Por Valentin Abecia López
Doña Anita y don Germán Monroy Block lo querían como a un hijo, los había acompañado en varias de sus misiones diplomáticas y la convivencia los terminó uniendo eternamente. En realidad, Enrique era el sobrino mayor de don Germán y, por tanto, el preferido. Si bien estudió derecho, su corazón y su vida estuvieron, desde siempre, signadas por la literatura.
Creció alrededor del vendaval que era el MNR en sus inicios, con aquello de los aprestos golpistas permanentes, y la germinación de los cambios revolucionarios que exigía el país.
Una vez más, don Germán, que era uno de los fundadores del partido, fue su guía y su mentor. De esa misma manera llegó a conocer a todos los caudillos y se convirtió, de golpe y porrazo, en uno de los más jóvenes militantes. Desde el principio tuvo tareas que cumplir, normalmente lo ocupaban para llevar papeles importantes y mensajes secretos, y, desde luego, Enrique se sentía en la gloria porque era necesario a la causa.
El golpe de Radepa/MNR (1943) lo agarró en la temprana adolescencia, él supo desde un principio que algo se venía tramando. En el nuevo gobierno don Germán adquirió rápidamente notoriedad, primero fue oficial mayor del Ministerio de Gobierno, luego asumió una diputación y, finalmente, fue ministro de Trabajo.
Enrique miraba asombrado, muy de cerca, los vertiginosos cambios de la política. Villarroel era un habitué de su casa, por su cercanía a Monroy Block, donde se realizaban las reuniones más conflictivas, en las que su presencia no era permitida, aunque él se daba modos para escuchar.
Llegó el 21 de julio del 46 y todo se derrumbó, el mundo se vino abajo para Enrique, tal fue el impacto que años más tarde, quiso sacarse los fantasmas que llevaba adentro, escribiendo dos libros en los que pretendía retratar lo que vivió en aquellos trágicos momentos: El rostro de la furia (1979) y Domingo rojo del magnicidio (2013), dos novelas históricas que oscilan entre la ficción y el cotidiano vivir, que narran su experiencia personal en el volcán que se había desatado en La Paz, que aún hoy las llevo prendidas en el alma. Ambas narran de forma personal la hecatombe de los colgamientos, de la que don Germán fue uno de los actores de primera fila, aunque, a última hora, pudo escapar, mientras Enrique, en plena pubertad, presenciaba aterrorizado el martirio del presidente y de sus más estrechos colaboradores, gente con la que, pocos días antes, había intercambiado bromas y sonrisas, escena que se quedaría grabada para toda la vida, aunque trató, como una forma de exorcismo, de eliminarlas, convirtiéndolas en novelas, pero me consta que, al final, no consiguió el efecto esperado, y los fantasmas lo siguieron persiguiendo.
Enrique era un hombre nervioso, vibrante, lo recuerdo siempre alerta, con respuestas rápidas, normalmente con un dejo de picardía adentro, muy parecido a don Germán, que no dejaba la ocasión para sacar una sonrisa, por más tenso que fuera el diálogo. Enrique tenía un tic imperceptible, guiñaba los ojos cuando algo o alguien le llamaba la atención. Y luego, de la nada, extraía del bolsillo una broma o una anécdota.
Durante el gobierno de Walter Guevara (1979), por poco tiempo, fue ministro de Informaciones, seguramente en aquellos momentos se encontraba en uno de los mejores espacios de su carrera literaria, es muy posible que ese fuera el motivo por el que Guevara, que lo conocía desde siempre, lo nombrara como su colaborador en una cartera tan sensible como es la de Informaciones. Aunque es cierto también que pronto el presidente se dio cuenta que, en realidad, lo que el gobierno requería era una persona que no solo tuviera una prosa asombrosa, como Enrique, sino que pudiera manejar con astucia las relaciones con los medios, por eso el cambio con Ana María Romero, extraordinaria periodista, a la que de inmediato le tocó montar el aparato para el manejo de la difusión de la reunión de la OEA en La Paz, en la que Bolivia le encajó, por lo menos, dos golazos a Chile.
La corta pasantía que tuvo Enrique por el Ministerio de Informaciones tuvo cola, que sólo sanó con el tiempo, Paz Estenssoro no le perdonó el desliz y lo puso en la congeladora, quitándole hasta el saludo. A Enrique le dolió la actitud del jefe del partido y solo el tiempo logró cerrar las heridas.
En 1974, cuando el MNR se desprendía de a poco del gobierno de Banzer, Enrique publicó una de las mejores novelas bolivianas de todos los tiempos, Medio siglo de milagros, y yo fui, por los raros azares que tiene la vida, uno de los primeros en leerla. El libro de Enrique me encantó, tenía tantas aristas que era imposible asirlas todas a la vez, está escrito con la misma pasión que se trasunta en todas sus obras y se nota un cuidado especial en los detalles.
Desde el principio me di cuenta que Medio siglo era una verdadera obra de arte, enraizada en Bolivia y en nuestros propios personajes. Ganó la novena versión del premio internacional de narrativa en castellano Vicente Blasco Ibañez, aunque extrañamente, por las mezquindades que no faltan y hacen daño, en nuestro medio no se le dio el sitial que merece.
Yo tuve el privilegio de presentar, a invitación del propio Enrique, dos de sus libros: Casa de la vida umbral de la muerte, en la Feria del libro de La Paz, el año 2007, y su Contribución histórica a los bicentenarios de Bolivia (2009).
La primera es una novela de las llamadas negras, que se desarrolla en un ambiente lúgubre y tiene al crimen como un ingrediente principal, estilo o forma que tuvo un éxito relativo en nuestro medio.
En cambio, la Contribución histórica es una de las pocas obras de Enrique que no puede ser calificada como ficción, en realidad es un ensayo, en el que el autor narra, de forma apasionada, tal cual su estilo, los levantamientos de Charcas y La Paz, de 1809, posiblemente el mayor mérito de este libro sea la forma en la que está escrito, lo que ratifica que el principal atributo de Enrique era la ficción, cuando dejaba volar su imaginación y su pluma.
Una de sus novelas que causó un fuerte impacto en el pequeño mundo lector boliviano fue Los cuatro tonos del kikiriki: novela experimental que se editó en 1976, a través de la que quiso innovar las formas de contar. Creo que el experimento no fue del todo comprendido y tal vez, el resultado no fue el esperado.
Después de una existencia saturada de aventuras, tanto en el campo narrativo, como en la vida misma, Enrique ha fallecido, dejándonos como legado una veintena de cuentos y novelas, todos de una factura excepcional, así como de una pasión desenfrenada por el MNR y sus caudillos.
Lo seguiré recordando siempre con mucho cariño, al momento de brindar con un buen brandy y escuchar a Gardel, como a él le gustaba.