Por Fernando Molina
Matías, el apóstol suplente, de Julio de la Vega, se publicó por primera vez hace exactamente 50 años, en 1971. Tres años antes había salido a la luz –por decirlo así– mediante su participación en el primero de los concursos Erich Guttentag organizados por la editorial Los Amigos del Libro.
En ese certamen, un jurado dirigido por Mario Vargas Llosa le concedió la mención honrosa, al mismo tiempo que entregaba el primer premio a Los fundadores del alba, de Renato Prada. De este modo entraron en la escena literaria nacional dos de las más importantes novelas contemporáneas. Tomando en cuenta que en 1969 también apareció Tirinea, de Jesús Urzagasti, puede decirse que este fue un annus mirabilis de la literatura boliviana.
Matías, el apóstol suplente es una parodia. Esto significa que imita y reproduce ciertos discursos con un propósito irónico, incluso sarcástico. ¿Cuáles son estos discursos? Por un lado, los bíblicos y para-bíblicos sobre los hechos de los apóstoles y la vida de Jesús.
El protagonista de la novela es un personaje histórico: Matías, el apóstol que sustituyó a Judas Iscariote tras el suicido de este. Matías se ganó su puesto de apóstol (“el 13”, dice la novela) lanzando el dado contra José Barsaba y sacando un número mayor. La posteridad sabría poco de él, quedaría relegado. Fue un apóstol de segunda línea, el único que no había sido elegido directamente por Jesús. A Julio de la Vega le pareció una figura interesante por misteriosa y, seguramente, de cara a sus propósitos, también interesante por maleable, ya que estaba libre de las evocaciones preconstituidas del lector.
A continuación, imaginó a Los Doce a ratos como un partido político, a ratos como un sindicato y otras veces como una repartición pública del benemérito Estado boliviano. Aunque nuestra literatura está llena de obras dedicadas a criticar la política tal como aquí se practica, estas críticas han sido casi siempre realistas. Matías, el apóstol suplente, en cambio, como hemos dicho, es paródica y por tanto caricatural. Sin embargo, su pretensión no solo es causar risa. En realidad, su objetivo es suscitar la reflexión a través de la burla.
A momentos. Otros momentos, De la Vega, que sobre todo era un poeta, se deja absorber por el juego del lenguaje, se entrega a las posibilidades verbales que ofrece su idea creativa: la recuperación de la voz a la vez remota y actual de Matías, que combina la entonación de los cuentos bíblicos con las ideaciones y expresiones de los políticos bolivianos.
Por ejemplo, Matías acusa a los Doce, cuando todavía no formaba parte de ellos, de actuar, respecto al Maestro, como su entorno, como una camarilla que Le impedía tener una experiencia directa de la realidad y contactarse con sus seguidores. Luego, cuando se convierte en apóstol, cambia inmediatamente de posición y se identifica con la actitud de esos que antes aborrecía.
Otro ejemplo: Se describe las ambiciones de los cristianos como esfuerzos para obtener “puestos” en el Reino prometido por el Maestro. Ser apóstol es interesante porque puede permitir, o incluso permite de inmediato, convertirse en autoridad. Lo malo del título es que, a cambio, hay que hacer milagros.
Con este tipo de transposiciones está urdida la novela, que carece de una trama propiamente dicha. Que se sostiene, por lo tanto, sobre la inspirada imaginación verbal de Julio de la Vega. Su prosa es fluida y audaz, pero a la vez medida, ya que se cuida de caer en excesos y vulgaridades.
No se crea, sin embargo, que esta novela sea únicamente metalingüística (un análisis/experimento del lenguaje); en realidad, las cuestiones políticas que plantea adquieren más profundidad justamente porque no son casuísticas ni se las presenta de forma realista.
Las voces de Matías y sus seguidores y adversarios no son las únicas de la novela. En ella se parodia también discursos directamente políticos, además de los religiosos; en concreto, los plasmados en los comunicados y las memorias de los guerrilleros izquierdistas de los años 60. Recordemos que esta novela se escribió a fines de esta década. Pero estas voces son secundarias. La perspectiva de Matías, la de Matías hablando en el siglo I (aunque con grandes anacronismos), subordina a estas otras y, hacia el final de la obra, puede decirse que las incorpora. En tal perspectiva se concentra y resuelve el plan principal del autor.
Por eso considero un error el clasificar esta novela, reductivamente, como una mera expresión de la literatura de las guerrillas, como hacen varios comentaristas académicos. Para mí su tema es la política en todos sus aspectos, como la empleomanía, el oportunismo, la ambición de poder, la hipocresía, el cálculo egoísta, el filisteísmo, etc. Y la otra cara de esta actividad: la lucha por el ideal, la fe en el cambio, el sacrificio, la entrega. O, para decirlo con más precisión, el tema de la novela es la forma persistente en que la política se convierte en religión, la religión en política, y ambas, a menudo, en mascarada e impostura legitimada.
No soy muy partidario de los géneros literarios irrealistas, que se basan en ideas y no en historias. O, mejor dicho, que imaginan sus historias en función de las ideas que quieren transmitir. Por eso entiendo que los miembros del jurado del Erich Guttentag de 1969 (Vargas Llosa, Héctor Cossío, Armando Soriano y Carlos Castañón) hubieran elegido a Los fundadores del alba antes que a Matías, el apóstol suplente. Y, sin embargo, no debe de haber sido una elección fácil. Y al decir esto hago una valoración, ya que Los fundadores del alba es una de mis lecturas favoritas.
Coincidí con Julio de la Vega en los años 80 y 90. Entonces enseñaba escritura creativa en la UMSA y se había convertido en la figura tutelar (pero en un tono humorístico y entrañable) de la literatura paceña. Fue muy simpático conmigo, como lo era con todos los jóvenes que querían escribir o estudiaban letras. Desgraciadamente, no aproveché la oportunidad para intimar con él, por varias razones que sería largo y, en esta ocasión, abusivo explicar. Una de estas razones, sin embargo, era que no había leído Matías, el apóstol suplente. Había comenzado una vez, pero no había podido llegar muy lejos. No es particularmente difícil, pero requiere de cierto bagaje para reconocer las referencias, y de un gusto por las palabras que hay que ir desarrollando progresivamente. Los jóvenes, sin embargo, deben pensar en lo que se pierden, como me perdí yo, si no se esfuerzan: ¡nada menos que conocer mejor a Julio de la Vega!
Fuente: La Ramona