La decisión
Por: Mauricio Rodríguez Medrano
(Cuento ganador del “Concurso Nacional de cuantos Libres” organizado por el PEN y FULIDE. El tema se refiere al valor de la libertad y fue convocado para jóvenes de 18 a 25 años de edad. Se realizará la publicación del cuento el 27 de noviembre, aunque, muchas veces, la imprenta puede tardar un poco más. Hubo, además tres finalistas que son de Santa Cruz y Sucre respectivamente, aunque eso se confirmará después del día 27. Este cuento se lo presentamos en calidad de primicia de ecdótica, además de que Mauricio Rodríguez, para quienes aún no lo reconocen, es uno de los dos ganadores del AXS y recibió algo de palo por ello. Pero ya ven, el tiempo decanta el talento y algunos lo tienen y de sobra. Quien sabe, de por ahí Mauricio, con apenas 22 años, sea un futuro referente de las letras bolivianas. Le deseamos suerte, que es lo único que podemos hacer desde acá)
Después de que el reloj de la plaza Murillo anunciara las seis de la mañana y los estruendos de las dinamitas se confundieran con el escándalo de la balas, Salvador Silverio, recluso de la cárcel de San Pedro, que en dos días cumpliría veintinueve de los treinta años sentenciados, habría de descubrir que la pared de su cuarto se había derrumbado, dejando, en su lugar, un espacio libre hacia la calle , resguardado sólo por la mirada impasible de la palomas arrimadas en el tejado del frente.
El Compadre, que en paz descanse, había recomendado a Salvador que no prolongara sus viajes. “Alondra necesita de un hombre que la retenga”, le dijo cuando vio a Salvador con sus maletas en la puerta. Pero, no, su ahijado podía perderse hasta medio año, negociando , sin trabajo fijo, sujeto a las eventualidades de la carretera, dejando su hogar a merced del destino Así lo descubrió Salvador cuando llegó a la ciudad en un camión polvoriento, casi un año después. Y, sí, dejó las maletas en la puerta y miró por la ventana. Alondra no estaba sola. Salvador hace mucho tiempo que lo estaba.
El viejo Silverio despertó asombrado, escuchando un golpe seco y mirando los escombros y el polvo de la tierra que se esparcía hacia el exterior. Escuchó dos dinamitazos. Bajó con pesadez de su catre y cojeó encorvado hacia la pared derrumbada. Dudó en mirar por la grieta que se había formado. Esperó que la última campanada del reloj de la plaza Murillo se acallara. Ladeó su rostro y vio a través de la grieta que afuera una marcha de mineros tomaba la plaza de San Pedro y los policías se formaban en hileras, tratando de contenerla. Disparaban a quemarropa. Dentro de la cárcel, lo reos se movían inquietos por el patio. Sacudían la puerta de entrada y golpeaban las paredes. Después de casi veintinueve años, el viejo Silverio no creía que el destino le había otorgado la posibilidad de la libertad. Volvió a mirar desconfiado hacia la calle. “Dos metros”, pensó. Si saltaba, el impacto podría ser menor. “Dos días y después un año”, habló en voz baja. Algunas palomas habían escapado por el estruendo de las dinamitas, otras caminaban desorientadas de un lado a otro.
El Compadre, que Dios lo tenga en su gloria, le había recomendado: “No vale la pena Silverio. Alondra siempre fue ajena”, pero, no, Salvador no escuchó. Tuvo que ser la noche incorrecta, el minuto incorrecto y la puerta incorrecta -la puerta de su casa- que Salvador decidió abrir. Sin embargo, no, él no se sentía culpable. Olvidó cómo buscó el cuchillo que estaba en el cajón enrejado de la cocina; olvidó cómo lo levantó por el mango con la mano izquierda y cómo el acero reflejó su rostro; olvidó los veintinueve pasos que dio antes de entrar a la habitación, la respiración que apenas podía contener, las gotas de sudor que le bañaban la frente; olvidó cómo empujó la puerta de su habitación, cómo se acercó a una esquina del catre y cómo lo bordeó hasta llegar al lado de Alondra, cómo levantó el brazo y cómo imaginó hundir el cuchillo hasta el fondo, más adentro de la piel que tanto quiso; olvidó cómo imaginó escuchar el último gemido, confundiéndose con el dolor y el placer; ver los ojos abiertos de Alondra y cómo se irían cerrando; besar sus labios fruncidos que nunca más se moverían; pero, no, Salvador había llegado tarde. El cuchillo cayó de sus manos. La sangre cubría la sábana de Alondra. Salvador, tal vez, sólo lo había imaginado, aunque era imposible saberlo. No en vano habían pasado casi veintinueve años.
