Por Guillermo Ruiz Plaza
Curiosamente, Tierra fresca de su tumba (El Cuervo, 2021), el último volumen de relatos de Giovanna Rivero, está dando más que hablar en el extranjero que en nuestro propio país. La presente reseña tiene el fin de compensar un poco esta injusta asimetría.
Lo primero que leí de Giovanna Rivero fue el relato “Dueños de la arena”. Este, galardonado con el Premio de Cuento Franz Tamayo en 2005, es sin duda uno de los mejores de los numerosos que obtuvieron el galardón. Más tarde, junto a Daniel Averanga, tuvimos el honor de incluir otro relato suyo, titulado “Contraluna”, en Vértigos, antología del cuento fantástico boliviano (El Cuervo, 2013). Este es, dicho sea de paso, el más largo y complejo de la colección. Me parece ver en este cuento, del libro homónimo Contraluna (La Hoguera, 2005), un ya lejano antecedente de Tierra fresca de su tumba, volumen compuesto de seis cuentos extensos (el más breve tiene 18 páginas y el más largo, 40).
Hay escritores camaleónicos cuya escritura muda de piel en cada libro; hay otros, como Giovanna Rivero, que escriben como si cavaran en busca de una revelación. Una revelación cuya inminencia palpita en cada uno de sus cuentos. Desde que leí “Dueños de la arena”, hará más de una década, he asistido a la confirmación de una voz y un estilo que no han variado sino para perfeccionarse, para ganar en precisión, en profundidad, en eficacia. Así pues, Tierra fresca de su tumba es la culminación de una poética que viene afilando sus garras desde hace más de veinte años.
Lo que más llama la atención en la escritura de Giovanna Rivero es el estilo. Un estilo que destaca en el panorama actual de las letras en castellano, en que predomina –a veces tristemente– un carverismo a ultranza. No quisiera ser mal interpretado en este punto. Me encanta Carver, cuyo editor implacable, como se sabe, contribuyó de forma extraordinaria a su éxito. Lo que me molesta es que un estilo minimalista tan seco, que lleva inevitablemente la impronta personal de Carver y su editor, Gordon Lish, se convierta en una escuela y sirva para representar cualquier ámbito y cualquier geografía, y en cualquier lengua, además. Da la impresión de que la mayoría de los talleres de escritura imparten de forma acrítica los preceptos de Lish, encauzando escrituras que podrían ser diversas y singulares en un solo formato reproducible hasta el infinito, sin perder de vista el hecho simple de que hay un solo Carver. A contrapelo de esta tendencia dominante, el estilo de Giovanna Rivero es libre y rico, juega con la adjetivación de manera audaz, integra en la narración metáforas sorprendentes y un lirismo atrevido. Al mismo tiempo, es notable el rigor con que la autora ordena esa libertad estilística para lograr cuentos redondos, contundentes.
En este sentido, veo en el estilo de Giovanna Rivero la alianza de la ebriedad dionisíaca y el rigor apolíneo. Como en el mejor barroco. A veces se olvida que lo barroco no siempre tuvo, lejos de ello, una connotación negativa. De hecho, el término barroco deriva de la palabra portuguesa que significa perla irregular, perla rara. No pocas perlas raras encontrará el lector en las páginas sulfúricas de Tierra fresca de su tumba. Es más, por su estilo, el libro mismo es una perla rara en el panorama literario actual.
He insistido en el estilo de Giovanna Rivero pues, a mi ver, es lo que mejor hilvana el conjunto de su producción. Por ejemplo, en este libro hay relatos fantásticos, realistas y de ciencia ficción y, a la vez, es innegable la unidad del volumen. Eso se logra en buena parte gracias al sello personalísimo de su prosa singular.
