Fragmento de la novela “Octubre Negro” de Adolfo Caceres Romero
El viejo maestro volvió a golpear la puerta del baño de varones y nada; nada más que los jadeos o suspiros que escuchara anteriormente; entonces resolvió meterse en cualquier habitación del internado que se hallaba en los pisos de arriba. Cuando subía por las gradas, le salió al paso una enfermera que se componía la cofia, diciéndole que estaban prohibidas las visitas. Yo…, balbuceó el viejo maestro de Historia, sin encontrar las palabras con las que pudiera exponer su apuro. Así que señor…, la enfermera le aconsejaba que volviera otro día, a partir de las 14 y 30. Yo no soy visita, señorita, le dijo con decisión el viejo maestro de Historia. ¿Es paciente, entonces?, la enfermera. Sí, señorita. ¿Pero qué hace así vestido?, la enfermera. Nada, bajé a ver qué sucedía, mintió el viejo maestro de Historia. ¿Cuál es su pieza?, inquirió la enfermera. ¿Cómo?, el viejo maestro de Historia le arrimó el oído con el que escuchaba mejor. Qué cuál es su pieza. El baño, dijo finalmente. Ya no podía más con su estómago que había vuelto a atormentarle. Parecía estar a punto de estallar. El gesto que esbozaba era tan angustioso y deprimente que
–¡Cuidado, señor! –chilló la enfermera, extendiendo los brazos.
–¡Ya no puedo más, señorita! –le respondió el viejo maestro de Historia.
–¡No, no, señor, por favor! Los baños están abajo, a la derecha –le dijo la enfermera, bajando los peldaños que los separaban.
–Sí, pero el de varones está con llave, aunque alguien está encerrado ahí dentro.
–¿Cómo? –preguntó la enfermera.
–Se oye como si una mujer se quejara.
–¿En el baño de varones?
–Sí.
–Una mujer, ¿se… quejaba?
— Bueno, no sé, creo que más bien gemía con alguien más.
–¿Con alguien más?
–No sé, no oigo bien.
–¿Pero está seguro de que era una mujer?
–Claro –respondió el viejo maestro de Historia, extrañado por ese intempestivo interrogatorio.
–¿Cree que estaba llorando? –la voz de la enfermera.
–No, gemía como si… –cortó su respuesta, porque no podía recordar si también había escuchado otra voz. ¿O es lo que imaginaba? Después de todo sólo pretendía entrar en el baño y aflojar su estómago.
–¿Cómo si…gozara? –el gesto inquisitivo de la enfermera.
–¿Gozara? Sí, tal vez sí, porque creo que estaba con alguien más –tragó saliva, sintiendo que ambos oídos le funcionaban mejor, aunque todavía dudaba de lo que había escuchado en el baño.
–¿Jadeaban, entonces?
–Sí, creo que sí –se apresuró en afirmar el viejo maestro de Historia, a pesar de no estar seguro del todo. Lo que quería es que le dejara de preguntar y él pudiera tener acceso a alguno de los baños.
–¿De placer? –la machacante voz de la enfermera le llegaba con nitidez.
–¡Señorita, necesito ir al baño! –dijo entonces él, sintiéndose acosado no sólo por la voz de la enfermera, sino por los retorcijones en el estómago.
–¡Ah, este Cresencio! –la enfermera se llevó una mano a la cabeza.
–¿Entonces, puedo…?
–¡Tanto que se le ha dicho que no le dé las llaves al doctor Castañón!
–Señorita, no me siento bien.
–¡Profe! –apareció otra enfermera que, años atrás, había sido su alumna en el liceo– ¿Qué hace aquí, profito?
–Busco el baño –respondió el viejo maestro de Historia, sorprendido.
–Cresencio volvió a darle las llaves al doctor Castañón para que se encierre con su fulana –comentó la enfermera que concluía con el arreglo de su cofia.
–Venga, venga, profe – dijo la otra enfermera, cuyo rostro se le hacía cada vez más familiar al viejo maestro de Historia.
–Cresencio por unos pesos se expone a que lo boten.
–Los dirigentes son intocables –le dijo la enfermera que había sido alumna del viejo maestro de Historia. –Venga por aquí, profito–, lo condujo a una pieza desocupada.
–Esta pieza es para pacientes especiales –le dijo al viejo maestro–, y usted lo es para mí.
–Gracias, señorita o, ¿señora? –el viejo maestro de Historia se corrigió, como si hubiera cometido una indiscreción.
–Señorita –le dijo ella, manteniendo el tono amable de su voz.
–¿Usted es…? –preguntó el viejo maestro, mientras intentaba dirigirse al baño.
–Celia, profe–, le sonrió la enfermera.
–¿Celia? –preguntó él, sintiendo que de nuevo le fallaban los oídos.
–Sí, Celia Montesinos, profe –repitió la enfermera.
–Celia, claro. ¿Celia Morales, dijo?
–No, no, Montesinos, profe. Usted es… mi padrino, ¿se acuerda?
–¿De matrimonio?
–No, profe.
–¿De bautizo, entonces?
–Tampoco, profito. ¿No se acuerda?
–Montesinos, ¿no?
–Sí –sonrió la enfermera, divertida.
–¡Claro, Celia Montesinos!
09/12/2007 por Marcelo Paz Soldan