Por Nicolás Hochman
Mientras avanzaba con esa obra monumental que es Las benévolas (2019), Jonathan Littell escribió en paralelo otro libro, Lo seco y lo húmedo (2009), en el que fue volcando sus investigaciones, sus ideas más allá de la ficción. Lo que surge ahí es el vínculo que Littell encuentra entre la violencia y cómo el discurso de la guerra (en el bando que sea) se sitúa en dos dimensiones antitéticas: nosotros morimos secos, impolutos, pero el cuerpo de nuestro enemigo se humedece de todas las formas posibles.
Lo que el libro de Littell no contempla es que, más allá del discurso oficial, la humedad pueda ser resignificada, reapropiada como valor, como búsqueda, como fin, como algo vinculado al deseo. En parte de eso se trata Las voladoras, el primer libro de cuentos de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988), en el que la columna vertebral está constituida por distintos modos en que la violencia atraviesa los cuerpos, siempre humedeciéndolos. Y esa humedad, aunque perturbadora, es algo que se convierte en un imán (para la autora, para los narradores, para los personajes, para el lector).
Ojeda encuentra en lo tabú y en lo no dicho una excusa para hablar de temas ancestrales desde un punto de vista original, personalísimo, inquietante. En sus cuentos, como en sus novelas Nefando (2016) y Mandíbula (2018), hay incesto, connivencia familiar, vínculos complejos, negación, cultos paganos, psicosis, perversiones, madres que abandonan a sus hijas, padres ausentes, sexualidad infantil, animales que comen humanos, asesinatos, sangre, mierda, amistad, decadencia, erotismo, inocencia, oscuridad.
Todo eso ligado, casi siempre, a un manejo muy delicado del lenguaje, muy propio de cada uno de los protagonistas, que sostienen de manera radical un sistema de creencias que al lector le pueden resultar ajenas, espantosas, inentendibles, inaceptables. Y, sobre todo, esos personajes se comportan de modos con los cuales es difícil identificarse, que generan rechazo, sin que ellos ni la autora se cuestionen por la corrección moral de esos actos, poniendo el juicio del lado del lector.
Si estos temas y usos del lenguaje estuvieran presente en dos o tres cuentos, probablemente sería más sencillo marcar un contrapunto. Pero ninguno de los ocho textos permite asomar la cabeza y salirse del clima denso y opresivo, y eso puede generar un efecto de saturación, que no parece casual en absoluto. Sería tranquilizador encontrar más contrastes, pero entonces el libro dejaría de funcionar como corpus, quedaría diluido y terminaría siendo más una muestra de virtuosismo que un manifiesto sobre la posibilidad de ahondar en lo terrible y potente que tiene la literatura.
Fuente: revistaotraparte.com/