Por Gabriel Chávez Casazola
Decía García Lorca que poesía es lo que sucede cuando se encuentran dos palabras que no estaban destinadas a reunirse. Entonces ocurre la imagen y, con ella, la revelación; que, aunque puede (y tal vez debería) ser atributo de toda poesía, resulta un requisito casi indispensable de la poesía breve, cuya economía verbal fluye en función del asombro. O, mejor dicho, de dos asombros. El de quien escribe y el de quien lee, entre quienes se tiende un puente de palabras y silencios, sonidos y sentidos, formas y representaciones llamado poema.
Entre todas las formas breves del poema, acaso la más clásica sea, arribada desde la tradición de lejano oriente, el haiku o haikú, que en sus tres versos y 17 sílabas (‘moras’ en el original japonés), nos permite atisbar por la rendija del milagro.
No nos cuenta el milagro. No nos dice que lo veamos. No nos pide que lo comprendamos. Solamente lo vemos a través suyo (o, si la poesía no sucede, no conseguimos verlo). Si lo vemos, el asombro ocurre. Nos es dado como un don; un don que se realiza –tal es la poesía– solamente cuando lo que nos mueve, a otro, a otra, les con-mueve.
Anota Alan La Veglia, siguiendo a Vicente Haya, que el haiku en esencia “es ‘aware’, es decir, asombro, la conmoción que se produce en el cuerpo a través de los sentidos en el momento que la naturaleza nos hace parte de su diminuta sacralidad”.
Y esta epifanía, además, debería suceder sin que la interpretación del poeta, el yo del poeta, se interpusiera entre los lectores y esa sacralidad cotidiana, pues “el objetivo del haijin (poeta del haiku) es desaparecer, guardar silencio, conmoverse y trasmitir eso que ha calado en él”.
Sin embargo, y aquí pongo un reparo a La Veglia, el haiku no sería posible sin su haijin. Chantal Maillard escribe, como recuerda el propio autor citado, que “sólo una mirada inocente es capaz de admirarse y contemplar las cosas cotidianas como si las viera por primera vez”. Pero el término ‘inocente’ está demasiado cargado de culpabilidad hoy en día y tal vez podríamos traducir a Maillard de otra manera, proponiendo que “sólo una mirada niña es capaz de admirarse y contemplar las cosas cotidianas como si las viera por primera vez”.
Cuando lo escribo, no puedo evitar pensar en Heráclito, aquel filósofo al que llamaban ‘el Oscuro’, que solía jugar con los niños –eso cuentan– en las calles de Éfeso; acaso porque era como uno de ellos, porque el mundo no había podido ensuciar su mirada. Cuando vuelvo a leer y a encontrar a Juan Araos Uzqueda (1952), antofagastino largamente radicado en Cochabamba, poeta y filósofo como Heráclito, veo en sus ojos y en la escritura de sus ojos una mirada niña, sin la cual la poesía y la filosofía resultan imposibles; o posibles tan sólo como pirotecnia verbal, la primera, y calistenia intelectual, la segunda.
Es por eso que, 25 años después de la publicación de su “Escala Real” (Centro Portales, 1996), un bellísimo libro de poesía tan valioso cuanto desapercibido, Araos nos sorprende hoy con esta (re)colección de 132 haikus que es “La Mariposa Ojo” (Editorial 3600, 2021).
Acaso comprendiendo que la unidad estructural del libro de poesía es una pretensión muchas veces forzada y que lo primordial es el valor singular de cada poema –que debe poder sostenerse solo–, Juan Araos recoge aquí racimos de imágenes y las reúne sin mayor deliberación, apostando a que algunas de ellas viajen desde su asombro al nuestro.
Es verdad que volviendo a lo que anotábamos al principio, en este libro hay imágenes que, desde el rigor del kiru y la poética del kigo, tal vez no estaban destinadas a encontrarse con (o en) la forma del haiku, pero por eso mismo resultan desconcertantemente poéticas. Y esta confluencia inusitada sucede, creo, merced a que el haijin Araos, cuando contempla, también reflexiona; y lo propio ocurre con otros autores contemporáneos cercanos a la poética de lejano oriente –como Hugo Mujica–, porque entre nosotros, los hijos de la tradición occidental, toda mirada contemplativa, casi inevitablemente, deviene reflexiva, aun si esa reflexión queda implícita o precisa de otra mirada, la nuestra, para constituirse plenamente como tal.
Que esto ocurra en los haikus de Juan Araos no debería sorprendernos, por cierto, a quienes alguna vez hemos tenido el privilegio de ser sus estudiantes de filosofía antigua o de lenguas clásicas. Como buen lector (y traductor) de los presocráticos, este helénico haijin piensa –o quizás sabe– que ver y pensar, percibir y comprender, intuir y darse cuenta son uno y lo mismo, “…porque lo mismo es pensar (noein) y ser (einai)”, como postula el fragmento 3 del poema de Parménides.
Es verdad que hay pura contemplación, puro ‘aware’, en algunos de los haikus de “La Mariposa Ojo”, a la usanza de la sabiduría y la poética orientales; mas, en muchos otros, nos aguardan una cavilación suscitada por imágenes y unas imágenes que nos hacen cavilar. En uno y otro caso, al cabo de las páginas o tras un breve atisbo a alguna(s) de ellas, notamos que algo re-velado en estos poemas nos está invitando a mirar las cosas de siempre de otra manera, con el ojo de la Mariposa Ojo que “sabe de sí como de palabras un haiku, de frutos la tierra, de milagros el cielo, de fantasías la memoria que fue oruga y fue crisálida y ya puede comenzar”.
Así, mientras “La lluvia lava / los ojos de la tarde”, podemos sentir íntimamente “Un deseo de viñas / recién plantadas / un aroma terrestre”, o percibir que “El otoño da / pasos agigantados / en primavera”; sospechar que “Lo imposible […] lugares tiene”, como “Puertas abiertas”, de día y de noche, “la selva / y el cielo”; este cielo en que “La luna pasa / [y] dos niñas la persiguen / hasta la esquina”; esa esquina del haiku donde Orfeo “de puro enamorado” desciende al Hades; Platón aprende de Homero “días enteros”; María Magdalena besa la llaga; “Jaime Mendoza / entre Sucre y Llallagua /tiende sus manos”; “Como iracundo /pastor del Altiplano /truena Tamayo”; “Hugo Montero /escribe Panacea / del tiempo es oro” y “Trae consigo / su atadito de huesos / las duras penas”; o, para despedir estas líneas, “Con una copa /de vino viene Carlos / Medinaceli”; “Vino de uvas / maderas perfumadas / cerca del fuego”.
Sí, “Acaso sea / oportuno celebrar / la vida hoy día” con este vino, porque Juan Araos ha vuelto a publicar poesía y porque estamos aquí, después del año de la peste, todavía vivos y todavía un poco niños, dejándonos maravillar por “La Mariposa Ojo” y algunos de sus asombros persistentes y diminutos, “sílabas audibles, escenas recién iluminadas, polen […] que aporta el aire”.
Fuente: La Ramona