Por Anabel Gutiérrez León
Escaparse, desaparecer, escabullirse, irse, abandonar: es lo que busca la protagonista de 98 segundos sin sombra, de Giovanna Rivero. Quizá la huida sea uno de los temas nucleares de esta estupenda novela, narrada en primera persona por Genoveva, una adolescente de voz lúcida, fresca y corrosiva, a la que escuchamos desde las anárquicas entradas de su diario íntimo, escondido en las páginas de una agenda de tapa dura que atesora el registro subjetivo y personal del curso cotidiano de su vida: pensamientos que desea dejar constancia, la huella fechada, como diría Lejeune. Las entradas del diario de Genovena carecen de marca cronológica, acaso como un intento de reflejar la monotonía e inmovilidad de su vida, esa a la que ella procura otorgarle sentido y emoción.
El diario es el reflejo de una atenta y vigilante búsqueda con los ojos bien abiertos para observar el mundo exterior e interpretarlo luego, según los moldes que la propia Genoveva va construyendo en su peculiar manera de subjetivar aquello que ve y vive, oye y siente. Sin duda, una atalaya privilegiada la que nos regala esta novela.
Genoveva es una excéntrica chica de provincias, personaje inusual para Therox, un pueblo pequeño y cerrado sobre sí mismo, un pueblo que se balancea según los caprichos y contradicciones que el narcotráfico le ha impuesto. Therox es un lugar que se desenvuelve como si fuese una isla según la percepción de la protagonista, quien desea alejarse de la falta de horizontes a la que se ve condenada en ese cronotopo de hastío, corrupción y banalidad, que en la novela se proyecta como una ciénaga espiritual.
A la pseudo insularidad que encierra y enclaustra a Genoveva, debe sumarse una familia disfuncional a la que pertenece, compuesta por un padre depresivo y amargado, representante del fracaso de las utopías de una quimérica izquierda malograda; una madre casi fantasmal que, tras el nacimiento de un hijo con retraso, se evade entre ensoñaciones astrológicas, largas caminatas y, tal vez, una relación adúltera.
Genoveva solo recibe incomprensión y falta de empatía de esos padres a quienes rechaza con devoción, sin culpa. Pero ella no es una isla, como Therox; ella tiene −aunque escasas− algunas vías de comunicación; no obstante, sus interlocutores están signados con diferentes formas de enfermedad, el vínculo que los hermana a la vez que margina (su abuela Clara Luz, su hermanito Nacho y su amiga Inés).
La abuela es una especie de bruja buena que compaginaba servicios de plañidera y rezadora cristiana con la práctica del vudú, pero que durante la novela encontramos enferma, pegada a una máquina de oxígeno que le sirve de bastón respiratorio para transitar por sus maltrechos últimos días, y a quien Genoveva ayuda a liberarse de su tísica “cárcel del alma”.
Nacho nació con un retraso que lo aleja del mundo y lo acerca fieramente a su hermana. Ella lo ama con devoción. Inés, otro personaje singular, es capaz de otorgar a sus desórdenes alimenticios un contenido casi metafísico que Genoveva no discute ni juzga.
La enfermedad, una carga del cuerpo en el que viven, funciona para estos personajes como una forma de la inocencia, o un camino cuyo trayecto purga el organismo, dejando solo y límpido el yo inmaterial.
Clara Luz, Nacho e Inés son el triángulo de amor que Genoveva intentará, de alguna manera, llevarse con ella cuando decida emprender su huida y alejarse del desierto afectivo de Therox.
Al final, el “afuera” se presenta como el único destino viable para los personajes que laten en la misma sintonía que Genoveva. La desaparición perseguida por Inés es literal, y la bulimia, la vía que la ayudará a desprenderse de un cuerpo que la mantiene atrapada.
También un lastre para la abuela, debe ser abandonado porque lo corporal que hay en ella ya no es útil. Ya ha servido mucho. No será difícil liberar a Clara Luz de su dañada prisión. Un trozo de sus cabellos blancos (símbolo femenino decolorado por la edad) es lo que Genoveva rescata de ese cuerpo para llevarse consigo. En el caso de Inés apenas hay materia, y en un último acto de fidelidad a su amiga, Genoveva portará apenas una réplica, una muñequita sin boca (no puede hablar, ni comer) que la propia Inés construyó de sí misma. A su hermano, que es pequeño y parte de ella (así lo cree), se lo llevará consigo en ese viaje trascendental que piensa emprender para alejarse de Therox.
Cada vez es más grande su necesidad de irse al extranjero, escribe Genoveva en su diario. El extranjero representa para ella un lugar sin restricción, con opciones, un lugar donde existe trabajo de verdad (en Therox, el trabajo ha sido absorbido por las fauces del “negocio”). Lo convierte en escenario de ilusión, diálogo con los otros, el sitio donde puede ser más que solo una joven inadaptada, obsesionada con la manía de contar los segundos que duran aquellos insignificantes eventos que hacen que la vida avance.
Por eso, cuando se cruza en su camino el maestro Hernán −especie de timonel y guía en conocimientos astrales− Genoveva irá dando forma concreta a su plan de huida cifrando su meta en Ganímedes, en cuyas enseñanzas ha sido iniciada por el gurú y consejero espiritual.
Genoveva encuentra en él y sus enseñanzas las respuestas a sus más insondables interrogantes vitales y, probablemente, un oscuro y mal confesado primer amor. Igual que el alma/la esposa en el críptico poema de Juan de la Cruz, “en una noche escura / con ansias en amores inflamada […] salí sin ser notada / estando ya mi casa sosegada”, así emprende Genoveva su huida (también, tal vez, otro primer paso hacia el camino místico, como en el poema), llevándose solo a su hermanito y su diario.
Mientras llega el momento de abandonar el hogar −de la soberbia y hábil mano de Giovanna Rivero− compartimos con Genoveva unos meses de su último año de colegio; un colegio de monjas donde la invisibilidad es su mejor opción. Compartimos las reflexiones que le despiertan sus compañeras de clase, sus profesores, sus padres, su abuela. Todo aquello que ama, odia o no comprende. Estamos a su lado mientras se va alimentando y creciendo su deseo de huir, de desaparecer, igual que le ocurría a su sombra durante los 98 segundos de absoluta y límpida felicidad, cuando la luz se traga el reflejo que su cuerpo proyecta sobre el suelo.
Entonces, cuando no hay nada, ni la propia sombra, llega la felicidad. Para alcanzarla debe prescindir de su sombra, que no es más que el reflejo de un cuerpo durante el instante en que le ha interceptado, le ha robado, la luz al sol (al dador de luz, nada menos). En ese momento en el cual el cuerpo y la nada son uno (como el amado y la amada en el poema del santo), es el de la totalidad del yo. Y apenas dura 98 segundos. Sin duda, la desaparición, la conversión del yo en nada, es para Genoveva sinónimo de felicidad y plenitud. Aunque dure tan poco.