlo”, dijeron los escritores de Santa Cruz, pero no sacaron reseñas literarias serias del libro que apoyaban, ¿miedo a ser opacados por ella, acaso?; hasta los críticos especialistas en reseñas objetivas, como el acertado Juan Pablo Vargas Rollano, usan términos sociológicos o antropológicos para comprender el aporte de Los hijos de Goni: reducen lo literario a complementario de las otras ciencias sociales; en el caso de Vargas Rollano, usa lo que el teórico uruguayo Ángel Rama llamó transculturación narrativa, que más que concepto literario, resulta a todas luces lingüístico, aunque eso no esté mal al final; me imagino que Adolfo Cárdenas superó ese concepto lingüístico hace más de veinte años con su novela Periférica Blvd., o el mismo Cabrera Infante hace cincuenta años con su Tres tristes tigres, o Anthony Burgess hace setenta años con su Naranja mecánica. En fin, los demás que reseñaron el libro de la Quya Reyna, se han detenido más que todo en la polémica, sin validar (aunque no lo necesita) el sentido narrativo, literario o poético del libro como tal.
Al final, ¿qué es escribir bien? Borges aseguraba que un escrito puede tener errores y ser bueno por estar vivo. ¿Sucede esto con Los hijos de Goni? Supongo que sí. Es que su fluidez, su humor, su sinceridad superan cualquier escollo; quizá excepto su precio… igual, yo me encargaré de hacer llegar al menos una copia por colegio a El Alto, para que lo lean y, si se puede, fotocopien, porque ya lo anuncié antes: este libro merece ser leído por colegios alteños, para que los estudiantes no se sientan solos, para que entiendan que ellos, como Quya Reyna, pueden ser de El Alto y escribir al mismo tiempo.
¿Que al final vale la pena o no Los hijos de Goni? Sí. Vale absolutamente cada página y cada palabra impresa en él; me quejo un poquito del precio y del acabado en fondo, responsabilidades del editor, claro está, pero si a uno le apasiona la verdadera literatura, si a uno le interesan esos libros que abren los mares como Moisés con su vara divina o que secan ríos como Julián Apaza en las fronteras de la ciudad de La Paz, y están dispuestos a pagar Bs 50 (o Bs 60) para sentirse fascinados, consíganlo, es una orden.
Una última cosa, sería bueno recomendar al equipo editorial o al editor de Sobras Selectas que lea con calma y profundidad el libro de Liliana Villanueva titulado Las clases de Hebe Uhart (Blatt & Ríos, 2015), o al menos que se memorice este fragmento:
“Cada uno debe saber cuáles son sus limitaciones, decirse: no me puedo meter con este material, porque no lo puedo manejar. No todos los materiales son para mí”.
O dos atajos: que compre un libro de “Ortografía intuitiva” o contrate a un buen corrector de estilo, que Bolivia tiene muchos de los mejores en este rubro.
Fuente: Ecdótica