El viejo Silverio volvió a mirar hacia el exterior. Lo hizo cauteloso, pensando que la grieta podría volver a cerrarse. Los mineros habían rebasado a la policía y se juntaban con los campesinos que ingresaban por las calles adyacentes. Los reos, dentro del penal, se amotinaron. Apaleaban la puerta de entrada, tratando de tumbarla. Si descubrían que el viejo Silverio ocultaba otra salida, entrarían a su habitación. “Sólo faltan dos días y después un año”, pensó. Vio por la grieta que el cielo era diferente, no como el rectángulo, entre paredes, al que ya se había acostumbrado después de casi veintinueve años. Volteó su cuerpo y vio que la puerta de su habitación estaba entreabierta. Hizo fuerza con sus brazos y enderezó su cuerpo como pudo. Cojeó encorvado hacia una silla, la levantó y la llevó para acuñarla con la puerta. Despegó el calendario de la pared posterior y cubrió la ventana que daba hacia el patio central. “Dos metros”, volvió a pensar. Algunas palomas se quedaron quietas, mirando la grieta como si nada más existiese.
El Compadre, alma bendita, había contratado a un abogado. Pero, no, de nada sirvió. A Salvador lo encerraron antes del juicio, mucho antes de que la madre de Alondra se quitara los cabellos en el velorio, golpeara su pecho pidiendo justicia, llorara hincada a los pies del ataúd, caminara en procesión hacia el cementerio y pidiera ser sepultada junto a su hija; antes de que los vecinos clamaran la pena de muerte y la reconstrucción del asesinato se transmitiera por la televisión.
El viejo Silverio lanzó algunos cascajos de estuco hacia afuera. Ladeaba su cuerpo a cada instante, asegurándose que la puerta de su habitación no fuese forzada por alguno de los reos. Los campesinos, junto a los mineros, rodearon a la policía en una esquina de la plaza de San Pedro. Silverio volvió su rostro hacia la grieta. Vio que las nubes empezaron a cerrar el cielo. La grieta parecía haberse reducido a un resquicio. La cuadra estaba desierta. El humo de las fogatas del patio central se esparcía, liberándose hacia el extremo sur de la cárcel. “Dos metros”, pensó el viejo Silverio. Se puso en pie y cojeó encorvado, de un lado a otro de la habitación. Buscó un cigarrillo en el cajón oculto, debajo del catre. No lo encontró. Cojeó hacia la ventana. Su frente se llenó de sudor. Levantó el calendario para mirar por una de las ranuras. Vio que los reos habían tumbado la puerta principal y cómo quemaban la caseta de ingreso y salían sin que los policías lo impidieran. El viejo Silverio volvió a cubrir la ventana. Cojeó apresurado hacia el resquicio y vio que se había reducido a una estría, donde a duras penas podría sacar parte de su cabeza y, tal vez si hacía esfuerzo, alguno de sus brazos.
El Compadre, bendito sea, visitaba a Salvador todos los fines de semana. “Alondra no valía la pena, pero se lo merecía”, le decía en cada visita. La cárcel para Salvador fue una extensión de sus dudas y remordimientos. Cada noche se repetía en su mente la muerte de Alondra. Ella lo visitaba y se sentaba en el borde de su catre y señalaba con su mano izquierda la herida que la mató. Se quedaba hasta la madrugada mirando, con algún dejo de responsabilidad, a Salvador. Y, sí, transcurrieron los años y el juicio llegó a su fin. “Treinta”, le dijo el Compadre en una de sus visitas.
El viejo Silverio miraba a las palomas del tejado del frente. Parecían aterradas y confundidas. Dentro de la habitación, se escuchó el caer sucesivo de unas hojas de papel. Silverio volteó con rapidez su cuerpo. El calendario que había puesto para cubrir la ventana estaba en el suelo. Se levantó ayudándose con un madero apoyado a un lado del catre. Cojeó, tan rápido como pudo, y lo recogió y mientras lo volvía a acomodar, vio que Sentencio Aguilar, uno de sus compañeros del penal, estaba parado afuera, mirándolo. “¿Te quedas o te vas?”, preguntó. Respiraba agitado. Llevaba una jaula de canario en el hombro derecho. El viejo Silverio cubrió con urgencia la ventana. Quiso contestar, pero su voz estaba aprisionada dentro de su garganta. “Todavía no lo sé”, respondió casi con un murmullo.