Ya desde el estupendo título, Tierra fresca de su tumba nos introduce en un ámbito gótico. Quienes piensen de inmediato, al leer este término manido, en castillos y puertas que crujen, olvidan que lo gótico moderno ha llevado los deliciosos estremecimientos del género al ámbito de lo cotidiano. En la línea de Joyce Carol Oates, la mayoría de los cuentos de Giovanna Rivero se mueven en el mundo de lo familiar, de lo inmediato, de lo fácilmente reconocible, para arrastrarnos poco a poco hacia la extrañeza. Ejemplos notables son “Cuando llueve parece humano” y “Socorro”. Este cuento parece estrechamente relacionado con el ya lejano “Dueños de la arena”, lo cual nos prueba que la unidad de la obra de Rivero no pasa solo por el estilo, sino también por un ahondamiento progresivo en un mundo propio. De ahí que la imagen de la excavación, como otras vinculadas a ella –la exploración, el sondeo y la psicología, así como sus reversos: el naufragio, el extravío y la locura–, sean distintos leitmotiv de este libro.
Asimismo, lo gótico se da a través de la fascinación frente a la muerte. Fascinación en su doble sentido de atracción y repulsa. La muerte como presencia visible o invisible, cuyo influjo invade hasta el último rincón del día. Influjo que puede revelarse en la vida de una pareja en un mundo futurista (“Hermano ciervo”), en el relato de un náufrago (“Pez, tortuga, buitre”), en el abrupto resurgimiento de tradiciones antiguas y violentas (“Mansedumbre”) o revelarse como un lento ácido que corroe todo lo bueno, lo bello y lo verdadero (“Piel de asno”).
Lo gótico moderno, como vemos, se manifiesta de diversas formas en este volumen, y el párrafo anterior no pretende abarcarlas todas. Creo, eso sí, que sus manifestaciones más logradas se dan no de forma abrupta sino más bien sutil, como en “Piel de asno”, “Cuando llueve parece humano” o “Hermano ciervo”.
Por lo demás, cada uno de los seis relatos de este libro cuenta con armas propias. Será el lector quien las descubra a medida que se adentre en este mundo de claroscuros, como en una pintura de Caravaggio. “Luz u oscuridad, un mismo pliegue. Oscuridad y luz”, los personajes se van construyendo como figuras de Origami, pliegue tras pliegue, hasta dar con su forma final. En efecto, la autora elabora con cuidado retratos complejos de personajes con densidad propia. La extensión no es garantía de calidad ni tiene un valor intrínseco, pero es evidente que el esmero y la lucidez en la construcción de los personajes de este libro no sería posible en relatos breves, de muy pocas páginas, en los cuales el argumento –no los personajes, sino lo que les ocurre– suele imponerse por su peso natural en el seno del mecanismo narrativo. Aquí, en cambio, es notable el equilibrio entre los argumentos y los personajes, lo cual permite acentuar el claroscuro –el contraste pero también la compenetración– con que se elabora cada historia.
Se trata de cuentos de migrantes en su mayoría, no solo de bolivianos en el extranjero, sino de extranjeros establecidos en nuestras tierras. Retratos de identidades híbridas o incluso múltiples que nos recuerdan la complejidad vertiginosa de cualquier identidad humana. Como escribe René Girard, es el entrelazamiento de nuestras diversas pertenencias lo que hace de cada uno de nosotros un ser único. (Por oposición, es una simpleza abrumadora, frecuente en el mundo infernal de la política, el definir a alguien a través de su nacionalidad, su lugar de residencia o su clase social.) Este hecho refuerza la hibridez constitutiva del universo narrativo de Giovanna Rivero, en que lo real, lo fantástico y lo delirante se entrelazan hasta hacerse inseparables.
Son inseparables, en efecto, pues forman parte de la misma búsqueda. La búsqueda de una realidad más amplia o más profunda, más allá –o más acá– de lo evidente, lo tangible y lo estable, y también de la identidad propia en la fragmentación y el caos de cada día, el de la globalización. Así, a imagen y semejanza de la señora Keiko (“Cuando llueve parece humano”), los personajes de este libro cavan en escenarios diversos y muy alejados entre sí, pero en cierta forma cavan todos en su propio jardín –un lugar tan familiar que, a la vez, puede revelarnos lo oculto que nos constituye–. Capa tras capa, voluntariamente o no, en páginas de tierra fresca, revuelta y olorosa, cavan en pos de sí mismos, de su origen y su fin, de su propio abismo irrepetible.
Fuente: La Ramona