Por Juan Carlos Zambrana Gutiérrez
No importa de dónde venimos ni nuestra edad, todos buscamos el jardín de los claveles de Tolstoi. Esa es la premisa de un libro que, en primer lugar, nos pone en contacto con la ineludible angustia de vivir y el voraz abismo que nos habita, para luego situarnos frente a una alternativa epifánica, que no es otra que el renacer, ese retorno a la inocencia, la posibilidad siempre abierta de empezar de nuevo, como hiciera antes que nosotros el insigne escritor ruso al apartarse del bullicio y de la fama para cultivar hermosas flores blancas en la zona rural.
Guiados por esta hermenéutica tenemos que, se trate de la entrañable nana de Raphaël Leroy -la aparatosa Rosana, a quien volvemos a encontrar en este libro luego de su inquietante aparición en la novela Días detenidos-; o de Abril, la joven paceña que se marcha de mochilera a Europa con la determinación de nunca echar raíces; o de dos cincuentones -el uno boliviano y el otro ucraniano- que, tristemente, se enamoran de Abril y sueñan con retenerla; o Bravo, el escritor que vive como una extensión del asesinado Jairo León; o Weber, el anciano que ya solo subsiste contando historias a los clientes de un café a cambio de una o dos empanadas; se trate de ellos o de nosotros los lectores, la frustración que emana del texto se hará palpable, trayendo consigo la necesidad de un cambio.
Para ellos y nosotros, Ruiz Plaza propone el retiro como antídoto, enfatizando en que apartarse voluntariamente es por mucho superior al mero acto de huir sin enamorarse primero de la oscuridad del abismo nietzscheano y sin concedernos jamás un comienzo nuevo -que no es lo mismo que dar vuelta a la página, pues es, más bien, un permitirse la página en blanco, en la que la obra creativa empezará de cero-.
Cabe decir que, más que una antología, este es un libro de cuentos, una obra literaria que forma una unidad a partir de seis relatos bellísimos que funcionan por sí solos y, al mismo tiempo, constituyen un universo narrativo riquísimo en descubrimientos que emocionan. A estos cuentos no solo los conecta el tema de fondo, sino también los escenarios, los personajes que los habitan y sus historias; el autor incluso se permite tender puentes y vincular esta obra con su laureada Días detenidos, abriendo la posibilidad a un disfrute todavía más significativo y duradero.
El primer cuento es quizás el final de la historia amplia del libro. Narra una parte del largo viaje de mochileros de dos bolivianos cincuentones que se instalan en una casa abandonada de la Costa Brava, junto a Abril, a quien acaban de conocer. Para ellos la casa actúa como espejo, pues cada uno tiene su propia teoría de por qué los antiguos habitantes se han marchado, teoría que delata también la naturaleza huidiza de los personajes. Tenemos, entonces, tres nómadas y, si se mira bien, tres formas de amor.
El último cuento nos permite explorar la vida previa de Abril, quien con su encanto raro e infalible, termina enamorando a Goran, el ucraniano cincuentón, rico, leal y violento, un amante del arte que cometerá la transgresión de aferrarse. Al narrador de este relato se lo conoce por el apodo de Fino y nos regala uno de los mejores finales que se pueda encontrar en libros de cualquier época y lugar. ¡Maravilla!
En El depar, un hombre y una mujer, rozando ambos los 40 años, persisten dolorosamente en una ilusoria concepción del amor y de la vida matrimonial, todo sin abandonar por completo los patrones de productividad y consumo que exige el modo de vida de la urbe paceña. El relato propone un accidentado tránsito desde la ansiedad hacia la resignación y a una nueva forma de amarse en pareja.
En Bravo le seguimos el rastro a un joven talento de la literatura, quien, sin embargo, ha dejado de escribir tras aprender que el oficio del escritor es una de las enfermedades humanas, como la de Kafka, por ejemplo, y la de su Gregorio Samsa. Una vez más, la renuncia, el dejar algo o dejarlo todo, es el primer paso hacia el autoconocimiento.
En Weber, como en el Ozymandias de Shelley, asistimos al triste espectáculo del tiempo, que reduce al estado de mera corrupción incluso a aquellos que hubieran abrazado, en lo ya remoto, las convicciones más violentas y crueles. Fino y Bravo también se hacen presentes en este relato que nos lleva en un viaje por la historia política y social de Bolivia en el siglo XX.
He dejado el comentario de Rosana para el final, porque es el relato más impresionante del libro. La protagonista es una versión actual de la Gorgona Medusa, una mujer en extremo bella que, por fuerza de un maleficio, pasará a convertirse en un monstruo -tal y como ella se percibe hacia el final del cuento-. En la mitología, Medusa encuentra la muerte al ser decapitada; no obstante, el poder petrificante de sus ojos sobrevive. En el relato de Ruiz Plaza, como ya se vio antes en Días detenidos, hay cuatro cabezas cercenadas y una de ellas perseguirá a Rosana hasta su último suspiro, acosándola con el poder inmovilizador de una mirada infantil, que es también la mirada de ella, la de Rosana la niña, la inocente.
A la edad de 16, Rosana renuncia al sueño de ser maestra y se pone al servicio de los Leroy, para criar a los hijos de ellos, Raphaël y Cathy, todo lo cual constituye, sin lugar a dudas, una larga huida. Es que en el pasado de Rosana pesa el maleficio con el que la conjuró una mujer temida de su natal Haití, pero no solo eso, también están las cabezas amarradas a dos pares de sogas y llevadas a rastras por el camino de arena.
Ante la atrocidad del recuerdo, Rosana cultiva una relación maternal con Raphaël; pero no le alcanza para romper el conjuro, pues esconde de todos un secreto todavía más oscuro. El verdadero maleficio es, entonces, la culpa.
Por todo lo apuntado, concluyo que Los claveles de Tolstoi no es solo un libro altamente recomendable, sino también una obra digna de admiración, escrita con el más fino cuidado de los detalles, con un lenguaje bello, una sutil vena filosófica que nunca se pone pesada y también una propuesta moral que invita a explorar el mundo interior en busca de respuestas, de perdón, de inocencia.
Fuente: Letra Siete