El Compadre, gloria en los cielos, siempre dijo a Salvador: “Alondra no te merecía”, cada vez que lo visitaba en la cárcel. Salvador creyó enloquecer. Los años pasaban lentos y sin ninguna esperanza. Los domingos de visita, el Compadre era el único que se preocupaba por verlo y acompañarlo hasta el final de la tarde, siempre recordándole y aumentando detalles sobre la muerte de Alondra. Y, sí, el caso fue cerrado y los reporteros dejaron de hablar sobre el asesinato.
El viejo Silverio se sintió aliviado por un momento. La estría de la pared pareció volver a crecer. Se apoyó en el borde del catre y limpió el sudor de su frente con el dorso de su puño izquierdo. Sentencio Aguilar se había alejado corriendo, cuando un estruendo de dinamita se escuchó en la única puerta de entrada de la cárcel. Los mineros habían hecho dispersar a los policías hacia el mercado Rodríguez. Victoriosos, gritaban y se juntaban con los campesinos en la plaza. Varios reos ya habían abandonado la cárcel. Los papeles de la oficina del alcaide avivaban las fogatas que ardían en el centro del patio. El viejo Silverio cojeó hacia la grieta de la pared. Sacó su rostro y vio que un avión sobrevolaba el cielo. “Sólo son dos metros”, pensó. Las palomas también observaban al avión.
El Compadre, Dios sea misericordioso con él, visitó por última vez a Salvador antes de ser encontrado colgado en el cancel de la puerta que daba al patio de su casa con un cinturón de treinta eslabones de plata. “Alondra se lo merecía”, le dijo el Compadre antes de entrar al cuarto de Salvador. El Compadre abrió una botella de alcohol que había metido a la cárcel de forma clandestina, después de pagar unos pesos al policía que hacía guardia. Salvador mezcló el alcohol con agua de sultana. Después de varios vasos, de brindis, evocaciones y juramentos, el Compadre le reveló a Salvador los detalles que nadie había investigado sobre la noche del asesinato de Alondra. Reveló que dos horas atrás, antes de ser encontrada muerta y cubierta con una sábana, había hablado con ella; reveló cómo, mientras Salvador viajaba, él se encargaba de Alondra, pero, no, “…ella siempre fue libre, Silverio”; reveló cómo discutió con Alondra, cómo la ira rebasó las palabras, cómo corrió a la cocina y empuñó el cuchillo que sacó del cajón enrejado, cómo Alondra pidió perdón y lloró y su última lágrima se secó en el piso, pero no la sangre, “Silverio, la sangre no se secaba”; reveló cómo Alondra exhaló su último gemido, cómo sus ojos se quedaron abiertos y mirando el cielo raso. El Compadre le reveló cómo salió treinta minutos antes de que Salvador llegara, pero era imposible saberlo. No en vano habían pasado casi veintinueve años.
El reloj lejano de la plaza Murillo anunció las siete y veintinueve de la mañana. Salvador Silverio sacó su cabeza por la grieta. El cielo estaba nublado. Algunas gotas de lluvia empezaron a caer. Las palomas se refugiaban entre el espacio de la cornisa y el techo. “Dos días y serán veintinueve”, pensó Salvador Silverio. Los mineros y campesinos festejaban en la plaza. La cárcel estaba vacía. El avión volvió a pasar y descargó dos hileras de balas que callaron toda victoria. La estatua del Mariscal Sucre, en el centro de la plaza, también quedó marcada con los rastros de los proyectiles. Después, un silencio conmovedor se apoderó de las calles. Ni mineros, ni campesinos, ni reos, ni policías rondaban las cercanías de la plaza de San Pedro, sólo había silencio y el arrullo de las palomas, silencio y la lluvia que caía sin hacer ruido, silencio y Salvador Silverio que pensaba “Alondra se lo merecía”; silencio y el único instante para tomar una decisión, silencio y Salvador Silverio que saltó y antes de llegar al suelo escuchó cómo un fusil descargó una única bala, un estruendo que cortó el silencio y Salvador Silverio sintió el roce, tal vez el impacto; después, sólo hubo silencio y las palomas del techo del frente volaron hacia el cielo.
Fuente: Ecdótica