Sobre el Perseguidor de la luz
Por: Cecilia Romero
Atraviesa el Peñón del Pirata y saca fotos del mar, a Ana Paula con su vestido blanco entre pinos encendidos por el sol, fotografía nubes del lago Llanquihue, gacelas en Namibia, un abuelo que pide monedas a la entrada de la catedral, los ojos de una ballena en altamar, fotografía además una pistola Glock con silenciador que le apunta, él en cierto pasaje de su relato afirma: “Siempre he dicho que las fotografías ayudan a fijar instantes pasados, en el fondo creo que más bien contribuyen a la confusión a la ansiedad, alimentan el hambre de lo que ya no está”. Osvaldo, personaje central de la novela El Perseguidor de la Luz, saca fotos. Suspende el tiempo para hacerlo real. Piensa en su primera cámara una Zenit TTL que trastoca su forma de estar en el mundo desde los 13 años. Detiene la velocidad de la realidad y la vuelve estática, el mundo cesa en el momento en que la cámara lo está suspendiendo… Ese mundo se vuelve fragmentos de un total, dice.
Entonces, estas fotos se almacenan ante nuestros ojos en un inmenso depósito y son experiencia viviente de su trasmisión. Osvaldo, proscribe el sentimentalismo gratuito del ojo avizor y bajo la luz de la construcción de una mirada alterna, el escenario se viste con otra ropa que reconstruye lo que mira. En palabras de Susan Sontag: Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado…es una gramática y, sobre todo, una ética de la visión. Afirma, además: Coleccionar fotografías es coleccionar el mundo. Fotografiar es entonces en este relato, detenerse en el instante decisivo…
Osvaldo viaja. Viaja como imagen de aspiración, dice Jung, de anhelo nunca saciado, en este sentido los periplos de Osvaldo son el paso a la integración de la sombra (Jung). Por eso desde el punto de vista iniciático no hay viaje, no hay camino si no hay encuentro con la sombra… así Osvaldo es la huida de un país que nace a la dictadura de Pinochet, es también quien escapa del silbido de las balas que le disparan en Alemania luego de un atentado en el que se ve involucrado sin saberlo.
El vuelve a la primera casa, esa que quedó atrás pero no lo suficiente y nosotros sabemos qué es retornar a una dimensión más que remota para rememorar esos que fuimos. Procesar los regresos es lamerse el pelaje mojado, dice Soria Galvarro en ese espacio de tejas grises, de una madre cansada y donde las cosas existen en la medida que la luz las toca su regresar a la casa de la niñez, es volver a un espacio contraído, el hogar parece encogerse siempre y nos deja como estatua de sal ante su sobrevivencia mínima, porque los recuerdos magnifican el goce y quizá es mejor no volver nunca donde fuimos felices, ya lo dice Ernesto Sábato “Siempre es levemente siniestro volver a los lugares que han sido testigos de un instante de perfección” Osvaldo, sin embargo, parece no caber en ese espacio ni en los espejismos del recuerdo y nos retorna a ese mundo que se resiste a caer en la desolación.
Si mirar el mundo a través de la cámara es hacerse de una identidad, cocinar es también otra forma de transfigurar la materialidad de la vida en una estética de goce y fugacidad. En los mejillones con arroz aderezados con ajo y curri y en el pescado fresco cocinado sin prisa Osvaldo traspasa lo meramente culinario y también se hace de una identidad que se funda en las antenas sensibles de los sentidos.
En esta novela la estructura narrativa se ve afianzada en la relación que entabla Osvaldo con la imagen, ya que a partir de la representación icónica se trazan los límites entre una vida ritualizada por la observación y una profana mediada por la acción en un mundo que trata de colonizarlo con un discurso de muerte, en esta línea en El perseguidor de la luz se hace clara la condición de la buena narrativa porque tiene profundidad intelectual y emotiva, Soria Galvarro expone así una literatura de la duda, que en cierta forma desconfía del lenguaje y se fía más de las imágenes dejando claro que esta es su manera de ser y estar en el mundo. En este sentido, al recorrer las geografías de América, África y Europa, nos convierte en lectores que penetran la visualidad del escenario, somos parte de un relato de viajes a paisajes interiores y geografías tan lejanas como imposibles.
Este perseguidor de la luz persiste sin desencantarse, entre los amigos de antaño, más viejos, más gruñones, en el amor por Elena, la cordillera, en la irradiación que penetra el follaje, apremiando a un conejo, que imagino, corre veloz a una fiesta de no cumpleaños. Porque ese ojo que congela, que retrata, que tiene memoria, evidencia el oficio de Yuri Soria Galvarro, ese que urde un relato que se convierte en un tejido, un entramado donde las ultimas luces de los atardeceres son las que de mejor iluminan nuestros yermos, en eso que Bataille propone como “un camino, en este caso de luz, conjurador de nuestras soledades cautivas”.